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1. Bandos del Virrey Calleja con el manifiesto y decretos de las

Cortes, referentes á la supresión del Santo Oficio,

DON FELIX MARIA CALLEJA DEL REY, BRUDER, Losada, Flores, Campeño, Montero de Espinosa, Mariscal de Campo de los Ejércitos Nacionales, Virrey, Gobernador y Capitán General de esta N. E., Superintendente General Subdelegado de la Hacienda Pública, Minas, Azogues y Ramo del Tabaco, Conservador de éste, Presidente de su Junta, y Subdelegado General de Correos.

Con Real Orden de 6 de marzo de este año, se me han comunicado por el supremo Ministerio de la Gobernación de Ultramar, los decretos y manifiesto siguientes:

Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación Española.

Españoles: Por tercera vez (1) os hablan las Cortes para instruíros del asunto que más os interesa y tiene el primer lugar en vuestro corazón: no podéis dudar que se trata de los medios de sostener en el Reino la Religión Católica, Apostólica y Romana, que tenéis la dicha de profesar, y que desde la sanción del artículo 12 de la Constitución política de la Monarquía, están obligadas las Cortes á proteger por leyes sabias y justas. No podían olvidar ni mirar con indiferencia la promesa solemne que habían hecho á la faz de la Nación en aquel artículo: es el fundamento de las demás disposiciones constitucionales; el que asegurará la observancia de ellas y la felicidad completa de las Españas.

Los diputados elegidos por vosotros saben, como los Legisladores de todos los tiempos y países, que en vano se levanta el

(1) La primera fué en 1o. de diciembre de 1810, cuando las Cortes, por medio de su decreto núm. XV, excitaron al clero para que contrarrestara los esfuerzos de Napoleón, apoyado por algunos obispos, encaminados á hacer creer á los españoles que la voluntad de Dios era que se sometieran á la suya, y para que "hicieran presente que era indispensable sacrificarlo todo y guerrear hasta morir, porque peligraban la religión y la patria"; la se gunda, en el manifiesto que acompañó al decreto de 1o de enero de 1811, núm. XIX, en que se declararon "nulos todos los actos y convenios del rey durante su opresión fuera ó dentro de España", con motivo de las noticias que había hecho circular Napoleón, referentes al matrimonio de Fernando VII con una archiduquesa de Austria. En este manifiesto se decía al pueblo español que si el Rey regresaba y gobernaba bajo la infuencia del Emperador de los Franceses, los templos serían profanados y la religión escarnecida ó adulterada para convertirla en enemiga de la patria.

edificio social, si no se pone la religión por cimiento. A esta luz benéfica son debidas las nociones seguras de lo recto y de lo justo: ella dirige á los padres en la educación de sus hijos, y manda á éstos ser obedientes á la autoridad paternal: estrecha los vínculos sagrados del matrimonio, y dicta á los consortes la fidelidad recíproca: aclara y rectifica las relaciones de los Magistrados y de los que reclaman la justicia, las de los superiores y súbditos y sanciona en lo interior del hombre, á donde no alcanza el poder humano, todas las obligaciones domésticas, civiles y políticas. La Religión verdadera que profesamos es el mayor beneficio que Dios ha hecho á los hombres, y el dón precioso que ha dispensado con mano generosa á los españoles, quienes no cuentan en este número, después de publicada la Constitución, á los que no la profesan: es el más seguro apoyo de las virtudes privadas y sociales; de la fidelidad á las leyes y al Monarca y del amor justo de la libertad y de la patria; amor que, esculpido por la Religión en los corazones españoles, los ha impelido á combatir con las feroces huestes del usurpador, arrollarlas y aniquilarlas, arrostrando el hambre y la desnudez, el suplicio y la muerte. Las Cortes, españoles, que por espacio de tres años han alentado y sostenido vuestra noble resolución, en medio de los desastres y desvastación general, han fundado la esperanza de salvaros en el invariable respeto, amor y obediencia que os inspiraba la Religión hacia la autoridad legítima. No os ha engañado vuestra constancia religiosa, y la Providencia parece señalar ya el fin de tan horrorosa borrasca y el deseado término de nuestros males. La seguridad de un bien tan inestimable debía necesariamente llamar y ocupar la atención de las Cortes, que se han propuesto por blanco de sus tareas la felicidad general: la Inquisición se ofreció al momento al examen de vuestros representantes. Pero, deseando no traspasar en un ápice los límites de la autoridad civil, que es la única que se les había podido confiar, indagaron detenidamente si estaba en su poder permitir el ejercicio de la potestad eclesiástica á unos tribunales, que por los diversos accidentes de la invasión enemiga, habían quedado sin su jefe el Inquisidor General.

A este efecto buscaron todas las Bulas y documentos que pudiesen ilustrar la duda suscitada, y cotejados todos, apareció con la mayor evidencia, que las Bulas cometían toda la autoridad eclesiástica al Inquisidor General: que los Inquisidores de provincia eran unos meros subdelegados suyos, que ejercían la autoridad eclesiástica en el modo y forma que éste lo había dispuesto en las instrucciones dadas al intento; y que no se encontraba un sólo Breve por el cual hubiese sido instituído el Consejo de la Suprema. Por tanto, no existiendo al presente el

Inquisidor General, porque se halla con los enemigos, en realidad no existía la Inquisición, y por consecuencia necesaria la Religión se hallaba sin los tribunales destinados anteriormente para protegerla. Deducíase también, que no era dado á las Cortes acceder á la solicitud de los Consejeros de la Suprema, que habían pedido su restablecimiento, pues si bien podían conferirles el poder secular, no estaba en su mano revestirlos del eclesiástico, que por ningún título les pertenecía. Lejos de las Cortes semejante atentado: ni permita Dios que usurpen jamás la autoridad de la Iglesia. La verdad, la justicia y la prudencia regulan los decretos, y presiden á las liberaciones del Congreso Nacional.

Estas indagaciones de las Cortes les han facilitado el conocimiento del modo de enjuiciar de estos tribunales, la historia razonada de su establecimiento, y la opinión que de ellos tuvieron las Cortes antiguas, tanto de Castilla como de Aragón. Las Cortes, os hablarán con franqueza de estos diversos puntos; porque ya ha llegado el tiempo de que se os diga sin rebozo la verdad, y que se corra el velo con que la falsa política cubre sus designios.

Registrando las instrucciones por las que se gobernaba la Inquisición, á primera vista se conoce que era el alma de este establecimiento un secreto inviolable: él cubría todos los procedimientos de los Inquisidores, y los hacía árbitros del honor y vida de los españoles, sin ser responsables á nadie en la tierra de los defectos ilegales que pudieran cometer. Eran hombres y por lo mismo estaban sujetos al error y á las pasiones de los demás: por lo cual es inconcebible que la Nacióu no exigiese responsabilidad á unos jueces que en virtud de la autoridad temporal que se les había delegado, condenaban á encierro, prisiones, tormentos, y por un medio indirecto al último suplicio. Así los Inquisidores gozaban de un privilegio que la Constitución niega á todas las autoridades y atribuye únicamente á la sagrada persona del Rey.

Otra notable circunstancia hacía bien singular el poder de los Inquisidores Generales, y era que sin contar con el Rey, ni consultar al Sumo Pontífice, dictaban leyes sobre los juicios y las agravaban, mitigaban, derogaban y substituían otras en su lugar; abrigaba, pues, la Nación, en su seno unos jueces, ó mejor se dirá, un Inquisidor General, que por lo mismo era un verdadero Soberano. Tales irregularidades había en el sistema de la Inquisición. Oíd ahora cómo procedía este Tribunal con los reos.

Formado el sumario se les llevaba á sus cárceles secretas, sin permitirles comunicar con sus padres, hijos, parientes y amigos hasta ser condenados ó absueltos: lo que nunca se ejecutó

en ningún otro tribunal. Sus familias no tenían el consuelo de llorar con ellos su infortunio, ni auxiliarlos en la defensa de su causa. No sólo se privaba al reo de las diligencias y oficios de sus parientes y amigos, sino que tampoco se le descubría en ningún caso el nombre de su acusador, ni los de los testigos que habían depuesto contra él: añadíase, para que no viniese en conocimiento de quiénes eran, la terrible precaución de truncar las declaraciones, refiriéndole en nombre de un tercero, lo mismo que los testigos declaraban haber visto ú oído ellos mismos.

Ahora bien, ¿querríais, españoles, ser juzgados en vuestras causas civiles y criminales por un método tan obscuro é ilegal? ¿No temeríais que vuestros enemigos pudiesen seducir á los testigos, y vengarse sin peligro de vosotros? ¿No levantaríais la voz clamando que se os condenaba indefensos? ¿Cómo probaríais la enemiga de un malvado acusador, ignorando su nombre? ¿Cómo disiparíais la cábala de los que codiciasen vuestros empleos ó vuestros bienes, ó proyectasen triunfar inpunemente de vuestro candor y probidad? Y si sería muy clara injusticia juzgar por este método en los negocios temporales, ¿no lo será mucho mayor tratándose de la prenda que más ama un católico, cual es la opinión de su religiosidad? La Religión Católica, que no teme ser conocida, y sí mucho ser ignorada, ¿necesita para sostenerse en España de los medios que en todos los demás tribunales se reconocen por injustos? Se haría la mayor injuria á la Nación Española en tener de ella tan vil opinión. Las Cortes, por lo mismo, no podían aprobar un modo de proceder, que no habiendo sido jamás adoptado por los Sagrados Cánones ni leyes del Reino, se opone al derecho de los pueblos consignado en la Constitución.

Acaso no faltarán personas que se atrevan á decir, que la prudencia y religiosidad de los Inquisidores evitan que el inocente sea confundido con el culpado. Mas la experiencia de muchos años y la historia misma de la Inquisición, desmienten tan vana seguridad, presentando en las cárceles de este tribunal á varones muy sabios y santos. Desde su mismo establecimiento, en el primer ensayo de su modo de enjuiciar, el mismo Sixto IV, que había expedido la Bula á petición de los Reyes Católicos, se quejó vivamente á estos Príncipes de las innumerables reclamaciones que hacían á la Silla Apostólica los perseguidos, á quienes contra verdad declaraba haber incurrido en herejía. Ni la virtud, ni la doctrina ponían á cubierto á los hombres que más sobresalían en ellas, de la irregularidad de aquel sistema: pues más adelante, el venerable Arzobispo de Granada, D. Fr. Fernando de Talavera, Confesor de la Reina Católica Doña Isabel, que había establecido la Inquisición en sus estados de Casti

lla, sufrió la persecución más rigurosa por los Inquisidores de Córdoba; habiendo experimentado la misma suerte D. Fr. Bartolomé de Carranza, Arzobispo de Toledo; el P. Fr. Luis de León; el venerable Avila; el P. Sigüenza, y otros muchos varones eminentes en santidad y sabiduría. A vista de esto, no debe reputarse por una paradoja decir, que la ignorancia de la Religión, el atraso de las ciencias, la decadencia de las artes, del comercio y de la agricultura, y la despoblación y pobreza de la España, provienen en gran parte del sistema de la Inquisición; porque la industria, las ciencias, no menos que la Religión, las hacen florecer hombres grandes que las fomentan, vivifican y enseñan con su ilustración, con su elocuencia y con su ejemplo.

Será para la posteridad un problema dífícil de resolver, cómo pudo establecerse el plan de la Inquisición en la noble y generosa Nación Española, y aun admirará más cómo se conservó este tribunal por más de trescientos años. Las circunstancias favorecieron sus principios, introduciéndose bajo el pretexto de contener á los Moros y Judíos, que tan odicsos se habían hecho desde antiguo al Pueblo Español, y que hallaban protección y seguridad en sus enlaces con las familias más ilustres del Reino.

Con tan especiosos motivos la política cubrió esta medida contraria á las leyes y fueros de la Monarquía. Se alegó también en su apoyo la Religión; y los pueblos permitieron que se estableciese, aunque con gran repugnancia, y no sin fuertes reclamaciones. Tan pronto como cesaron las causas en que se apoyaba su establecimiento, los Procuradores de Cortes levantaron la voz en favor del modo legal de proceder, y por el honor y bien de la Nación. En las Cortes de Valladolid de 1518, y en las de la misma ciudad de 1523, pidieron al Rey que en las causas de Fe, los Ordinarios fuesen los jueces, conforme á justicia, y que en los procedimientos se guardasen los Santos Cánones y Derecho común; y los aragoneses propusieron lo mismo en las Cortes de Zaragoza de 1519. Los Reyes hubieran accedido á la voluntad de los pueblos manifestada por sus Procuradores y sostenida` también por las insinuaciones de los Sumos Pontífices, si las personas que siempre los rodean y que cifran su interés individual en el poder absoluto, no les hubieran persuadido la conservación de aquel sistema por razones de Estado, esto es, por aquella falsa política á cuyos ojos todo es lícito, á pretexto de evitar disturbios y conmociones.

Siguiendo las Cortes en su firme propósito de renovar en cuanto fuese posible la antigua legislación de España, que la elevó en el orden civil á la mayor grandeza y prosperidad, era consiguiente que hiciesen lo mismo con las leyes protectoras de la Santa Iglesia; y dejando atrás los tiempos calamitosos de las ar

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