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La muger que con bruscos y despavoridos ademanes acababa de invadir la estancia del banquete, mas bien que criatura humana semejaba una furia escapada del Averno. Su semblante era un conjunto de facciones deformes, como velado por la entre canosa y negra cabellera, que parecia desgreñada con el intento de que, á manera de fúnebre crespon, ocultase la repugnante monstruosidad de aquel rostro, cuya catadura siniestra era espantosamente repugnante, y mas en aquel momento en que la infeliz se mostraba con el corazon agitado por un acceso de horrorosa desesperacion.

El desaliño de los harapos que cubrian su cuerpo aumentaba la

deformidad del conjunto.

Presentose la infeliz con los brazos abiertos, á la manera del desvalido que implora el ageno amparo; y este ademan con que se lanzaba en busca de un protector, ahuyentaba á todos, porque á sus desaforados gritos, á su asqueroso desórden, á la iracunda expresion de su semblante, del cual, por un natural impulso habia separado los desordenados cabellos, uníase otra circunstancia mas horrorosa que todas. ¿Quién no habia de retroceder estremecido al ver que en los brazos tendidos de aquella desventurada faltaba la mano derecha ?

Arrojáronse todos precipitadamente á la calle, gritando: «¡ LA BRUJA! ¡LA BRUJA! » apodo con que era ya conocida en Madrid como pordiosera la pobre mutilada, y con el cual, ó el nombre de Inés, seguiremos designándola en la presente historia.

¡Todos!... Hemos dicho mal... no huyeron todos. Huyeron los que pocos momentos antes hacian alarde de valor contra los vencidos... Huyeron de una débil muger los que en su orgullosa altanería parecian poco antes dispuestos á arrogarse el derecho de avasallar á todo el orbe. Así son los aduladores de los reyes. Quieren ser señores y no son mas que embrutecidos esclavos, cuyos mentidos blasones respiran por todas partes orgullo y cobardía. Estos miserables son de mas baja condicion que esa misma plebe que tanto les repugna.

Huyeron los

que acababan de juzgarse aludidos y amenazados al oir repetir la palabra ¡ ASESINOS!; pero el bizarro jóven de los ojos negros no hizo mas que ponerse de pié y mirar absorto á la infortunada muger que se le acercaba.

Impelido como por un instinto de compasion, abrió el jóven maquinalmente sus brazos, y lanzándose en ellos la pordiosera, permaneció largo rato exhalando sollozos y vertiendo copioso llanto de dolor, que enterneció de un modo estraño el bello corazon del duquecito. Ambos derramaron lágrimas primero, y entraron despues en conversacion.

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-Buena muger-exclamó el duquecito violentándose por ocultar su emocion-¿qué le sucede á usted?

-¿Qué me sucede? Una gran desgracia.

-Expliquese usted, y si puedo remediarla..... Ya sabe usted que somos antiguos conocidos...

—Sí....... lo sé....... es verdad... conocidos... nombre que se dá á los que no inspiran interés... á aquellos á quienes menos se conoce. No puedo quejarme... soy pobre y desgraciada.

-Precisamente son esas las dos recomendaciones mas interesantes para mí, y estraño la reconvencion, cuando tiene usted pruebas de que no me es indiferente la suerte de los desvalidos. La expresion de antiguos conocidos es en verdad poco afectuosa...... mejor hubiera hecho en decir antiguos amigos; pero no hacen falta las palabras, cuando creo haber probado á usted con obras que mis mejores amigos son los pobres, y si estos son desgraciados tienen un lugar predilecto en mi corazon. ¡Maldito sea el rico á quien no conmueven los infortunios del pobre ! ¡ Maldito sea el que atesora riquezas para derramarlas con profusion en escandalosas orgías, mientras ve con ojos serenos y corazon empedernido el espectáculo desgarrador de una familia indigente! ¡Maldito sea el que emplea el oro para seducir á la virtud y gozarse despues en la indigencia, en el lloro y padecimientos de sus víctimas!

-¡ Maldito, sí, maldito! - esclamó con frenético rencor la Bruja.

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-Pero es preciso tener presente que entre los ricos hay almas caritativas y honradas, así como hay gentes malas y buenas entre los menesterosos. Los hombres de bien, cualquiera que sea su posicion en la sociedad, deben amarse como hermanos, y consolarse recíprocamente, toda vez que en todas las clases hay venturas y sinsabores. Yo tambien, en medio de todas mis riquezas y comodidades, abrigo en el corazon un pesar que le desgarra de contínuo.

-¡Un pesar!-interrumpió la Bruja con ansiedad.

-No es nada—repuso el jóven como arrepentido de una imprudencia, y fingiendo sonreirse, añadió: -El hombre mas di

:

choso alimenta siempre algun deseo..... alguna ambicion que no puede satisfacer... y esto debe disgustarle... causarle un pesar...

-No, no, don Eduardo, el pesar que desgarra el corazon de usted es mas profundo... Yo daria mi vida por mitigarle...

- Cuando se trata solo de un disgusto efímero...

-En vano quiere usted ocultarme su dolor. Hace tiempo que le he adivinado... y la causa tambien.

-¡Qué dice usted?!!

-A mí nada se me oculta, don Eduardo... La Bruja de Madrid lo sabe todo.

Y esta última frase la pronunció en tono misterioso y solemne. Hágame usted mas favor, Inés, y no me confunda con el vulgo ignorante, ni con esos necios fanáticos que acaban de huir de este sitio á la aparicion de usted. Yo no creo en tan estúpidas supersticiones... Hábleme usted pues con franqueza, y expliqueme sin rodeos la causa de todos sus males y la nueva desgracia de que hace poco me hablaba usted. ¿Por qué daba usted tan horrendos gritos al entrar aquí?

-El origen de todos mis males, don Eduardo... está á la vista. Soy pobre... mi presencia espanta... mi rostro repugna..... todos huyen de mí en vez de favorecerme..... y si algunos se reunen en mi alrededor es para hacer mofa y escarnio de mis infortunios. Ellos se divierten al oir mis pronósticos, que procuro amenizar con chistes que escitan generales risotadas, y cada chiste que yo pronuncio riéndome tambien, hace en mi corazon el mismo efecto que hiciera al caer en él una gota de plomo derretido.

¿Pues por qué no abandona usted ese modo de vivir? ¿Por qué se hace usted el juguete de la soldadesca y de los ociosos? -Es mi profesion, y por desgracia me es imposible ejercer otra alguna.

Al decir esto enseñó la infeliz el brazo derecho sin mano. —¿Y qué necesidad tiene usted de ejercer profesion alguna? Quise dedicarme á la mendicidad; pero al dirigirme á las personas que me parecian mas caritativas, lejos de compadecerse

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de mis lamentos, alejábanse de mí, volviendo la vista al otro lado sin favorecerme. Dichosamente empezaron algunos muchachos á llamarme Bruja, apodo que se generalizó en breve, y no contribuyó poco á ello mi astucia. Escudriñé agenas conductas, atisvé las acciones de algunas gentes, instruime en la carrera que abrian á mis pasos los mismos ultrages del vulgo, y no tardé en parecer adivina y profeta. Procuraba sembrar mis pronósticos de esas chocarrerías groseras que suelen caer en gracia á la multitud, ganaba así algunos cuartos, y con esta industria proporcionaba pan á mis padres.

¿Viven los padres de usted?

Mi padre fué en otro tiempo un zapatero de los de mas fama. Hizo una regular fortuna, y la sacrificó en las aras de la li– bertad. Abrazó de buena fé un partido..... el de los constitucionales... y sufrió las consecuencias que sufren todos los que en este mundo obran de buena fé. Se arruinó cuando era ya viejo en demasía para hacer nueva fortuna.

-¿Y su muger?

-Está ciega. Imposibilitados ambos, no tenian mas recursos que las ganancias de la escarnecida Bruja, que para reunir una cantidad insignificante tiene que arrostrar públicamente todo género de ultrages, y recibirlos con risotadas que aparentan alegría y son exhalaciones de la mas cruel tortura.

-Eso es horrible; y usted ha sido muy criminal, señora.

¡Criminal!... Es verdad... y Dios me castiga.

-Sí señora, ha sido usted criminal en no admitir mis so

corros.

-No los he necesitado nunca, me bastaba mi profesion.

Pero esa profesion es humillante. Yo soy hijo de un potentado, me sobra el dinero... y se lo he ofrecido á usted mil veces. -Y mil veces le he dicho á usted que no puedo admitir dádiva alguna de los potentados... lo he jurado ante la Divinidad y preferiré todos los horrores del mundo á quebrantar mi juramento. Estoy resuelta, y crea usted don Eduardo, que poco esfuerzo ne

I

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