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metido á un veneno lento que diese tiempo á preparar la salvación de su alma.

El Príncipe se hallaba encerrado en una torre del palacio, con reja en la ventana que daba al patio y reja también en la chimenea, para que no pudiera arrojarse al fuego. No es posible saber la disposición en que se encontraba esta prisión, puesto que el antiguo palacio se quemó en 1734 y no se conserva cuál era su traza. Su custodia estaba encomendada al Duque de Feria, y ni un momento faltaba de su aposento testigo de vista. Desde el día de su prisión no había vuelto á verle Felipe II; dábanle cuenta de su estado, y jamás reveló en su semblante impresión alguna que pudiera descubrir la pena ó el dolor en su alma.

Acercábase el postrer momento: seis meses de prisión y el desarreglo de sus alimentos, no dejaban ninguna esperanza de vida á aquella débil naturaleza. El tratamiento de los médicos aceleraba también el desenlace. No conocían otros remedios que la sangría. Con ellas dieron cuenta de la mayor parte de la Familia Real de España. No se pensó tampoco en traer el esqueleto de Fr. Diego de Alcalá y acostarlo con el Príncipe, como hicieron en Alcalá de Henares. Nadie pensaba en salvarle la vida, considerando que todo estaba hecho con salvarle el alma, habiéndole administrado los Sacramentos con el dictamen de Fr. Diego, que fué de parecer debían dársele aprovechando los intervalos en que retornaba á su juicio. El Príncipe, ya moribundo, pretendió ver á su padre, y puesto aquel deseo en conocimiento del Rey, no quiso éste resolver por sí, ni mostrar que obedecía á impulso de su corazón. Tenía resuelto no acceder á la pretensión del Príncipe, y le importaba cubrir su resolución con el dictamen del director de su conciencia. En tan apremiantes circunstancias fué consultado su confesor, Fr. Diego de Chaves, que, comprendiendo el caso, resolvió que, ‹es>tando el Príncipe dispuesto bien para morir, como tan católico, le podría inquietar la vista de su padre y, de hablarle, reci

> birían más dolor ambos. » Y con efecto, el Príncipe espiró sin ver á su padre, que conservó su imperturbable serenidad, y más tarde escribía al Marqués de Villafranca: Su fin fué tan cris. tiano y de tan católico Príncipe, que me ha sido de mucho > consuelo. >

La inteligencia entre el Rey y el confesor era perfectísima; la moral teológica de Fr. Diego de Chaves servía de complemento á la conciencia de Felipe II, y nunca acudió éste en vano á solicitar su consejo. Por esto los actos más censurables de esta fiera coronada, á quien la historia presenta como una gran figura de su siglo, recaen en su confesor, cuyo nombre es tenido como de funesta recordación entre las gentes honradas de todos los tiempos. ¡Y sin embargo, se intentó canonizarlo en el siglo XVIII! Y es que la Iglesia quería premiar siempre á cualquier criminal, por los buenos servicios que le prestara en vida. Así han entrado muchos hombres á figurar en el Santoral Cristiano.

CAPÍTULO IX

La Puebla de Guadalupe.-Su famoso Monasterio. Guadalupe en su decadencia y la memoria de sus hijos más ilustres

I

I desde Trujillo queremos ir á la Puebla de Guadalupe, hay que pasar por Logrosán, la patria del famoso Dr. D. Juan Sorapán de Rieros, autor del libro denominado Medicina española contenida en proverbios (Granada, 1616) y del inspirado poeta Martín del Barco Centenero, que escribió La Argentina y la Conquista del Río de la Plata y Tucumán. Allá, en un estrecho valle de las sierras de Pollares, asoma la pequeña población, cabeza del partido judicial de su propio nombre, y 18 kilómetros después está la Puebla de Guadalupe, asentada en la falda meridional del cerro Altamira, de la sierra de las Villuercas.

Puebla significa población, y todas las villas que llevan este nombre, tienen por apellido el de la persona que la fundó, ó el

de la población ó convento que le dió origen. Por esto la Puebla de Guadalupe no se comprende sin el monasterio de su propio nombre, que goza de fama universal. Este monasterio, según la leyenda que refieren pastores y labriegos de la comarca, se hizo para la adoración de una Virgen que se venera lo mismo en Europa que en América. La tradición cuenta también que esta Virgen fué una joven nacida en Guadalupe, en principios del siglo Ix; pero nada de estas noticias se confirma por los historiadores más autorizados en las crónicas extremeñas. El primer autor que habla de esta Virgen, según el P. San Josef, hace de ella referencia desde los tiempos del rey D. Alfon so XI; esto es, de la primera mitad del siglo XIV. Consta por Fray Gabriel de Talavera, que la obra referida titulada La más antigua historia de esta santa casa de Guadalupe, se escribió en 1459, por mandado de Fr. Alonso de Oropesa, general de la Orden Jerónima. En dicha obra se dice textualmente: «E á poco tiempo ovo una batalla con los Moros, en la que pensó ser vencido (D. Alfonso XI); é prometióse á Nuestra Señora la Virgen Sancta María de Guadalupe, la cual le acorrió, que fué vencedor. E des que ovo vencido á los Moros, vino á cumplir el voto, que avia prometido, é truxo muchas cosas de aquellas que se ganaron en la batalla (del Salado) para servicio de la casa de Sancta María...>

Otra tradición refiere que la Virgen fué hallada por un vaquero, á quien el rey D. Alfonso XI concedió titularse D. Gil de Santa María de Albornoz. Sin embargo, la historia que de dicha imagen se conserva no está fuera de los límites de la verosimilitud. Parece que en viaje hecho á Constantinopla (1) por el arzobispo de Sevilla, San Leandro, halló en la capital del imperio de Oriente á San Gregorio Magno, con el cual estrechó vínculos ingenuos de sincera amistad. Donóle éste una imagen

(1) PONZ. Viaje de España, tomo VII, pág. 54.

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