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los franceses toda idea de hostilidad, se esfuerza en persuadirles de sus pacíficas intenciones y proclama la neutralidad española. Afortunadamente no conviene todavía á la república francesa romper en guerra con España, y finge dejarse persuadir, pero exige ser reconocida por el gobierno español. ¡Violento compromiso y sacrificio grande para Cárlos IV. y su primer ministro haber de aprobar los crímenes revolucionarios, y el destronamiento, y acaso el suplicio de un monarca de la estirpe de Borbon! Y como á la proposicion siga la amenaza, irrítase y se exalta el veterano diplomático, hiérenle en la fibra del patriotismo, se acuerda de que es soldado, siente rejuvenecer sa corazon y hervir de nuevo la sangre en su pecho, dá una respuesta arrogante y altiva.

y

¿Quién podria calcular lo que convenia á España, ni lo que iba á ser de España, cuando tan cerca de ella rugia la espantosa tempestad de la mas terrible de las revoluciones de los modernos siglos, que tenia ya estremecida y conturbada toda la Europa, y que asi ofuscaba y hacia vacilar á los varones mas imperturbables y enteros y á los políticos mas esperimentados é insignes del anterior reinado?

En tal situacion sorprende á España la incomprensible y súbita caida del gran conde de Aranda, aunque mas suave que la de Floridablanca. ¿A qué manos se confiará el timon de la nave del Estado en huracan tan desatado y deshecho? Asombro y escándalo

causó al pueblo español ver al bondadoso Cárlos IV. encomendar la direccion de la zozobrosa nave al inesperto jóven que estaba siendo blanco de la universal murmuracion, sirviendo de pasto á todas las lenguas y de tema á la maledicencia pública, al que el dedo popular señalaba como el dueño del corazon y de los favores de la reina, y á cuya privanza, obtenida por, la gracia y gallardía de su continente, se atribuia su rápida, y al parecer fabulosa elevacion de simple guardia de corps á mariscal de campo, y caballero gran cruz de Cárlos III y del Toison de oro, y á grande de España, y duque de la Alcudia, y consejero de Estado, y á todo lo que puede ser encumbrado el que no ciñe corona.

Juzguemos al jóven que sale á la escena del gran teatro político del mundo, en una de las crísis mas violentas en que el mundo se ha visto, con la severa imparcialidad de historiadores, no con el criterio apasionado y candente de los que solo veian el orígen repugnante é impuro de su loca fortuna y de su improvisada elevacion. Si hubiéramos escrito en aquel tiempo ó á la raiz de las catástrofes Ꭹ desventuras que nuestros padres presenciaron, es probable que de nuestra pluma hubiera destilado sin advertirlo la misma acerbidad que las de la generalidad de los escritores ha derramado sobre aquel personage. La generacion que ha mediado entre él y nosotros nos coloca ya á la conveniente distancia para que ni nos

abrase la proximidad, ni nos hiele el apartamiento del calor que trasmiten á los ánimos los sucesos desastrosos. Deber nuestro és ni fingir ni abultar merecimientos, ni inventar ni atenuar flaquezas ó vicios. Lo he mos hecho con los soberanos; ¿no lo hemos de hacer con los súbditos?

Con el sorprendente nombramiento de don Manuel Godoy para el ministerio de Estado, coincidió la vista del proceso de Luis XVI. en la Convencion francesa. De un instante á otro se temia oir resonar en el salon de la Asamblea la sentencia de muerte, y la terrible guillotina amenazaba ya la garganta de aquel infortunado príncipe. El primer acto de gobierno, el primer esfuerzo del jóven duque de la Alcudia se dirige á salvar la vida, ya que no pueda ser el trono, del monarca francés, deudo inmediato de su soberano. Para ello implora la intercesion de Inglaterra, escribe, suplica y ruega á la Convencion, ofrece neutralidad, promete mediar con las potencias aliadas en favor de la paz con la república, se presta á dar rehenes, emplea hasta el oro para intentar el soborno de los montañeses y jacobinos. Hasta aqui, aparte del último medio, cuya inmoralidad atenuaba la buena intencion, nada hay en las gestiones del ministro español que no sea plausible, que no sea conforme á los sentimientos de humanidad, al principio monárquico en general, á la conservacion del trono de España, y á las afecciones de la amistad, del deudo y de la san

gre. Si tan nobles aspiraciones fueron correspondidas con la furibunda gritería del bando sanguinario, si la Convencion se mostró sorda á toda mediacion humanitaria, si embotada su sensibilidad oyó con glacial indiferencia el ruego de la compasion, si estaba decretado aterrar la Europa con el sacrificio de una víctima ilustre, si se pronunció la terrible sentencia de muerte, y el verdugo enrojeció el cadalso con la sangre de un rey, ¿dejarian por esto de cumplir el monarca y el ministro español, el uno con sus deberes de príncipe, de pariente y de amigo, y el otro con sus deberes de consejero de la corona?

Consumado el sacrificio de Luis XVI., amagando á la reina igual suerte, aherrojada en una prision la regia familia, entronizado el partido del terror y de la sangre, llevados cada dia á centenares al patibulo los hombres ilustres, no dándose vagar ni descanso la guillotina (¡pavoroso drama, en que el protagonista era el verdugo!), declarada la guerra á los tronos, proclamada la propaganda á los pueblos, inseguro en su solio Cárlos IV., rebosando de indignacion la España contra los crímenes de la nacion francesa, y amenazado de guerra nuestro gobierno, como todos, si no los daba su aprobacion categórica y esplicita, ¿era posible conservar todavía la neutralidad, como lo pretendía el anciano conde de Aranda, y como aun la aceptaba el joven duque de la Alcudia, con tal que la república renunciára al sacrificio de los augustos

presos y al sistema de propaganda y de subversion universal? La Convencion se anticipó á resolver el problema; la declaracion de guerra partió de la Convencion, y la guerrà fué aceptada por Carlos IV. y por Godoy. Primer paso, hemos dicho en otra parte, en la carrera azarosa de los compromisos. Por eso, y por el estado nada lisonjero en que se hallaba nuestro ejército y nuestro tesoro, convenimos con los escritores que nos han precedido en considerarlo como una fatalidad. ¿Pero habrémos de hacer, como ellos, un terrible y severo cargo al ministro que aceptó el rompimiento?

Lejos de pensar así la España de entonces, con dificultad en ningnna nacion ni en tiempo alguno habrá sido mas popular una guerra, ni aclamádose con mas ardor y entusiasmo. Soldados, caballos, armamento, provisiones, dinero y recursos de toda especie, todo apareció en abundancia, y se improvisó como por encanto. Todos los hombres útiles se ofrecieron á empuñar las armas, todas las bolsas se abrieron, el altar de la patria no podia contener tantas ofrendas como en él se depositaban; las clases altas, las medianas y las humildes todas rivalizaban y competian en desprendimiento; noble porfía se entabló entre ricos y pobres sobre quién se habia de despojar primero de su pingüe fortuna ó de su escasísimo haber; asombróse la Inglaterra y se sorprendió la Francia al la decantada generosidad nacional de aquella

ver que

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