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no contar ya con su voluntad, y atender solo al bien del Estado á grandes voces pedia su enlace con el Príncipe de Aragon Don Fernando.

que

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se

Celebróse el fáusto matrimónio en Valladolid corriendo el mes de Octubre del año mil cuatrocientos sesenta y nueve. Le precedieron y acompañaron circunstancias extraordinárias, mejantes á lo caprichoso de las aventuras caballerescas que á la grave y ceremoniosa etiqueta de reales bodas: un Rei de Sicilia, Príncipe heredero de Aragon, entrando por la frontera de Castilla en compañia de pocos servidores leales disfrazados de mercaderes las primeras vistas de los novios en hogares privados ante pocos testigos: sus desposórios desautorizados, sin preparativos solemnes, sin festejos ni regocijos costosos: escasez, dificultades pecuniárias para la union de dos personas que iban á ser en breve los mayores y mas ricos potentados del universo; y la causa pública reducida á una existéncia furtiva y á tomar las apariencias del crimen. Ni los aplausos que resonaron en toda la nacion ni las ventajas visibles del réino ni las respetuosas y humildes demostraciones de los Príncipes bastaron á aplacar el ánimo irritado de Enrique: mas lo que no pudieron al pronto consideraciones tan poderosas, lo consiguieron poco después las insinuaciones de algunos cortesanos bien intencionados. Vió y acogió favorablemente en Segóvia á sus hermanos, dióles señales de una reconciliacion sincera; pero lo mudable de su condicion rompió luego la buena armonia, y pasando del cariño y amistad á la desconfianza, llegó á peligrar la libertad de los Príncipes. Asi vivió el Rei, fluctuando siempre entre los intereses opuestos de su inclinacion y de su sangre, de su corte y de su hermana, hasta que finalmente le cogió la muerte en Madrid á fines del año de mil cuatrocientos setenta y cuatro.

Ya ha llegado el tiempo de que Isabel sentada en el trono de sus mayores, ofrezca al mundo el admirable espectáculo de sus talentos y virtudes. Pero antes de entrar mas en lo dificil de nuestro empeño, será bien que demos una ojeada sobre el estado en que se hallaba á la sazon la monarquia.

El Rei Don Enrique el Enfermo habia encontrado á Castilla

arruinada y exáusta de resultas de las guerras civiles

que

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dieron

la corona á su abuelo, y de los desastres experimentados por su padre en Aljubarrota y Lisboa. Una salud quebrada, un cuerpo flaco y una muerte temprana frustraron los nobles conatos de un alma de fuego, capaz de emprender y acaso de conseguir la cura de los achaques envejecidos del Estado. Agravolos el reinado de Don Juan el II. Dominado siempre por sus cortesanos, los vió disputarse á punta de lanza su valimiento en los fatales campos de Olmedo, y resignó todo su poder en el condestable Don Álvaro de Luna, que lo ejerció por muchos años, hasta que la misma debilidad del Rei, que fue la causa de su elevacion, lo sacrificó en un cadalso al ódio de sus enemigos. Enrique IV heredó el ánimo apocado y servil con el réino. Incierto y pusilánime en sus resoluciones, despreciado de sus vasallos, corrompido en sus costumbres, amigo de placeres que le negaba naturaleza, llegó á aborrecer de todo punto los negócios, y los abandonó al capricho y antojo de sus ambiciosos privados. De aquí nacieron las discórdias de la família real, los horrores de la guerra civil y los peligros que corrió la corona de Don Enrique. Pero la indoléncia del Monarca hacia inútiles las lecciones de la adversidad. Mientras la corte pasaba en justas y galanteos el tiempo que se debia á los cuidados del gobierno, mientras vagaba flojamente de bosque en bosque tras la distraccion y entretenimiento de la caza; los próceres se hacian cruda guerra unos á otros en las províncias, y se repartian impunemente los despojos de la Corona y la sustancia de los pueblos. Daba muestras de deshacerse entre los de Castilla la mútua sociedad de intereses que forma la república. La moneda adulterada de resultas de los privilégios concedidos indistintamente para acuñarla, y alguna vez de orden del mismo Enrique, era excluida de los tratos. Los malhechores, no ya en tímidas y fugaces cuadrillas, sino en tropas ordenadas y numerosas, se levantaban con castillos y fortalezas, desde las cuales cautivaban á los pasageros, obligaban á rescatarlos, y ponian en contribucion las comarcas, y aun las primeras y mas populosas ciudades del réino. Era general la corrupcion, la venalidad, la violéncia : la insensibilidad de En

rique crecia á par de las calamidades públicas; y el Estado sin direccion ni gobernalle, combatido por todos los vícios, inficionado de todos los princípios de disolucion, caminaba rápidamente á una ruina cierta é inévitable.

En tal situacion recibió Isabel los domínios de Castilla. Y cuando su alma grande y generosa necesitaba recoger todos sus alientos para acudir al remédio de tamaños males, y acometer la árdua y gloriosa empresa de la reforma, tuvo tambien que luchar en los princípios con otro género de dificultades. Los aduladores, peste palaciega que se abominará siempre y habrá siempre, habian logrado que brotasen en el pecho del Rei Fernando las semillas de la ambicion. Esposo digno de una esposa todavia mas digna, no se conformaba con que manos femeniles rigiesen las riendas de la monarquia castellana. Fue menester toda la razon y dulzura de la Réina, la mediacion de árbitros imparciales, el interés de la Infanta Doña Isabel, única heredera hasta entonces de la Corona, para aquietar el ánimo del Rei católico, y hacerle consentir en que su muger gozase de los derechos que le daban la naturaleza, los pactos matrimoniales y el ejemplo de los siglos precedentes, y que justificaron despues las felicidades de su gobierno.

Rayaba otra vez en los corazones la esperanza, y la plácida aurora del orden y de la felicidad sucedia á la noche tenebrosa de la confusion y desastres anteriores. Pero una tempestad que se fraguaba hacia el occidente amagaba extenderse sobre la península, y perturbar la serenidad y sosiego de Castilla. El Rei Don Alonso de Portugal ó movido de la ambicion ó despechado tambien por la entereza con que algunos años antes le habia negado su mano Isabel, trataba de sostener los derechos que alegaba á la sucesion de estos réinos su sobrina Doña Juana. Muchos de los Grandes castellanos, creyendo medrar por las mismas mañas que en otros reinados, é irritados de que hubiese pasado el tiempo del poder de los validos y del pupilage de los Príncipes, se disponian á favorecer el partido portugués y á sacudir la funesta antorcha de la guerra civil. En vano envió la Réina una y otra embajada con palabras de moderacion y de templanza: en vano interpuso la media

cion de personas amantes de la tranquilidad: en vano intentó des. armar con bondad y dulzura á sus malaconsejados vasallos. Don Alonso, lleno de las esperanzas que le daban sus fuerzas, la desprevencion de los nuevos Reyes, y las ofertas de los castellanos sus parciales, desechó enteramente las proposiciones pacíficas y resolvió el rompimiento.

Tuvo Isabel que defender con la fuerza la heréncia de sus mayores. Pero las dificultades eran grandes: faltaba el dinero, nérvio de la Zamora habian abierto las puertas al Toro guerra; y enemigo; el castillo de Burgos, cabeza de Castilla y cámara de sus Reyes, tremolaba las quinas portuguesas; los franceses, solicitados por el Rei Don Alonso, entraban en Guipúzcoa, y despues de talar el país, sitiaban á Fuenterrabia. Hizo frente á todo Isabel: el amor de sus pueblos le dió soldados, el santuário le franqueó sus riquezas; y mientras el Rei su marido á la frente de un ejército contenia los progresos de los invasores, ella recorria sus estados buscando y enviando socorros; suscitaba enemigos á los Grandes disidentes en sus propios hogares, disponia se corriesen las fronteras de Portugal por Extremadura y Andalucia, aseguraba la fidelidad vacilante de Leon, y entablaba en Zamora las inteligencias que hicieron recobrar aquella ciudad importante. El alma y el valor no tienen sexo. El Rei de Portugal se habia internado en Castilla con el desígnio de socorrer el castillo de Burgos. Isabel con un campo volante sigue sus movimientos, le pica la retaguárdia, le corta los víveres, le obliga á retirarse á la frontera, y coge el fruto de sus nobles fatigas, recibiendo por si misma las llaves de aquella fortaleza, que se defendió con un teson digno de mejor causa.

Entretanto Fuenterrabia, escollo en algun tiempo de la glória francesa, cercada y descercada tres veces, inutilizaba los grandes aprestos militares con que el Rei Luis se proponia favorecer á su aliado, y ensanchar sus domínios. Finalmente la jornada de Toro acabó de inclinar la balanza á favor de Isabel, y afianzó para siempre en sus sienes la corona. Atienza, Huete, Madrid volvieron á reconocer el império de sus legítimos dueños; la Réina recobraba en persona la fortaleza de Toro, punto capital de la guerra y pla

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za de armas de los portugueses; y con una moderacion igual á su fortuna, mientras con una mano se ceñia el laurel de la victoria, ofrecia con la otra el olivo de la paz á los vencidos.

Mas no tuvieron efecto por el pronto sus loables deseos. El ánimo, enconado mas bien que abatido del Rei Don Alonso, se negaba obstinadamente á todo proyecto que no fuese de sangre y de venganza. Todavia estaba enseñoreado de várias fortalezas que la sorpresa o la infidelidad habian puesto en sus manos desde los princípios de las hostilidades: y contando con el apoyo de los malcontentos, meditaba volver á entrar poderosamente en Castilla. Fué forzoso desbaratar los obstáculos de la paz, y obligar al portugués á aceptarla á su despecho. Durante la ausencia de Fernando, que habia pasado á recibir la corona de Aragon por muerte del Rei su padre, Isabel presenciaba la victoria conseguida por sus tropas en la Albuhera, y mandaba sitiar á Mérida, Medellin y otras fortalezas. En valde quisieron persuadirle sus consejeros y capitanes, que la devastacion del país, la escasez de comestibles, las enfermedades pestilenciales, las contínuas correrias del enemigo, la comodidad, conservacion y seguridad de su augusta persona, exigian se retirase tierra adentro de sus domínios. No soi venida, les respondió, á huir del peligro ni del trabajo: ni entiendo dejar la tierra, dando tal glória á los contrários ni tal pena á mis súbditos, hasta ver el cabo de la guerra que hacemos, ó de la paz que tratamos (1). La constáncia de la Réina triunfó en fin de la obstinacion portuguesa, y allanó las dificultades para el ajuste. Portugal y Fráncia humilladas hubieron de bajar la altiva frente y de reconocerla Réina de Castilla; é Isabel perdonando generosamente á los Grandes desleales, borró todos los recuerdos amargos que pudiera dejar la guerra, é hizo olvidar cuanto no era su glória.

por

Tal fué la conclusion de esta contienda, que no permitió á Isabel en los princípios de su reinado vacar á las artes de la paz y á las ocupaciones que la hicieron el amor y delícias de sus vasallos. En los intervalos que le dejaban los cuidados de la guerra,

(1) Crónica de Pulgar, parte 2. cap. 90.

la pro

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