Imágenes de páginas
PDF
EPUB

esta curiosidad de su envidia, pero sigue con afán el llamado movimiento intelectual de la corte.

Como Soliloquio hay muchos.

De modo, que no debéis haceros ilusiones, ¡oh jóvenes héroes y genios de semana, á quienes la gacetilla de la capital da patente de grandes hombres! Vosotros despreciáis á los provincianos, y muchos de ellos os desprecian también; y lo peor es que, al despreciaros á vosotros, cometen la ridícula injusticia de que hace alarde mi Soliloquio, pisando cráneos de notabilidades.

Quien ha vivido, como yo, en Madrid y en provincias, sabe que se paga el desdén con el desdén.

¡Ojalá, puestas las cosas en claro, nazca algún día un discreto afecto de tales desdenes, como sucede en la inmortal comedia cuyo estilo me ha servido para este articulejo!

Clarin.

LA ESPADA DE DOS FILOS

I

La sed de oro.

En un lujoso al par que elegante gabinete de confianza, y sentados ante un velador de forma y adornos artísticos, veíase á un hombre y una mujer de porte distinguido y aristocrático.

Era él don Julian Túnez, y ella doña Emilia Retamosa.

Hacía veinte años que ambos, postrados ante los pies de un sacerdote, recibieron la bendición que, uniendo al hombre y á la mujer por toda la vida, debiera también unir las almas de entrambos.

En aquella boda sólo quedaron enlazadas dos fortunas: firme y estable la de ella, pues era gran propietaria, y vaga y tornadiza la de él, pues, por suerte ó por desgracia, su capital estaba en valores del Estado y con harta frecuencia los exponía en operaciones bursátiles.

De aquel matrimonio existía una hija, llamada Laura, y que acababa de cumplir diez y ocho años.

Era el ídolo de sus padres; ambos la querían con delirio, pero cada uno á su modo, según sus hábitos y sus instintos.

De diez y ocho años se unió Emilia con don Julian, y éste tenía cuarenta en la misma fecha.

La boda, ya lo hemos dicho, fué un convenio; y ahora añadiremos que en él no se contó con la voluntad de la contrayente; bastó la de sus padres.

Pero Emilia, que al principio opuso alguna resistencia, cedió, y al ser madre, reconcentrando su cariño en su hija, hubo de olvidarlo. todo para dedicarse en absoluto al cuidado de aquel pedazo de su alma.

Con estos antecedentes, escuchemos el diálogo que ambos esposos sostenían.

-No te canses, Emilia-decía don Julián. -Laura debe casarse á la misma edad que tú lo hiciste, y en parecidas circunstancias. El Conde de la Herencia es un partido ventajoso por todos conceptos.

[blocks in formation]

-Pero, ¿qué tienes que oponer á mis deseos que resulte de base sólida? ¿Que tiene doble edad que Laura? Si es eso, equivaldría á que dijeses que yo te he hecho desgraciada.

-Y tú estás en la firme creencia de que me hiciste feliz y dichosa, ¿no es esto? Pues ha llegado el día en que yo te afirme que vives en

un error.

-¿Estás loca? ¿Tú desgraciada? ¿Tú, la mujer que produjo y que produce tanta envidia en el gran mundo? ¿Qué te ha faltado? ¿Qué pudiste echar de menos? Habla, Emilia, habla.

-Yo tengo una idea, muy distinta á la tuya, de la felicidad. Tú me juzgas dichosa porque nado en el lujo y en la abundancia, porque tengo lujosos brillantes, porque disfruto de abono en los teatros, porque las gentes superficiales me miran con envidia. ¿No es eso?

-¿Quién lo duda? En el mundo no hay más felicidad que el dinero. Hoy es axioma la frase vulgar que dice: «Tanto tienes, tanto vales.>>

-Yo acepto la frase, pero invirtiendo los términos; esto es, diciendo: Tanto vales, tanto tienes.>>

-No estamos de acuerdo.

-Nunca lo estuvimos, por más que, sumisa á mis deberes, jamás llegué á contrariarte; pero ahora cambian las circunstancias: no se trata de mí, sino de mi hija, y el deber de madre lo antepongo al de

esposa.

-De modo...

-Que disputaré el terreno contigo palmo á palmo. Acaté lo dispuesto por mis padres; respeto su memoria: sin duda los guió el mismo error en que tú vives; pero sé lo que mi alma hubo de padecer; las luchas que tuve que reñir conmigo misma para ser digna, para ser honrada, para que nadie tuviera derecho á señalarme con el dedo; y ya que, gracias á Dios, he salido triunfante con su poderoso auxilio, no he de exponer á mi Laura á que, menos fuerte que yo, pueda tropezar y llegue á caer.

-¡Te escucho asombrado!

-Si por casualidad te hubieras puesto á pensar algunos momentos en qué es la mujer, no sufrías extrañeza ni admiración. Si en tu pecho hubiera habido alguna vez otra pasión que la que sientes por el dinero...

lo y

-¿Me crees avaro?

-Nó; el avaro ambiciona guardar; tú codicias dinero para gastarsatisfacer de este modo tu vanidad.

-¿Me crees sin corazón?

-Sí: porque, de tenerlo, no insistirías en hacer desgraciada á Laura. Por no amar, no amas ni aun á tu hija.

-¡Que no la amo! ¿A qué, entonces, buscarla un título nobiliario, de que carecemos, y una carta dotal que la ponga á cubierto de las eventualidades del porvenir?

-Eso no es amarla.

-¡Que no!...

-La mujer necesita algo más que las satisfacciones externas. No hay una, una tan sola, por más que no des crédito á mis palabras, que viva dichosa, si el hombre con quien comparte la mesa y el lechó no fué escogido por su propia voluntad. Si en vez del candor y de la inocencia de los diez y ocho años hubiera tenido la perspicacia y el discernimiento de los treinta, ¿crees tú que yo me hubiera unido contigo? ¿Crees que, casada á la fuerza, mi esposo tuviese ni un solo momento de tranquilidad y de reposo? ¡Ay, Julián! Yo hubiera sido una más en esa interminable lista de las mujeres que enlodan la honra de su marido con el cieno que ellas salpicaron del suyo, ¡todo cieno, todo podredumbre!

-Luego eres virtuosa...

-Porque antes de que pudiera darme cuenta de mi situación y antes de que en mi pecho brotara la llama del amor á impulso de la ley de la Naturaleza, el cielo me concedió á mi Laura, y ya no existía la mujer, sino la madre.

-Poco tengo que agradecerte.

-Nada, puedes decir.

-Terminantes son tus respuestas.

-Tú lo has querido así; jamás pensé hablarte de este modo; pero el terreno á que tú has traído las cosas, me obliga á decirte lo que he callado por espacio de tantos años.

-Y lo que hubieras hecho bien en seguir callando toda tu vida. -No provoqué esta discusion; tú viniste á decirme hace algunos dias: «He determinado casar á Laura con el Conde de la Herencia.»> Yo no lo conocía, ni mi hija tampoco. Lo presentaste en casa, y ví una lágrima mal contenida en los ojos de Laura sólo al contemplar á aquel hombre, cargado de brillantes y de años y de aspecto repulsivo. La entrevista fué corta, pero lo suficiente para que desde entonces Laura no haya visto secos sus ojos. ¡Y serás capaz de sostener aún que la

amas!

-Y lo sostengo; prueba de ello que en breve se firmarán los esponsales.

-¿Aunque la veas morir?

-Sólo mata de un golpe la miseria.

-Pero aun esa muerte es preferible á la que hasta destroza el corazón y hace poner en duda la misericordia infinita.

-Romanticismos.

Y sirviéndose una taza de café, se puso á saborearla con la mayor indiferencia.

-Llámalo como quieras; pero ten presente que las lágrimas de tu hija serán gotas de fuego que han de caer sobre tu alma, y que yo, noche y día, convertida en tu torcedor, no he de cesar en pedirte cuentas estrechas del abuso que hagas de tu autoridad de padre y de esposo.

y no

–Ÿ ten tú tambien muy presente que yo no he de cesar día ehe de presentarte el libro de caja, para que sepas por horas y por

« AnteriorContinuar »