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EL DESDEN CON EL DESDEN

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I

Ó los dos desprecios.

Puede hablar de ambos quien, como yo, ha vivido muchos años en Madrid y muchos años en provincias.

¡Madrid y provincias! Expresión impropia contra la cual protesta la geografía, el derecho administrativo y otra porción de respetables autoridades. No importa. Así se dice: ¡Madrid y provincias! «los que viven en Madrid, los que viven en provincias.» Algunos escritores distinguidos se distinguen diciendo en la provincia, para ser más castizos... en Francia.

Madrid es provincia también, es verdad, pero nadie la llama así; hay un modo de decir provincias en la corte, que no puede aplicarse á la villa del oso.

En los periódicos y en los libros, los madrileños (que ya se sabe que pueden ser de cualquier parte), pocas veces se burlan de los provincianos sólo por serlo. En este punto, el descaro es mucho mayor entre los franceses. No hace mucho, Zola, que vivió muy lejos de París, no encontraba mayor desprecio, para arrojárselo al actual Presidente del Consejo de Ministros de Francia, que llamarle provinciano, y entonces ya era Goblet Ministro.

Los escritores madrileños que se suelen extralimitar en esta ma

teria son pocos, y los más lo hacen por vía de galicismo, es decir, imitando á los franceses.

Pero si públicamente se respeta á las provincias, ¡seamos francos! en las relaciones privadas, de tí á mí, en la conversación de cafés, teatros, círculos, paseos, etc., etc., se considera al provinciano, en igualdad de circunstancias (ó todas las cosas iguales, como diría cierto corresponsal), como un ser inferior.

Es claro que, así como el parisién no necesita nacer en París, el madrileño no necesita ser de Madrid; y es más, casi nunca lo es. Parece ser que en París se tarda mucho tiempo en adquirir carta de naturaleza; entre nosotros la aclimatación es muy fácil, cosa de pocas semanas. Esta es otra ventaja.

Conozco yo muchos naturales de las Batuecas (que por lo visto están en provincias), los cuales, á los ocho días de tomar café en el Suizo, sin dejar de ser batuecos, son tan madrileños como la Cibeles.

En rigor, no son los verdaderos hijos de Madrid los que se dan tono de madrileños y desdeñan á los provincianos. El Madrid que bulle en política, en literatura y en todo, es un conjunto de forasteros, y ya se sabe que no hay peor cuña que la de la misma madera.

El provinciano que se aclimata en Madrid y se convierte en vecino de la corte, por aquello de que el domicilio está ubi quis rerum suarum summan constituit, es el verdadero antagonista del provinciano que no emigra, del que se queda en la tierra, él sabrá por qué.

Madrid se les sube á la cabeza á los que vienen de fuera, del pueblo, y al poco tiempo se encuentran en la capital como en su casa. Los jóvenes que llegan á la corte en busca de un porvenir brillante, son los que experimentan este mareo con más intensidad. Estos son los que más desprecian á los chicos del pueblo, y no sólo á los chicos, sino á los viejos y á las mujeres, á todos los provincianos, especialmente á los de su tierra. ¡Qué diferencia entre el provinciano que viene á Madrid por temporada y el que ha venido á quedarse! El primero trae casi siempre bien aprendido el precepto del nihil nurari, no admirarse de nada, y no le cuesta gran trabajo mostrarse desdeñoso y desatento al ver las grandezas cortesanas; porque la verdad es que casi siempre viene á pasar las de Caín; las más veces viene á pretender, y ya se sabe que la vida de pretendiente es un círculo infernal.

de los que se le olvidaron al Dante; otras veces se propone mover un expediente, la cosa más inmueble del mundo, por lo regular; y aun los que no traen más propósito que divertirse, que suelen ser los ricos, los que tienen cuartos de sobra, se aburren espontáneamente, porque... aquí nadie les conoce, y los hay mucho más ricos que ellos que se divierten mucho más, y esto nunca agrada. Y aun suponiendo que el provinciano de paso comience á tomarle el gusto á la corte, en sus diversiones le acompaña siempre la idea melancólica de que estos placeres son para él efímeros, que son como de prestado, que luégo va á dejarlos para volver á la monotonía de allá. Y todo ello se convierte en mal humor, y en envidia excitada, y en desdén alta

nero.

Añádase á lo dicho la parte de sinceridad que hay en la indiferencia con que mira las grandezas madrileñas el que de lejos pudo imaginarlas tan colosales como quiso la fantasía, y ahora las ve reducidas á su tamaño natural, á los límites estrechos que todo lo real comprende con lo que se sueña. El provinciano transeunte, por lo común, vuelve echando pestes á su tierra, donde encuentra la masa preparada para ayudarle á despreciar y murmurar. Es claro que una de las espinas que lleva es «el tono que se daba el paisanito convertido en madrileño.» «¡Qué aire de protección!» «¡Qué amabilidad irritante!» Pero dejo aquí al provinciano que va á la corte por temporada, y ya le encontraremos otra vez en el pueblo entre los suyos. Quedémonos por ahora en Madrid.

II

El hombre tiene una tendencia, que no me atreveré á llamar natnral porque no me consta que no sea adquirida por artificio del pecado, á considerarse como centro del universo, como el ser privilegiado que por sí solo interesa más á los misteriosos fines de la Creación que el resto del mundo. Aunque ahora se habla mucho de adaptación, y de medio ambiente, y de organismos sociales, y de determinismo, y de lo insignificante que es el individuo, etc., etc., lo cierto es que cada cual, por secretario del Ateneo que sea, y aunque

jure por la antropología aplicada á cuanto Dios crió, se tiene á sí propio por una gran cosa, llamada á hacer una que sea sonada.

Esta vanidad, que es ineludible, no le deja ver al provinciano convertido en madrileño que la resonancia que á él le parece haber adquirido su nombre, á poco que él lo procure, no se debe á los propios méritos, sino á haberse el tal colocado en el único lugar de España donde los ruídos retumban. En la Península no se lee, por regla general, más periódicos que los de la corte y los de la localidad respectiva; ni se atiende á más sucesos que á los chismes de la vecindad y á los chismes de la vecindad... madrileña. Si una mujer pare de una vez cuatro angelitos, acontecimiento de indudable interés, nadie lo sabrá fuera de su pueblo, á no ser que á un redactor de tijera de Madrid se le ocurra copiar, es decir, recortar la noticia que leyó en un periódico de la localidad de los cuatro angelitos. El mérito de parir cuatro robustos infantes es el mismo, cópielo ó no el sastre periodista madrileño; y, sin embargo, si no lo copia, allí se pueden podrir madre é hijos, que nadie lo sabrá en España; mientras que, si el de las tijeras tomó en cuenta el hecho, no quedará un solo español que sepa leer, y aun muchos de los que no saben, que no llegue á tener conocimiento del parto feliz y abundante. Pues lo mismo que en los partos de esta clase sucede con todo, inclusive los partos del ingenio. Algunos literatos malos, pero aclimatados en Madrid, se han llegado á figurar que sus escritos insignificantes valen algo, porque consta á España entera que los han dado á luz. ¡Ilusión! No sólo no valen más por eso, sino que tampoco se leen más por eso. Esos literatos chirles, que bien pueden ser poetas, hablan con desdén ó con lástima despreciativa de los poctillas de provincias, á quienes nadie conoce, de cuyos rimas, poemas, etc., etc., nadie sabe. Y no ven que ellos son tan provincianos como el que más en esto de no ser leídos. Se sabe de ellos, pero no se les lee en provincias.

Esta aberración es muy general en los que vienen á Madrid á distinguirse, tomen por donde tomen. Cuanto más necio se es, más se explota la ventaja de la altura geográfica de la capital, para echárselas de gigante. Nadie cuenta, para medirse, sólo desde los pies á la cabeza, sino que mete en la medida el pedestal, que es, en este caso, lo que más importa. Yo levanto tantos metros sobre el nivel del mar,

dice el muy tonto (sobre el nivel provinciano), y no ve que esa es la altura de Madrid, á la cual él añade pocos milímetros.

Jóvenes ganosos de medrar ¡siempre medrar!, ambiciosos de mala ralea, los que no tienen mérito, vienen á la corte á eso: á aprovecharse de las ventajas de la situación. A Madrid suelen acudir también los que han de valer por sí mismos y estén donde quiera; pero estos emigran por otros motivos: por buscar un ambiente respirable para su vocación; de los tales aquí no se trata.

De los otros, de los otros hablo; de los que se encaraman en los periódicos, en el Ateneo, en los círculos de todos géneros, en la tribuna del Congreso ó, por lo menos, en su acta de diputado, en el escenario de un teatro importante, y

<desde allí á torrentes luz derraman,>»>

como le diría al Conde de San Luis no recuerdo qué poeta. ¡Cuántas nulidades deben el ser conocidas al fenómeno histórico de haberse convertido las antiguas monarquías trashumantes en sedes inamovibles, en ccrtes fijas! Cuentan hoy los historiadores del derecho que los antiguos reyes eran, antes que nada, jueces ambulantes que iban de pueblo en pueblo administrando justicia; y, en efecto, por poco que se sepa de historia, se puede recordar que la corte, en siglos remotos, iba y venía y no se detenía. Cuando los reyes no necesitaron para conservar su autoridad administrar justicia y correr de un lado para otro, se estuvieron quietos donde más les couvino... y de aquí las grandes capitales como son en nuestros pueblos europeos, y especialmente en Francia y en España. Pues á estas vicisitudes de las monarquías deben nuestras notabilidades de ocasión su prestigio, ó lo que tal les perece.

Pero no estarían de él tan orgullosos si supieran cuán deleznable es semejante gloria.

¿Quieren saber para qué sirve la resonancia de su nombre y apellido á estos que se aprovechan de su vecindad en Madrid para darse tono de grandes hombres?

Pues oigan.

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