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gadas prensas dan á luz diariamente, en uno como el que va á darnos ocasión á discurrir sobre asunto muy interesante del escritor ruso Novicow.

Verdaderamente es señal de un temperamento y un alma bien templados hablar de Politica internacional hoy, y á pesar de los horrores que se cometen, de las mil tropelías de que los débiles son objeto... pensar sériamente con amor y fe entusiastas en ideales políticos internacionales que recuerden á Krausse, por el fondo bondadoso y caritativo que suponen.

El autor, con una erudición sólida y rica, hace desfilar ante su examen, en diferentes ocasiones, hechos inicuos que la diplomacia comete... Polonia, repartida y germanizada por procedimientos biológicos (sic), ó sean los más bajos y rudimentarios entre todos los procedimientos de nacionalización; Bulgaria y Sérvia (en parte), parte de Grecia, todavía bajo el imperio de una raza bárbara, por causa de las ambiciones y egoismos de los hombres de Estado... y, en fin, tantas y tantas otras... y, sin embargo, su ideal generoso no se empaña. Es partidario y defensor entusiasta de la lucha por la existencia, como ley total de la vida; y, á pesar de eso, contempla (1) á la humanidad rigiéndose armónica y ordenadamente en medio de una paz admirable, allá en lo porvenir, cuando los pueblos y los individuos se convenzan de que no hay oposición real entre el interés privado y el público, entre ninguno de los variados y distintos intereses humanos.

Novicow es ruso, educado en Rusia, y esto es un dato para explicar su sincero y entusiasta optimismo. Él nos da casi la clave en una de las interesantes notas del libro (2). «Se podría decir-escribe-que Alemania se asemeja á un hombre que está entre los veintisiete y veintiocho años de edad, Inglaterra á otro ya en los treinta y cinco, Francia al que pase de los cuarenta y, en fin, Rusia á uno de diez y nueve ó veinte.» Ciertamente, á esta edad todo se ve de color de rosa. Además, sien

(1) Lib. III, Cap. IV.

(2) Pág. 38.

te el autor una fe entusiasta y ciega en la civilización europea. A cada paso entona cantos en honor de la misma. La teoría en que funda este entusiasmo, si no es muy original, si pudiéramos encontrarla en Spencer, no deja de ser interesante y curiosa.

El bienestar, ó si se quiere la felicidad, es el móvil de la conducta en todos los seres. «Todos los gobiernos del mundo han tratado siempre de procurar á la sociedad que dirigen la mayor suma de riqueza y felicidades» (1).

La tendencia del hombre es á buscar siempre lo mejor. Este mejor, cuando se alcanza, es lo que acusa la mayor perceptibilidad, y consiste en ser capaz «de experimentar el número más grande de goces en el tiempo más corto.»> Por eso es un tipo social más elevado aquel que «asegura con más rapidez la mayor suma de felicidad á las personas.» Pero, ¿en qué consiste la felicidad en sí misma? La respuesta no diremos que peca de metafísica. La adaptación orgánica del ser al medio, es decir, la armonía en mi organismo y de éste con el medio circundante, es la felicidad. «Lo que nos interesadice-no es que nuestros órganos tengan esta ó la otra estructura (la mayor parte de las veces la ignoramos completamente), sino que tengan la más perfecta... Así, no me importa la constitución de mi cerebro; yo deseo tan sólo que produzca el mayor número de ideas y el mayor número de sentimientos posibles en el tiempo más corto» (2). «Tenemos, además, interés en que nuestros órganos se trasformen y perfeccionen, siempre, claro está, guardando la proporcionalidad orgánica necesaria, y haciéndolo, por otra parte, de manera que no se rompa la armonía de la adaptación al medio. Es un sufrimiento que el medio de ideas y sentimientos que nos rodea no corresponda á los de nuestro espíritu, porque así la individualidad pierde la posibilidad de producir su vida...» (3).

(1) Pág. 242.

(2) Pág. 243. (3) Pág. 345.

De modo que el ideal para el hombre, según todo esto, es una constitución orgánica de gran energía vital en todas sus manifestaciones, produciéndose en un medio amplio, rico, fecundo y extraordinariamente variable. Esto sólo puede encontrarse en la civilización; hoy por hoy, en la medida de lo posible, en la civilización europea; porque sólo en medio de ella se llega á producir esa atmósfera saturada de todas las ideas y constituída por todos los elementos, que es capaz de soñar y desear el hombre. El individuo que vive (bien constituido, añadiremos) en un pais civilizado como en su medio propio, tiene condiciones de posibilidad para el goce superiores á otro viviendo en un país atrasado; porque, á una perfección mayor de su organismo psico-fisico, reune un ambiente respirable más vario y está en situación de experimentar infinitamente más número de impresiones, alcanzando, por tanto, vida más intensa. Así sostiene el autor que, un obrero parisién puede proporcionarse cien veces más placer que un archimillonario habitante en Perm ó en Kostroma. El obrero parisién tiene á su disposición los más bellos paseos del mundo: los Campos Elíseos, el Parque Monceau... En todo París podrá contemplar maravillas sin número... El archimillonario, apenas abandone su palacio, no verá más que miseria y fealdad. El obrero parisién puede respirar á sus anchas en medio de los esplendores de la civilización. Todo lo que ésta ha reunido en materia de preciosidades, está á su alcance para el goce: el Louvre y sus incomparables colecciones, la Comedia francesa y sus actores inimitables... ¿Qué millonario podrá proporcionarse inmediatamente la Joconda, de Leonardo de Vinci?» (1). En efecto, para lograr esos goces tiene, por lo menos, que mudar de residencia. ¡Qué más!, el autor, llevado de su entusiasmo, afirma: «Aun el animal doméstico de un ser civilizado es mucho más feliz que el hombre salvaje. »>

Con estas creencias, se puede ser un perfecto optimista. No vamos á discutirlas, no es nuestro propósito, aunque no pode

(1) Pág. 247.

mos resistir al deseo de hacer algunas observaciones. Sin afirmar, como el pesimista afirma sistemáticamente, que la riqueza de los unos es siempre á costa de la miseria de los otros; que la riqueza y el bienestar muy pronunciados en una clase sea resultado de inicuo desequilibrio; estando acaso más conformes con la opinión contraria, según la que, cuanto más aumenta la civilización de un país, más tiende á disminuir la diferencia. entre las clases, no podemos menos de hacer notar algunos reparos que se ocurren.

Hay en la creencia optimista indicada más generosidad y entusiasmo del que la realidad de los hechos permiten. ¿Qué efecto le harán al trapero de Paris los magnificos y ricos salones del Louvre? ¿Le interesarán mucho las riquezas artísticas que atesoran la abadía de Westminster, la catedral de San Pablo, el Museo Británico en Londres, á la infinidad de seres civilizados que pululan por los embanquements del Támesis, muertos de hambre y de frio, azotados por la lluvia y mal cubiertos con harapos, resto de ajenas grandezas? Porque hay que tener en cuenta que la sociedad no está constituída sólo por los seres clasificados en los órdenes sociales generalmente admitidos. El último peldaño, aquél sobre el cual se amontona la inmundicia de las clases superiores, no es el obrero, sino el mendigo; y el mendigo, cuando constituye una clase, es infinitamente más desgraciado en medio de la civilización que en las sociedades un tanto atrasadas. Compárese, si no, la vida del mendigo en el campo, con la del hambriento en una gran ciudad. Acaso los gigantes recursos de las colectividades ciudadanas puedan afrontar, bien dirigidos, mejor la situación; pero en ellas, por su misma naturaleza, el individuo hambriento, en su vida diaria, es objeto de una relación de indiferencia que le hace sentir el desprecio más hondo.

Pero, en fin, repetimos no es nuestro propósito discurrir sobre tal asunto. Este optimismo, explicado así, lleva á concebir la sociedad internacional como una vasta asociación pacífica y ordenada, algo como una sociedad de socorros mutuos entre las naciones. A esto se llegará primeramente por la formación

de grandes grupos de civilización, cuya norma de vida habrá de ser la misma que en su día rija á la sociedad humana toda. Por eso la gran tarea de nuestra época debe ser la constitución de la magnífica civilización europea y la tutela por las naciones que la forman sobre las «partes inconscientes de la humanidad. >>

Y á este ideal supedita sus juicios Novicow acerca de la historia moderna. Porque ve á Francia y á los fundadores de la gloriosa unidad italiana responder á él, no oculta un instante sus simpatías; así como se revuelve indignado contra Alemania. Porque ve en las ideas mezquinas de Disraeli, á cuya pequeñez de miras se debe la continuación en la Europa de los turcos, y de Bismarck, obstáculos insuperables á la realización del ideal citado, los juzga severamente. «La política exterior de Alemania (ó mejor quizá de Prusia) está fundada sobre un espíritu estrecho de odio. Bismarck es un político del tiempo pasado, cuya originalidad consiste en aplicar á la realización de ideas añejas los métodos más expeditos del presente» (1). Y en cambio, Gladstone y Bright le parecen «hombres de Estado, en el recto sentido de la palabra.» Claro está; Gladstone es aquel célebre orador que en Setiembre de 1884 decía en uno de sus discursos: «Tomemos como línea de conducta obrar para con todas las naciones como hubiéramos deseado obrasen con nosotros...» y Bright, el que en 1886 exclamaba: «<¡Inglaterra, la poderosa Inglaterra, ha de emplear de nuevo sus fuerzas en sostener una tan vil tiranía como la que reina en Constantinopla...!»>

Pero siendo todo cuanto el autor piensa á este propósito cosa muy interesante, otra es la nuestra, que la lectura de este libro nos ha sugerido tratar, á saber: el grave é intrincado problema de la nación. A eso vamos, pues no consideramos sea oportunidad discurrir sobre tal asunto, á pesar de ser uno de los muy debatidos entre las gentes que se ocupan de estas

cosas.

(1) Pág. 379.

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