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luego estalló del otro lado del Pirineo. Fortuna fué para aquel monarca, y fatalidad para España, el haber muerto en vísperas de aquel grande incendio.»

De contado no es difícil pronosticar que Cárlos III., con todas sus prendas y virtudes de rey, con todos los grandes hombres de Estado de que habia tenido el acierto de rodearse, con toda aquella juiciosa y hábil política á que se debió que en los últimos años de su vida todas las naciones de Europa volvieran á él sus ojos como al único soberano que podia conjurar los conflictos que las amenazaban, no habria podido seguir ejerciendo aquel honroso ascendiente que le dió la atinada direccion de los negocios públicos, con la prudente aplicacion de los principios que entonces servian de pauta y norma á los gobiernos para el régimen de las sociedades. Trastornados estos principios por la revolucion francesa que estalló á poco de su fallecimiento, conmovidos con aquel sacudimiento todos los tronos, destruidos ó cambiados en el vecino reino todos los elementos del órden social, abierto aquel inmenso cráter revolucionario cuya lava amenazó desde el principio derramarse por toda la haz de Europa y abrasarla, ¿habrian seguido, habrian podido seguir Cárlos III. y sus hombres de Estado aquella política sensata y firme, vigorosa y desapasionada, que les dió tanto realce á los ojos del mundo, y engrandeció tanto la nacion que dirigian?

Señales evidentes dieron los dos eminentes varones que despues de haber sido ministros de Cárlos III., siguieron siéndolo de su hijo y sucesor Cárlos IV., de habérles alcanzado la turbacion que en los espíritus mas fuertes y en los repúblicos ma; enteros y esperimentados produjo aquel asombroso trastorno. Al primero de ellos, el conde de Floridablanca, el solo amago de la revolucion le hizo receloso y tímido, el ímpetu con que comenzó á desarrollarse le estremeció, sus violentas sacudidas le encogieron y apocaron: el varon en otro tiempo imperturbable, el anciano experto, trocóse en asustadizo niño que se representaba tener siempre delante de sí la sombra de un gigante terrible asomado á la cresta del Pirineo, y amenazando ahogarlo todo entre sus colosales brazos. El iniciador de las reformas en España retrocedió espantado de la exageracion de las reformas en Francia. El libertador de las trabas del pensamiento en la península, proclamóse enemigo abierto de la libertad de ideas del vecino reino. El propagador de la moderna civilizacion en nuestra patria cambióse en perseguidor inexorable de toda doctrina ó escrito contrario al antiguo régimen. La propaganda democrática de fuera le hizo absolutista intransigente dentro, y la demagogia francesa le convirtió en apasionado sostenedor del mas exagerado monarquismo universal.

Haciendo á Cárlos IV. el mas realista de todos los soberanos de Europa, el mas interesado de todos por

la suerte del infortunado Luis XVI., el mas enemigo de la revolucion francesa; dirigiéndose á la Asamblea legislativa con todo el desabrimiento de un viejo mal humorado, y con toda la imprevision de un diplomático novel é inesperto; retando á una nacion grande é impetuosa en los momentos de su mayor exaltacion; faltándole en el ocaso de su vida la prudencia que le habia distinguido en años juveniles; declarando que la guerra contra la Francia revolucionaria era tan justa como si se hiciese á piratas y malhechores, sus indiscretas notas, leidas en la Asamblea, fueron contestadas con una sarcástica sonrisa y con un desdeñoso acuerdo; su conducta comenzó por resentir á los nuevos gobernantes, indignó después á los partidos estremos, y acabó por irritar hasta á los constitucionales monárquicos y templados, y por herir el orgu⚫llo nacional de un gran pueblo en un período de excitacion febríl. Fué fortuna que Francia no nos declarára la guerra; quiso la suerte que no le conviniera por entonces; pero vino el enviado estraordinario Bourgoing á procurar la caida del ministro español que estaba provocando. Floridablanca, el gran ministro de Cárlos III., cayó sin gloria de la gracia de Cárlos IV. Aquel esclarecido repúblico que tan eminentes servicios habia hecho en otro tiempo á España, comprometía la suerte de España con la fascinacion y ceguedad en que últimamente habia incurrido, y merecía bien la exoneracion del ministerio, pero no el dès

la

tierro y la prision que la acompañaron, y mucho menos la saña y el encono con que apasionados calumniadores le envolvieron en un proceso criminal, de que tardía y difícilmente con todo su grande ingenio y talento alcanzó á justificarse.

El anciano conde de Aranda que le reemplazó, el experto militar, el antiguo y resuelto diplomático, el desenfadado consejero del anterior monarca, el hombre reputado en España por su actividad, en Europa por su energía, en Francia por su amistad con los filósofos y por sus relaciones con los personages de la revolucion, que no participaba de la maniática preocupacion de Floridablanca contra las nuevas ideas que se desenvolvian al otro del Pirineo, comenzó aflojando la tirantez y templando la acritud y la animosidad que la política de su antecesor habia producido entre las dos naciones. Ambas fundaron en él esperanzas de buena armonía. Pero monárquico, aunque liberal; no enemigo de las reformas, pero mas amigo del órden; libre y avanzado en ideas, pero hombre de gobierno; ante el espectáculo de los horribles desmanes de junio y agosto de 92 en Francia, ante las sangrientas catástrofes de las Tullerias, de los Campos Elíseos y de la Asamblea, ante el desenfreno salvage de las turbas, ante el ministerio del terrible Danton, ante las feroces venganzas de Marat y Robespierre, ante el desbordamiento arrasador del torrente revolucionario, el ministro impertérrito de otros tiempos se

estremece y tiembla, teme

tiembla, teme por Francia y por España, teme por

la

teme por Luis XVI. y por Carlos IV., monarquía y por la sociedad, quiere librar de los horrores de là anarquía y del crímen los dos soberanos, las dos monarquías, las dos naciones, las dos sociedades; comprende que no es posible, que no es digno vivir en amistad con la Francia demagógica, propone al soberano español unir nuestras armas á las de Austria, Prusia y Cerdeña para oprimirla, indica un plan de campaña, aconseja un proyecto de invasion, y para asegurar su éxito con el disimulo le hace vestir con la forma de medidas preventivas, y hace avanzar los ejércitos á las fronteras bajo la apariencia de mera y prudente precaucion.

Pero las quejas del gobierno francés sobre estos armamentos y esta disfrazada hostilidad, las amenazas de los clubs, la actitud imponente de la Convencion, el encarcelamiento y proceso de Luis XVI., las tremendas matanzas de las cárceles de París, el prodigioso alistamiento en masa de los franceses, los triunfos del ejército revolucionario sobre los aliados, la proclamacion de la república, el predominio de los terroristas y demagogos con sus impetuosos arrebatos é irresistibles arranques, quebrantan de nuevo la entereza del de Aranda, le asustan y estremecen, teme las consecuencias que pueden traer á España los pasos á que le han conducido su celo monárquico y su horror al crímen, se afana por disipar á los ojos de

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