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territorio, y quisiere ordenar su última voluntad, ¿tendrá, por ventura, obligacion de guardarlas y observarlas? ¿Ó entenderemos que cumple, y que testa de un modo válido y legítimo, haciéndolo por cualquiera de los medios que sean legales en el país en que se encuentra?

67. La opinion de muchos apreciables escritores de derecho internacional, y la práctica que hemos visto seguida en diversos casos, autorizan este segundo extremo. El locus regit actum tan repetido en el dia; la doctrina de que en todo lo que es solemnidad externa puede seguirse la formulacion del país donde el hecho se va á celebrar; son actualmente principios tan comunes, que ni ocurre siquiera duda en cuanto cae bajo su alcance, á la mayor parte de los que se ocupan en cuestiones forenses. Así, en Francia, por ejemplo, está admitido el testamento ológrafo; y nosotros hemos visto bastantes casos en que Españoles residentes en Francia los han otorgado tales, y en que venidas á España sus testamentarias, todo el mundo los ha tenido por legítimos, y nadie ha promovido la menor cuestion sobre sus disposiciones.

68. No es nuestro ánimo el hacer, ni aun el intentar, que se .deseche esa creencia: no lo es el arrojar la incertidumbre y la confusion sobre lo que está en el goce de incontestado. Pero asaltan á nuestro juicio algunas dudas, y queremos siquiera indicarlas con modestia y sencillez. Parécenos que es el derecho del libro y el privilegio de la doctrina el pedir á toda creencia su razon, el pesar á todo juicio sus quilates.

69. El locus regit actum es, á nuestro entender, una fórmula de civilizacion y de buen sentido, que es necesario limitar algunas veces por lo que el propio buen sentido aconseja. Regla de hechos, debido es conciliarla, y no contraponerla, á la ley de las personas, á que se refieren esos hechos mismos. Téngase presente que aquellos, los hechos, no existen por si, sino dependiendo y con relacion á éstas, las personas, para no descuidar lo que el estado y la condicion de éstas puede hacer indispensable.

70. Pero concretémonos al caso especial. Hemos dicho que en Francia está admitido el testamento ológrafo: cualquier Francés puede hacerlo válidamente de esta clase. Mas á un Español que está en Francia no debería bastar, á nuestro juicio, lo que basta á un hijo del país: á pesar de su residencia, él es Español y no Francés. En buen hora que otorgase su testamento de aquel modo, cuando la ley francesa no le concediese otro medio de

realizarlo; pero si esa ley le proporciona además el mismo medio que en España, si le deja lo que es propio de su nacionalidad, si puede testar allí ante escribano y testigos, como está ordenado entre nosotros, ¿por qué no ha de arreglarse al derecho de su país, conservando como conserva la naturaleza de este, y por qué ha de emplear, por el contrario, un recurso que la ley española no aprueba ni reconoce? ¿No obraría mejor, no consignaría su propósito de seguir siendo ciudadano de su patria, no evitaría todo motivo de duda y de disputa, si obedeciese lo que es derecho de esta, toda vez que le es posible obedecerlo?

71. Lo que decimos aquí de los testamentos, lo diríamos con mayor razon y con mayor fuerza en otras cuestiones, á las que tambien se ha aplicado la máxima locus regit actum. No hay para qué hacerlo en el momento actual. Hablando solo de ella por incidencia, bástanos haber indicado álgo que á nuestro juicio debería limitarla. V repetimos otra vez que no seremos severos en este punto de las últimas voluntades; porque respetamos como se debe una doctrina comun, y tenemos en cuenta la buena fé que de su creencia y de su práctica ha de seguirse. Rijan, pues, como vienen rigiendo, obsérvense como vienen observándose entre nosotros los testamentos arreglados á otras fórmulas, cuando son otorgados en paises donde esas fórmulas se guardan y se empléan. Mas por lo menos una cosa ha de ser necesaria en tales actos: que conste la verdad de la disposicion; que no quepa duda en la realidad del hecho; que si faltan las solemnidades castellanas, exista por lo ménos el convencimiento moral y legal de que aquello y no otra cosa fué lo querido y lo mandado por el otorgante.

LEY CUARTA.

(L. 3., Tít. 18.o, LIB. X, Nov. REC.)

Mandamos que el condenado por delito á muerte civil ó natural pueda fazer testamento y codicilos, ó otra qualquier última voluntad, ó dar poder á otro que la faga por él, como si no fuese condenado: el qual condenado y su comisario puedan disponer de sus bienes, salvo de los que por el tal delito fueren confiscados, ó se ovieren de confiscar, ó aplicar á nuestra cámara, ó á otra persona alguna.

COMENTARIO.

1. Una ley del Fuero Real (la 6.a, tit. 6.o, lib. III) había declarado que no podían hacer testamento «los que fuesen juzgados á muerte por cosa tal que debiesen perder lo que hubieran.» Este precepto era racional y legítimo: el testamento se otorga no con otro fin que con el de dejar á determinadas personas lo que se tiene: el que no tiene ya ni puede tener nada, porque le priva de ello una sentencia, claro está que debe carecer asimismo de la testamentifaccion, consecuencia del derecho de propiedad.

2. Pero despues de esa ley vinieron las Partidas, y vino el romanismo de los doctores. Recordaron estos que el condenado á muerte, por el mismo hecho, y aunque no hubiese perdimiento de caudal ni confiscacion, quedaba constituido en Roma siervo de la pena, y se veía despojado de las facultades ó derechos civiles; y siguiendo aquellas esta propia doctrina, inser

taron en su texto la ley 15.3, tit. 1.o de la VI, que principiaron con estas absolutas palabras: «Juzgado seyendo alguno á muerte por yerro que oviesse fecho, pues que tal sentencia fué dada contra él, non puede fazer testamento.» De manera, que la disposicion fué absoluta y general: no sólo se le prohibió disponer, como lo hacía la ley del Fuero, de lo perdido ó confiscado, sino de todo lo que hubiese, de todo lo que le correspondiese, de todos los derechos que pudieran sobrevenirle. No era una declaracion de racional imposibilidad; era un anatema de incapacidad completa lo que se fulminaba.

Con arreglo á la ley del Ordenamiento y á la 1.a de estas de Toro, no cabe duda en que el precepto del Fuero Real debería tener preferencia sobre el de las Partidas que acaba de citarse. Sin embargo, las Córtes y los Reyes Católicos creyeron oportuno dictar esta nueva ley, más explícita aún que la del Fuero. Convenía desterrar toda ambigüedad, toda libre opinion en una materia tan grave de suyo; y no podemos, por consiguiente, ménos de aprobar su obra, con la que, desechando sutilezas, rendian homenaje á la justicia y á la razon.

4. Desde entonces la pena de muerte, como tal pena de muerte, no ha sido una abolicion del derecho de propiedad en el infeliz que ha debido sufrirla. Si aparte de esa pena la sentencia le ha impuesto responsabilidades, si confiscaba sus bienes mientras existió la confiscacion, claro está que no había de poder disponer de aquello que dejaba de ser suyo. Pero en todos los demás bienes, como en lo restante que no eran bienes, su derecho y su accion quedaban incólumes. Pudo disponer de los unos; pudo ejercitar los otros; instituir herederos, legar, sustituir, nombrar tutores y curadores; llenar, en fin, todos los deberes y todas las facultades del hombre y del ciudadano. Quedó, en una palabra, persona legal, y no siervo, como le estimaba la doctrina de las Partidas.

5. Los comentadores han disputado tambien sobre si ese condenado mismo, que carecía antes de la testamentifaccion activa, poseía la pasiva, ó sea el derecho de heredar. No sólo tenian razon para disputarlo, sino completamente para negarlo, con arreglo á la ley romana: el siervo de la pena había salido de la sociedad civil en todos sus efectos. Mas todo concluyó á una vez por la declaracion de nuestra ley, más explícita, como queda dicho, que la del Fuero, y despues de la cual no fueron posibles tergiversaciones ni dudas. La condena de muerte vió limitados sus efectos á la muerte misma; y en tanto que no

llegó materialmente ésta, ninguno de los derechos comunes fué arrebatado como consecuencia al que la había de padecer.

6. El texto sobre que estamos discurriendo habla expresamente de muerte civil, aplicando á ella la misma doctrina que á la muerte natural. Si tuviésemos aquella en el dia, quizá fueran necesarias algunas explicaciones sobre el modo de cumplir el precepto; mas afortunadamente no hay tal pena hoy entre nosotros, y nos excusamos por lo mismo de una obra que sería de todo punto inútil.

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