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XIV.

Períodos hubo en que la suerte de las armas se nos mostraba tan adversa y nos era tan contraria la fortuna, que no parecia vislumbrarse esperanza de poder resistir á tanta adversidad, ni alcanzarse medio de sobrellevar tanto infortunio, ni que á tanto llegáran el valor y la constancia de nuestros guerreros y la indómita perseverancia de nuestro pueblo, que ni aquellos aflojáran ni éste desfalleciera en medio de tantos reveses y de contratiempos tan continuados. Tál fué el año 1811, en que, dueños ya los franceses de toda Andalucía, á escepcion del estrecho recinto de la Isla gaditana todos los dias bombardeado, enseñoreados de la córte, y de las capitales y plazas mas importantes de ambas Castillas, de Extremadura, de Aragon

y

de Navarra, rendidas unas tras otras las de Cataluña, nos arrebataron la única que en el Principado restaba, y que estaba sirviendo de núcleo y de amparo, y como de postrer refugio, baluarte y esperanza al ejército y al pueblo catalan, uno y otro exasperados con

el execrable incendio y la inícua destruccion de la industrial Manresa, borron del general que le ordenó y presenció impasible, y deshonra de la culta nacion á que él y sus soldados pertenecian.

Agravóse nuestra triste situacion, cuando á la pérdida de la interesante y monumental Tarragona se sucedieron el descalabro de nuestro tercer ejército en Zújar, otra mayor derrota entre Valencia y Murviedro, la rendicion, aunque precedida de una heróica defensa y de una honrosísima capitulacion, del histórico castillo de Sagunto, y por último la entrega de Valencia, ante cuyos flacos muros dos veces se habian estrellado los alardes de conquista de los generales franceses. Pasó ahora á poder del mas afortunado de ellos, quedando prisionero el ejército que mandaba el ilustre Blake, que á su condicion de general entendido y patricio probo reunia el carácter de presidente de la Regencia del reino. En otra parte hemos juzgado este acontecimiento infausto, que no por haber sido irremediable resultado de circunstancias superiores al valor y á la pericia militar dejó de ser sobremanera doloroso. Sobradamente lo expió el noble caudillo español, pasando dias amargos en una prision militar de Francia, mientras Napoleon premiaba al afortunado conquistador de Tarragona y de Valencia con el baston de mariscal y con el título de duque de la Albufera, y con la propiedad y los productos de aquella pingüe posesion.

Mas no por eso desmayan, y es cosa de prodigio, ni el espíritu de independencia de nuestro pueblo, ni el vigor perseverante de nuestros soldados y de nuestros guerrilleros. Aunque desprovistos de puntos de apoyo, meneábanse y se movian por los campos, de manera, que los franceses que guarnecian la capital del reino (ellos mismos se quejaban de lo que les sucedia, y lo dejaron escrito) no eran dueños de salir fuera de las tapias de Madrid sin peligro de caer en manos de nuestros partidarios. En Cataluña, no obstante estar ocupadas por el enemigo todas las plazas y ciudades, manteníase viva la insurreccion en los campos, los cuerpos francos y somatenes se multiplicaban, y caudillos incansables como Lacy, el baron de Eroles, Sarsfield, Milans, Casas y Manso, acometian empresas atrevidas, sorprendian guarniciones y destacamentos, y no dejaban momento de reposo á los franceses. Hacian lo mismo en Aragon, Valencia y las Castillas génios belicosos, activos y valientes, como Durán, Villacampa, Tabuenca, Amor, Palarea, Sanchez, Merino y el Empecinado; como por Astúrias, Santander y Vizcaya ejecutaban parecidos movimientos y molestaban de la propia manera al enemigo Porlier, Longa, Renovales, Campillo y Jáuregui; en tanto que en Navarra burlaba Mina él solo la persecucion de todo un ejército francés, habiéndose hecho tan temible que á trueque de deshacerse de tan astuto, pertináz y molesto enemigo apelaron los generales franceses á los inno

bles medios, ya de poner á precio su cabeza, ya de tentar su lealtad con el halago y la seduccion, como si fueran capaces ni el uno ni el otro de quebrantar la patriótica y acrisolada entereza del noble caudillo, ni la fidelidad y el amor que le profesaba el pueblo navarro y cuantos la bandera de tan digno gefe seguian.

En medio de tan multiplicadas pruebas de acendrado españolismo, asomaba de cuando en cuando algun acto, ó de flaqueza reprensible, ó de criminal infidencia, que afligia y desconsolaba á la inmensa mayoría del pueblo, que era honrada y leal. Pertenece al primer género el adulador agasajo con que habló y trató en Valencia al conquistador estrangero la comision encargada de recibirle, asi como la conducta del arzobispo y del clero secular. Es de la especie del segundo la entrega del castillo de Peñíscola, hecha por un mal español que le gobernaba, y á quien basta haber nombrado una vez. ¿Pero en qué causa, por justa y santa y popular que sea, deja de haber individuales estravíos y oprobiosas escepciones? En cambio eran innumerables los ejemplos de holocausto patriótico, que remedaban, si no escedian, los tan celebrados de los siglos heróicos, como muchos de los que hemos citado, y como el que ofreció en aquellos mismos dias en Murcia el ilustre don Martin de la Carrera.

La suerte de la guerra corrió muy otra para España en el año siguiente (1812). Bien habian hecho los españoles en no desmayar: sobre ser éste su ca

rácter, debieron tambien comprender que cuando la justicia y el derecho asisten á un pueblo, aunque sufra contrariedades é infortunios, no debe desconfiar de la. Providencia. Los primeros síntomas de este cambio de fortuna fueron las reconquistas de las plazas de Ciudad-Rodrigo y Badajoz por los ejércitos aliados mandados por Wellington. Agradecidas y generosas se mostraron las Córtes y la Regencia con el general británico, concediéndole por la primera la grandeza de España con título de duque de Ciudad-Rodrigo, por la segunda la gran cruz de San Fernando. Con horrible injusticia y crueldad se condujeron los ingleses en Badajoz, saqueando, ultrajando, y asesinando á los moradores, como si hubiesen entrado en plaza enemiga, y no en poblacion amiga y aliada, que los esperaba ansiosa de aclamarlos y abrazarlos. Como no era el primero, ni por desgracia fué el último ejemplar de este comportamiento, parecia que los ingleses, aliados de España, habian venido á ella á pelear confra fran ceses y á maltratar á los españoles.

No habian continuado en otras provincias los triunfos del enemigo que nos habian hecho tan fatal el año anterior: y aun en alguna, como Cataluña, el hecho de haber encomendado Napoleon el gobierno supremo de todo el Principado al nuevo duque de la Albufera, que reunia ya los de Valencia y Aragon, prueba que la guerra por aquella parte iba de manera que exigia medidas imperiales estraordinarias. Pero

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