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NOTICIA HISTORICA

DE LA

Abolición del Santo Oficio de la Inquisición.

Creemos necesario, para facilitar la comprensión de los documentos referentes á la abolición, restablecimiento y extinción definitiva del Santo Oficio en la Nueva España, hacer una reseña de las vicisitudes de dicho tribunal en la Península, desde el primer tumulto de Aranjuez en 18 de marzo de 1808 y la subsecuente intromisión de los franceses en los asuntos intestinos españoles, hasta el día en que fué abolido.

En la citada fecha era Inquisidor General el Arzobispo de Burgos y Zaragoza Don Ramón José de Arce, quien, según decían los miembros del Supremo Consejo de la Inquisición que en 1811 pretendieron reunirse en Cádiz, había presentado inmediatamente después la renuncia de su alto cargo. Pero como tal afirmación era interesada, porque los que la hacían trataban con ella de probar que dicho cargo había quedado vacante y que á dicho Consejo correspondía la jurisdicción, y carecía de fundamentos, porque no presentaban constancias de la renuncia, que decían habían dejado en Madrid, ni podían presentarlas de que el Papa la hubiese admitido, por estar interrumpidas las relaciones con la Santa Sede, sólo podemos asegurar á este respecto, que del Inquisidor General Arce, entre agosto y noviembre de 1808, se sabía en Aranjuez que estaba con los franceses; que la Junta

Central intentó entonces poner en ejercicio al tribunal de la Inquisición, nombrando Inquisidor General al Obispo de Orense, y que no llevó al cabo su intento, porque, estudiando el punto, se convenció de que los Inquisidores Generales debían ser nombrados por el Papa á propuesta del Rey, no teniendo los demás Inquisidores más carácter que el de Consejeros.

Por otra parte, ni Murat ni Napoleón ni José Bonaparte manifestaron desde luego repugnancia por el Santo Oficio. Murat no sólo había correspondido á las congratulaciones de algunos Inquisidores con favorables y halagüeñas palabras, sino que, en la convocatoria que en mayo de 1808 expidió en Madrid, en nombre del Emperador, para que se reunieran en Bayona ciento cincuenta españoles del clero, nobleza y estado llano, "para tratar de la felicidad de toda España», incluyó á un ministro del Consejo de la Inquisición. Con tal carácter, pues, formó parte del Congreso de Bayona el Inquisidor D. Raimundo Ettenhard y Salinas, cuya firma autorizó la Constitución dada á España por dicho Congreso, después de que, en una de sus sesiones, ese signatario había logrado impedir, gracias al apoyo de los Ministros del Consejo de Castilla, que el Santo Oficio quedara abolido, como lo habían propuesto D. Pablo Arribas y D. José Gómez Hermosilla. Y cuando José, después de haber sido proclamado rey de España, hizo su entrada en Bayona, en 7 de junio, entre las diputaciones españolas que le fueron presentadas por D. Miguel José de Azanza, ex-Virrey de México, se encontraba la del Consejo de la Inquisición, la cual, por cierto, se creyó dueña del porvenir, porque el nuevo monarca la recibió con grande afabilidad, diciendo al referido Ettenhard y Salinas que "la religión era la base de la prosperidad y de la moral públicas, y que, aunque había países en que se admitían muchos cultos, consideraba feliz á España, porque no se honraba en ella sino el verdadero".

Nada de esto, sin embargo, fué óbice para que Napoleón, cuando en diciembre del mismo año se resolvió á reforzar su conquista de España con la de la buena voluntad de los españoles ilustrados, decretara en Chamartín, sin cuidarse de que usurpaba ia autoridad de su hermano, entre otras medidas tan civilizadoras como la reducción de los conventos y la extinción de

los derechos señoriales y exclusivos, la abolición del Santo Oficio, cuyos tribunales no volvieron á funcionar en ninguno de los lugares sujetos al dominio de los franceses.

No fué ésta, ciertamente, la única vez en que el Emperador dió pruebas ostensivas de que, al ceñir con coronas reales las frentes de sus hermanos, cuñados y mariscales, no entendía conferirles la soberanía efectiva. Pero es inconcuso que, al expedir sus decretos de Chamartín, sobre todo el que abolía la Inquisición, dió también pruebas de gran clarividencia política; porque si hábil había sido que el rey José, en Bayona y sin duda con la augusta fraternal aquiecencia, se mostrase inclinado á conservar aquel utilísimo instrumento de gobierno, más lo era que, para alentar las esperanzas de la reducida, pero influyente, parte culta del pueblo español, que aceptaba el sacrificio de la independencia sólo á cambio de la conquista de la libertad, evocara Napoleón los orígenes revolucionarios de Bonaparte, iniciando la liberalización de España.

Cuanto á las autoridades genuinamente españolas, es decir, á las que querían ante todo conservar la independencia y variaban de opinión, según los azares de la guerra y de la política, con respecto á la conquista de la libertad, ya dijimos cómo la Junta Central había intentado, aunque no consumado, el restablecimiento de la Inquisición. Reemplazada dicha Junta por la primera Regencia, ésta, recelosa por el resultado de la elección para diputados á Cortes, la cual había recaído en una mayoría de hombres ilustrados y jóvenes briosos, amigos de las reformas, creyó evitar, retardar al menos, el triunfo de las nuevas ideas, restableciendo en 16 de septiembre de 1810 todos los Consejos, entre ellos el de la Inquisición, por ser reconocidamente adictos al antiguo régimen. Ello no impidió que las Cortes, sin abordar desde luego el candente asunto de la abolición de dicho tribunal, menoscabaran gravemente sus prerrogativas, cuando, al ocuparse en el también candente de la libertad de imprenta, aprobaron el art. VI del decreto de 10 de noviembre, que sujetaba "todos los escritos sobre materia de religión á la previa censura de los Ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento"; lo cual debe haber demostrado á los minis

tros del repuesto Consejo del Santo Oficio, que habían procedido cuerda y prudentemente al no tomar en serio su reposición por la Regencia, absteniéndose de ejercer sus funciones y limitándose á cobrar su sueldo.

No tardaron, sin embargo, las mismas Cortes en mostrarse inconsecuentes ó, cuando menos, poco firmes en su actitud contra la Inquisición. Habiéndose publicado y repartido á los diputados el núm. 2 del periódico titulado La Triple Alianza, cuyo redactor era D. Manuel Alzaibar, cuyo inspirador se suponía ser el diputado por el Nuevo Reino de Granada D. José Mejía Lequerica, y que contenía frases que se consideraron contrarias á la religión, el presidente propuso, y fué aprobado, que dicho impreso fuese remitido al tribunal del Santo Oficio, para que éste "usara de las facultades á que prestare mérito é informara á las Cortes á la mayor brevedad». Esto pasaba en la sesión del 28 de enero de 1811, y aunque en la del día siguiente D. Agustín Argüelles protestó contra tal resolución, como contraria al decreto de libertad de imprenta, y en la del día 31 el mismo presidente mudó de opinión y propuso que se remitiera el impreso á la Junta de Censura provisional, porque tenía entendido que "no estaba organizado el Santo Oficio ni reunidos los ministros que lo componían", y como el Inquisidor D. Francisco María Riesco asegurara que el tribunal de la Inquisición de Sevilla estaba trabajando en Ceuta y que en Cádiz había tres Inquisidores, Ettenhard (quien por lo visto había abandonado al Rey José), Amarillas é Ibarnavarro, á pesar de que varios diputados adujeron argumentos poderosos en contra, alegando sobre todo que la Inquisición no daba á nadie cuenta de lo que hacía, fué mantenida la resolución tomada.

No consta, en efecto, que el Santo Oficio informara á las Cortes sobre el proceso que debía haber instruído al redactor de La Triple Alianza y aun es de creerse que no instruyó tal proceso. Mas no por eso dejó dicha asamblea de verse obligada á tratar un asunto del que Argüelles dijo no debía ni hablarse en aquellos momentos, en que "las pasiones, los intereses individuales, las miras particulares de cuerpos se chocaban continuamente y luchaban entre sí»: en la sesión del 18 de mayo del año ci

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