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aprecio en que se los tiene se manda entregar con solemnísimo aparato al príncipe Murat, gran duque de Berg, la espada del rey de Francia Francisco I. que como un trofeo insigne de nuestras glorias nacionales se conservaba desde el siglo XVI. con orgullo en nuestra Armería real. Y todo esto se decia y hacía cuando se habian realizado ya las traiciones de Barcelona, Figueras, Pamplona y San Sebastian. Increible parece tanta degradacion en unos, tanta ceguedad en todos.

El episodio de Aranjuez es mas triste y mas repugnante que el del Escorial. Las cartas de Cárlos IV. y de su hija la reina de Etruria al príncipe Murat para que intercediese por la vida, por la libertad y por la suerte de su querido Godoy, causan aquella compasion casi desdeñosa que inspira la insensatez. Las de la reina María Luisa, clave de esta afrentosa correspondencia, producen hastío, bochorno y horror. ¿Y qué sensacion han de producir, cuando no se ve en ellas, ni la dignidad de reina, ni el sentimiento de madre, ni siquiera el recato y pudor de señora? Si alguno dijera de Fernando que habia sido el gefe de la conjuracion de Aranjuez, diría lo mismo que decia de él en aquellas cartas su madre: si dijera que habia conspirado por destronar á su padre, repetiría lo que su madre decia en las cartas; si añadiera que era un príncipe desalmado y cruel, sin amor á sus padres, y rodeado de gente malvada, no añadiría nada á lo que del hijo decia la madre.

Y entretanto Cárlos IV. da otro brillante testimonio de su real consecuencia, declarando nula su abdicacion, protestando haber sido arrancada por la violencia y el miedo de la muerte, de cuyo acto se apresura á dar conocimiento á Napoleon, entregándose confiadamente en brazos del grande hombre, su intimo aliado, hermano y amigo, y conformándose con lo que ese mismo grande hombre quiera disponer de él, de la reina y del príncipe de la Paz, cuya suerte pone enteramente á su disposicion. Se engañó Cárlos IV. si creyó ser solo en someterse de lleno á la voluntad imperial: su hijo Fernando, rey de España por el pueblo, príncipe de Astúrias solamente á los ojos de Murat y á juicio de Napoleon, espera que el emperador, su íntimo aliado y amigo, venga á Madrid á hacer la felicidad de la nacion española, y manda que todas las clases del Estado le festejen y proporcionen cuanto pueda hacer agradable su estancia; y noticioso de que ha llégado á Bayona, é impaciente por verle en España, le envia una diputacion de tres magnates con cartas reales y encargo de acompañarle y obsequiarle en su viaje á la capital de la monarquía española. Lo estraño no es que Napoleon viniera; lo sorprendente es que con tales llamamientos tardára lo que tardó en venir.

Aun no han acabado las miserias de la real familia española, ni las mezquinas arterías del grande hombre de la Francia. Los sucesos de Aranjuez se tocan con los de Bayona, tercero y mas lastimoso acto del

drama lamentable á que estamos asistiendo. Si Napoleon luego que supo el desenlace del motin de Aranjuez resolvió acabar con la dinastía borbónica de España, y ofreció el trono español á su hermano Luis, que no lo aceptó, y dudó luego si tomarle para si, y le habia de adjudicar después á su hermano José, ¿á qué el insidioso ardid, indigno de su grandeza, de atraer á Bayona bajo falaces pretestos, y so color, y bajo, la garantía de amigo, á los reyes y príncipes españoles, para devorarlos como la serpiente que atrae con su álito ponzoñoso los inocentes pajarillos? ¿Qué se ha hecho del gigante, y de la franca ostentacion de su poder, y de la confianza en sus fuerzas, cuando así emplea los rateros estratagemas del hombre ruin? ¿Necesitaba todavía más el coloso que los cien mil brazos armados que habia fraudulenta y arteramente introducido en España? ¿Y qué venda tan tupida y tan impenetrable cubria aún los ojos de los reyes, y de los príncipes, y de los ministros, y de los consejeros, y de todo el pueblo español, para consentir que el nuevo monarca saliera á esperar y recibir á su imperial huésped, y de jornada en jornada, no encontrándole en el reino, y sin oir los consejos y advertencias de. algunos, 6 mas maliciosos ó mas previsores, se alargára hasta Bayona en busca de su cordial amigo y generoso protector, y se entregára personalmente en sus inanos, como su padre Cárlos IV. se habia entregado ya oficialmente y por escrito?

Bayona es el punto en que llegan á su colmo las flaquezas y las perfidias, aunque término no habian de tenerle hasta que le tuviera la vida de cada uno de los actores. Sucesivamente van llegando á aquel teatro todos los personages de este triste y complicado drama, reyes, príncipes, infantes, privados de aquellos, y consejeros de éstos, todos obede. ciendo á la voluntad omnipotente del gran protagonista, el protector y amigo íntimo de todos, y el que habia de sacrificarlos á todos. No es facil juzgar en cuál de las muchas escenas que alli se representaron hubo mas miserable debilidad y mas pérfida alevosía. La corona de España que en Aranjuez habia pasado forzadamente de las sienes del padre á las del hijo, vuelve forzadamente en Bayona de la cabeza del híjo á la del padre; y este padre que decia al hijo: «Yo soy rey por derecho paterno; mi abdicacion ha sido el resultado de la violencia; nada tengo que recibir de vos:» traspasa voluntariamente aquellos derechos y aquella corona...... al emperador Napoleon. ¿Quién ha dado, ni al padre ni al hijo, el derecho de hacer estos traspasos, ni espontáneos ni violentos, de la corona, sin contar con la nacion? Los consejeros de Fernando alcanzaron esta dificultad, que hubiera podido servirles de escudo; pero una sola vez que fueron discretos, se hicieron mas criminales por lo mismo que la debilidad del consentimiento no era ya pecado de ignorancia. España, que hacia pocos dias contaba TOMO XXVI.

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con dos reyes problemáticos en Madrid, se encontró en Bayona sin ningun monarca español. Ambos habian cedido en un estraño el cetro que se disputaban. Godoy autorizó con su firma la renuncia de Cárlos IV.: Escoiquiz puso la suya al pié de la de Fernando VII.: ¡dignos consejeros de padre é hijo, cortados para perder á España y perder á sus patronos!

Las escenas doméstico-políticas que pasaron entre reyes y príncipes, padres é hijos, y que precedieron y acompañaron á las renuncias y con motivo de ellas, y las duras palabras, y los rudos ademanes, y los arrebatos de cólera con que recíprocamente se trataron, más que para referidas ni recordadas, son para lamentadas y sentidas, no con el sentimiento de la ternura y de la compasion, sino con el sentimiento de la amargura que inspiran los actos y procederes impropios de personas á quienes Dios y el nacimiento colocaron á tan elevada altura social.

Todavía no cansados, ni el emperador de humillar ni nuestros príncipes de sucumbir á humillaciones; aun no satisfechos, ni Napoleon con la renuncia de la corona de España, ni Fernando con haber renunciado el trono, español, el uno exige y el otro accede ¡mengua inconcebible! á desprenderse de sus derechos de príncipe de Astúrias por una pension y un pedazo de terreno en Francia. Y este tratado le suscriben los infantes don Antonio y don Cárlos: y todos juntos, al ser internados en el imperio, sc

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