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mable, de que ni tenia ni podia tener nunca en él amigos, y de que la gloria del emperador se hundiria aqui, y asi se lo hizo entender á su hermano. Generales franceses hubo que tambien se convencieron de ello; los ingleses lo conocian y lo publicaban asi. ¿Cómo solamente los ojos de Napoleon se mantuvieron cerrados á esta verdad? Preciso es recurrir para esplicarlo á aquella sentencia de orígen divino: Quos Deus vult perdere...... Hay además en lo humano una pasion que ciega tanto como el amor; esta pasion es el amor de los conquistadores, la ambicion. Es cierto que cuando él vino á España se apoderó facilmente de la capital, arrojó de la península ǎ los ingleses, y venció en todas partes; pero no calculó que ni él tenia el don de la ubiquidad, ni los que aqui quedaban eran Napoleones.

Un cargo grave se hace á los españoles por su comportamiento en esta guerra, el de las muchas muertes violentas dadas aisladamente á franceses por el paisanage, y ejecutadas por medios horribles, bárbaros y atroces, impropios de una nacion civilizada y de un pueblo cristiano. Es una triste y dolorosa verdad. Muchas veces hemos oido de boca de nuestros abuelos y de nuestros padres, y todavía se oyen con frecuencia de la gente anciana, relatos que hacen estremecer, de asesinatos cometidos en soldados y oficiales franceses, ya rezagados en los caminos públicos, ya extraviados en montes ó inciertas sendas, ya heri

dos ó enfermos en hospitales, ya entregados al sueño y rendidos de fatiga en los alojamientos. Hombres y mugeres se ejercitaban en este género de parciales venganzas, empleando para ello toda clase de armas é instrumentos, aun los mas groseros, ó envenenando las aguas de las fuentes y de los pozos y el vino de las cubas. A veces se consumaba la matanza con repugnante ferocidad y salvage rudeza; á veces se mostraba fruicion en acompañarla de refinados tormentos, y á veces era resultado de ingeniosos ardides. Todos creian hacer un servicio á la patria; era tenido por mejor español el que acreditaba haber degollado mas franceses; no importaba la manera; era un mérito para sus conciudadanos, y la conciencia no los mortificaba ni remordía: tál era su fé. Asi perecieron millares de franceses.

No hay nada mas opuesto y repugnante á nuestros sentimientos y á nuestros hábitos que estos actos de ruda fiereza: es por lo mismo escusado decir que los condenamos sin poderlos justificar jamás. Pero fuer za es tambien reconocer que un pueblo, harto irritado yá y predispuesto á tomar terribles represalias por la felonía con que habia sido invadido, se exasperaba más cada dia al presenciar y sufrir las iniquidades oficiales cometidas por aquellas tropas enemigas que se decian disciplinadas y obedientes. Si gefes y soldados saqueaban impía y sacrilegamente casas y templos; si se veian las joyas con que la devocion habia

adornado las coronas de las imágenes de la Virgen ir á brillar en la frente de las damas de los caudillos franceses; si los rendidos y prisioneros españoles eran bárbaramente arcabuceados; si se ahorcaba en los caminos públicos, so pretesto de denominarlos bandidos, á los que defendian sus hogares; si se ponia fuego á las poblaciones que acogian á los soldados de la patria; si se degollaba á montones grupos de hombres y de mugeres indefensas; si los vecinos pacíficos veian que sus hijas eran robadas, é violadas á su presencia sus propias mugeres, ¿puede maravillar que hasta los mas pacíficos vecinos se convirtieran en fieros vengadores de tanto ultrage y de tanta iniquidad? ¿Puede estrañarse que en su justa indignacion se les representára lícito y aun meritorio cualquier medio de acabar con los que tan bárbara y brutalmente se conducian?

Pero aun podria este cargo tener algun viso y apariencia de fundamento si solo asi hubieran los españoles vencido y escarmentado á los invasores de su patria, y no tambien en noble lucha, en batallas campales, en sitios y defensas de plazas, con todas las condiciones de una guerra formal, poniendo valerosamente sus pechos ante el fusil y ante el cañon enemigo, guardando las leyes de la guerra, y siendo los hechos heróicos de España modelos que se invocaron después en el resto de Europa y se presentaron como lecciones para excitar el valor de los ejércitos y la resolucion de los pueblos. Pocas naciones, si acaso al26

TOMO XXVI.

guna, habrán escedido ni aun igualado á España, en luchas semejantes, en saber unir el sufrimiento y la perseverancia con la viveza del carácter, la prudencia con el arrojo, la indignacion con la hidalguía, el amor á la independencia con el respeto á las capitulaciones y convenios, el denuedo en los combates con la ab-negacion y el desinterés del patriotismo.

Napoleon tardó en conocer el carácter de esta nacion que creyó tan fácil subyugar: no reconoció su error sino cuando ya era inútil el arrepentimiento. Si es verdad lo que se refiere en el Diario de Santa Elena, solo allí, en la soledad y en la meditacion del destierro, con la lucidez que suele dar á los entendimientos la desgracia, comprendió y confesó el grande error, cometido en España, y que le llevó del solio en que pensó enseñorear el mundo á la roca en que devoraba su infortunio y que habia de servirle de tumba. Tardía y sin remedio era ya para él esta confesion; pero las lecciones históricas nunca son ni tardías ni inútiles, porque la humanidad vive más que los individuos, y en aquel ejemplo habrán aprendido ó podido aprender otros príncipes á poner freno á su ambicion, á ser fieles á las alianzas, y á respetar la independencia y la dignidad de las naciones.

XVII.

Volviendo á la marcha de la regeneracion política, no se veian en ella síntomas de tan próspero desenlace como en la guerra. Verdad es que del término de ésta esperaban su triunfo los enemigos de aquella.

No estrañamos que en las primeras sesiones de las Córtes ordinarias se advirtiera cierta languidez y desánimo, ya por la ausencia de bastantes diputados, retraidos por la reproduccion y los estragos de la peste, é interesados en que se trasladára el Congreso á otra parte; ya porque las Estraordinarias y Constituyentes parecia haber dejado terminada en todo lo sustancial la obra política; y ya porque los enemigos de las reformas, que eran muchos en estas Córtes, esperaban más de otros sucesos que de los debates parlamentarios. Los autores de la Constitucion habian incurrido en el mismo error que los constituyentes franceses, inhabilitándose ellos mismos para ser diputados hasta mediar una legislatura, lo cual honraba

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