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dan, Ney, Bessiéres, Moncey, Soult, Lefebvre, Mortier, Lannes, Saint-Cyr, Augereau, duques de Bellune, de Elchingen, de Dantzick, de Conegliano, de Istria, de Dalmacia, de Treviso, de Neufchatel, de Castiglione, títulos de sus triunfos y de sus glorias. ¿Qué van á hacer aqui estos vencedores de Italia, de Holanda, de Austria, de Prusia, de Rusia, con los siete grandes ejércitos que se les encomiendan, si no han de tener que pelear sino con españoles, soldados bisoños y paisanos mal armados?

Mas no contento con esto Napoleon, y no fiándose todavía de los generales y mariscales de su mayor confianza, cree necesario mover su imperial persona, y él mismo viene de aquellas apartadas regiones á ponerse al frente de sus ejércitos de España y á dirigir personalmente la guerra. ¡El gran Napoleon viniendo á batirse con aquellos proletarios que tanto despreciaba! Cierto es que cuando él vino, ya la Central habia dividido en cuatro ejércitos las fuerzas españolas; ya Blake, el mismo que sin culpa suya habia perdido la batalla de Rioseco, habia arrojado de Bilbao al mariscal Ney; y si en algunos puntos habíamos sufrido parciales descalabros, fueron causa de ello impaciencias, precipitaciones y movimientos poco acertados de otros generales. Pensar que con la venida de Napoleon, precedido de tan numerosas huestes, no tomára la lucha un sesgo desfavorable á nosotros, fuera desconocer la lógica de los acontecimientos humanos, fuera

olvidar el talento, la inteligencia, el prestigio inmenso del grande hombre; y no porque Napoleon viniera á España habia dejado de ser el primer guerrero del siglo.

Lo que era de esperar sucedió. ¿Pero qué estraño es que Blake, despues de combatir briosamente él y los suyos, perdiera la batalla de Espinosa de los Monteros, y tuviera que retirarse á Leon, si tenia sobre sí á Lefebvre, á Ney y á Soult con sus respectivos ejércitos? Harto fué el mérito de aquel general en aquella penosa retirada, y no fué poco noble su conducta en no querer abandonar sus tropas hasta ponerlas en seguro, á pesar de la injusticia de la Central en relevarle del mando cuando mejor servicio estaba haciendo, encomendándole al marqués de la Romana. ¿Qué estraño es que el Gran Napoleon derrotára en Burgos al inesperto conde de Belveder y su mal equipado ejército de Extremadura? ¿Merecia esto que el vencedor de Austerlitz, de Jena y de Friedland, presentára á los ojos de Europa el fácil triunfo de Burgos como una batalla, y que enviára las banderas alli arrojadas por medrosas manos como un gran trofeo al Cuerpo legislativo? Algo mas digno fuera que no hubiera entregado aquella infeliz ciudad al pillage. ¿Qué estraño es que quien habia franqueado de una manera tan maravillo-. sa las cumbres de los Alpes franqueára el desfiladero de Somosierra, defendido por los desalentados restos del ejército destrozado en Burgos? No rebajamos por

esto el tan celebrado mérito de la brillante carga dada por los lanceros polacos. ¿Y qué estraño es, por último, que abierto aquel paso, y protegiendo su marcha otros generales, que detenian y batian nuestro ejército de Aragon en Tudela, llegára á Chamartin, á la vista de las torres de la capital?

Atemorizada la Central con la proximidad del peligro, abandona Aranjuez, retírase á Extremadura, y no encontrando alli seguridad se refugia á Sevilla. No era posible la defensa de Madrid, encomendada á Castelar y Morla, pueblo sin muros, con solas zanjas y barricadas, y parapetos en los balcones, y paisanos armados de prisa, y solos dos batallones de tropa. Aun así médian intimaciones y parlamentos con el emperador, y bate su artillería las tapias del Retiro, y celebra una capitulacion formal para la entrada de las tropas francesas en la capital del reino. Napoleon, ostentándose dueño de la corona de España, la cede otra vez de nuevo á su hermano José; mas como si esto no hiciese, y como si fuera emperador de las Españas, comienza á espedir decretos imperiales desde la aldea de Chamartin. Conducta misteriosa y equívoca, que hiere y hace prorumpir en sentidas quejas á José; el emperador las acalla, y para satisfaccion del ofendido, manda que los españoles reconozcan en los templos como rey á José, y juren amarle de corazon. Singular mandamiento, que más que á ser por lo sério cumplido, se prestaba, si las circunstancias permitieran la

chanza, á ser festivamente ridiculizado. Vuelve, pues, Madrid á estar en poder de franceses. Napoleon una sola vez atraviesa como desdeñosamente la poblacion.

Urgíale, y era su propósito predilecto, arrojar de la península los ingleses, sus eternos y mas aborrecidos rivales y enemigos, que ya se habian internado en Castilla la Vieja. En la penosa jornada que ejecutó para atravesar la sierra de Guadarrama, en el corazon del invierno, á pié y en medio ó delante de su guardia, entre hielos y frios, nieves, lluvias y lodazales, reconocemos al intrépido é imperturbable guerrero de Italia y de Polonia. En la retirada que hace emprender á los ingleses por los llanos de Castilla y por las angosturas y asperezas de Galicia hasta el puerto de la Coruña, se nos representa el ahuyentador de austriacos y prusianos en las regiones del centro y norte de Europa. Aquella retirada de los ingleses dejó una triste memoria en España, no solo por lo desastrosa. que fué para ellos y para nuestras tropas, á las cuales comprometieron y envolvieron en su bochornosa fuga, sino por los escesos, por los estragos, por los crímenes abominables de todo género á que se entregaron soldados y oficiales sin disciplina, sin freno, ébrios, desatentados y sin pudor, dejando tál rastro de incendio, de pillage y de lascivia, que las poblaciones españolas maldecian semejantes aliados. Su general sir John Moore tuvo la fortuna, para su fama y nombre, de morir de una bala de cañon en la accion de la Coruña,

ya que no se habia muerto ántes de rubor en la marcha, y en España no se sintió que se embarcáran tales protectores y amigos. El mariscal Soult que los perseguia se hizo fácilmente dueño de toda Galicia.

Período fatal fué éste para la pobre España. Los aliados nos trataban del modo que hemos visto. Los mismos españoles, exasperados con el infortunio, cometian escesos que horrorizaban y estremecian. Si la plebe de Madrid arrastraba por las calles el cadáver del marqués de Perales, cosido por ella á puñaladas, por rumores que contra él se propalaron, los soldados, dispersos y sueltos, y corriendo la tierra como bandidos, colgaban de un árbol en el paseo de Talavera el cadáver del general San Juan, mutilado é informe, porque habia tenido la desgracia de ser vencido por Napoleon. Y el ejército francés, mandado por el general Victor, vencedor en la jornada de Uclés, escandalizaba al mundo é insultaba la humanidad y escarnecia la civilizacion, agrupando y apiñando la gente inocente é indefensa para degollarla, y acorralando mas de trescientas mugeres para abusar torpemente de ellas. ¡Qué detestables vencedores, y qué indigno fruto de la victoria! En cotejo de esto se llevaba con cierta resignacion la pérdida de Rosas en Cataluña, y se soportaban con alguna mas conformidad las derrotas de Cardedeu y de Molins de Rey, pues al fin aquellos eran desastres y vicisitudes de la guerra, y valióle á Saint

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