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una novedad de mas cuenta, y mas propicia á España que cuantas habian hasta entonces sobrevenido, fué la que obligó al emperador á tomar otras mas graves resoluciones, y á hacer en política tales evoluciones y mudanzas, que, atendido su orgullo, con razon sorprendieron y asombraron: como fué el conferir á su hermano José el mando superior militar, político y económico de todos los ejércitos y provincias de España, el renunciar á su antiguo pensamiento de agregar á Francia las provincias de allende el Ebro, y el proponer á la Gran Bretaña un proyecto de paz, estipulando en él la integridad del territorio español.

Esta gran novedad, la guerra con Rusia, que puso á Napoleon en el caso de marchar con inmensas fuerzas hacia el Niemen, le puso tambien en la necesidad de sacar tropas de España, y de intentar entretener á Inglaterra con proposiciones capciosas de paz, en que el gobierno británico ni creyó ni podia creer. Vislumbrábase, pues, un respiro, y se anunciaba un cambio favorable para la causa nacional; lo único que habria podido traer alguna ventaja para el rey intruso, que era la concentracion del poder en sus manos, hízose casi ineficaz é infructuoso, porque habituados los generales, ó á manejarse con independencia, ó á no obedecer sino las órdenes del emperador, los unos esquivaban someterse á José, alguno le contradecia abiertamente, y otros le prestaban una obediencia violenta y problemática. Todo esto hubiera hecho á los españoles

entregarse á cierta espansion y alegría, si el hambre horrible que afligió al pais, para que no le faltára ningun género de sufrimiento, y que dió á aquel año una triste celebridad, no hubiera tenido los corazones oprimidos y traspasados con escenas y cuadros dolorosos.

Bien pronto, y bien á su costa esperimentó el rey José los efectos de aquella conducta de sus generales, pues creemos como él y como el autor de sus Memorias, que sin la desobediencia de los duques de Dalmacia y de la Albufera no habria perdido el de Ragusa la famosa batalla de los Arapiles, desastrosa para los franceses, más por sus consecuencias y resultados que por las pérdidas materiales. Cada triunfo de Wellington era galardonado por las Córtes españolas con una señalada y honrosa merced: el Grande de España por la conquista de Ciudad-Rodrigo, el caballero Gran Cruz de San Fernando por la toma de Badajoz, recibe el collar de la órden insigne del Toison de Oro por la victoria de Arapiles. El rey José, que por lo menos tuvo el mérito de querer suplir con su persona la falta de cooperacion de sus generales, llega tarde á la Vieja Castilla, y retrocede á Madrid, donde tampoco se contempla ya seguro; y no pudiendo contar con el ejército del Mediodía, porque Soult continúa desobedeciendo tercamente sus órdenes, se resuelve á abandonar otra vez la córte, retirándose lenta y trabajosamente á Valencia. Un repique general de campanas, con

fundido con las aclamaciones estrepitosas de la muchedumbre, anuncia la entrada de los aliados en la capita del reino en aquel mismo dia, cuando aun podia herir los oidos de José el alegre zumbido del bronce. Ebrio de gozo el pueblo madrileño, olvidaba los rigores del hambre, y no se acordaba de los padecimientos de la guerra. Wellington es aposentado en el palacio de nuestros reyes, y la Constitucion hecha en Cádiz se promulga en Madrid con universal aplauso.

El pueblo, fácil en dejarse deslumbrar por un pasagero fulgor del astro de la fortuna, se entrega al inmoderado júbilo de quien ya se lisonjea de verse definitivamente libre del yugo estraño. No nos maravillan estas fascinaciones del pueblo. Lo que dudamos mucho pueda disculparse es que un general como Wellington no calculára que mientras él recibia el incienso de los plácemes del pueblo madrileño, podia estarse rehaciendo, como asi aconteció, el ejército francés vencido en Arapiles, en términos de verse forzado el inglés á abandonar otra vez la capital para acudir á las márgenes del Duero. No fué esta la sola falta del general británico, precisamente en la ocasion en que las Córtes españolas, siempre propensas á agradecer, y no parcas en premiar sus servicios, aun á costa de herir la fibra del amor propio y el sentimiento patrio de otros generales, le nombraba generalísimo de todos los ejércitos de España. Persiguiendo con su habitual pausa y lentitud hasta Búrgos las vencidas huestes

francesas, consumiendo fuerzas y gastando dias en batir el castillo de aquella ciudad para retirarse sin haberle tomado, dió lugar á que el ejército enemigo, repuesto y aumentado, y tornándose de fugitivo en agresor del suyo, le hiciera retroceder, y le fuera acosando, trocados los papeles, por el mismo camino y la misma distancia que habia andado como vencedor, hasta los lugares de sus anteriores triunfos, y hasta obligarle á internarse de nuevo en Portugal.

Otra de las consecuencias funestas de aquella conducta del inglés fué el regreso del rey José á Madrid, con gran sorpresa y pesadumbre de los moradores de la capital, que en su ausencia habian obrado ya como si para siempre hubieran sido libertados de la dominacion francesa, y temian de sus antiguos huéspedes venganzas que por fortuna no esperimentaron. Pero en cambio el triunfo de Arapiles produjo en el estremo meridional de la península otro suceso faustísimo para los españoles. Faustísimo era ciertamente, y bien lo mostraba la tierna y religiosa ceremonia y el grandioso y sublime espectáculo que se representó en la iglesia del Cármen de Cádiz, donde reunidos los representantes de la nacion daban gracias al Todopoderoso entonando un solemne Te Deum por el levantamiento del sitio de la Isla, estrechamente asediada dos años y medio hacia, y sin cesar batida por el enemigo. Al levantamiento del sitio de Cádiz siguió la evacuacion TOMO XXVI. 22

de toda Andalucía por las tropas francesas. Muy en peligro debió creerse el orgulloso mariscal Soult, y muy mal parada debia ver su causa, cuando se resolvió á abandonar aquel pais en que habia estado mandando como soberano, y á obedecer al llamamiento del rey José, á quien nunca se habia sometido, que le esperaba para conferenciar en Fuente la Higuera.

Todavía se atribuyó á la incorregible indocilidad del duque de Dalmacia el haberse malogrado la ocasion que au tuvieron de realizar el plan concebido por el rey y los demás generales franceses, de batir y derrotar al ejército anglo-hispano-portugués á la raya y antes de penetrar en el reino lusitano. Asi lo afirmaron ellos, y asi pudo ser, y no hemos de negar nosotros la razon de sus sentidas quejas. Lo que á nuestro propósito hace es observar que, debido á estas y otras causas que hemos apuntado, la suerte de la guerra que en 1811 se nos habia mostrado tan adversa y presentado un semblante tan tétrico y sombrío, cambió al año siguiente de tal modo que habiendo empezado por perder nuestros enemigos dos importantes plazas, despues de haber sufrido una derrota solemne en batalla campal, despues de esperimentar lo inseguro que estaba su rey en la capital del reino, acabaron por evacuar el suelo andaluz dejando funcionar libre y desembarazadamente al gobierno y á las Córtes españolas, é hicieron patente á los ojos de las naciones europeas su debilidad en España. Con esto, y con los

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