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le arrancan con las uñas aquello por do más pecado había, y lo pasean en triunfo, puesto en un palo, á guisa de estandarte.

Nadie sabe los límites de lo posible. Demos por cierto que es posible todo en la realidad; pero en la ficción artística no basta sólo lo posible; es menester lo verosímil. En toda singular creación de un poeta ve el lector ó el espectador algo de general y de típico. Lo excepcional y raro, ó le parece falso ó le induce en error, moviéndole á convertir en regla general lo que es una excepción prodigiosa de la regla.

Digo esto porque yo advierto en Zola una aviesa manera de idealizar, no ya contraria al naturalismo, sino también al idealismo, el cual realza y magnifica, pero no trastorna de modo radical las prendas de carácter, el entendimiento y las demás facultades y requisitos de la condición humana.

El niño asesino, ladrón y travieso que nos pinta Zola, llega á una depravación ó perversión que no es verosímil y que raya en lo imposible.

ya

Cuando este niño empecatado baja solo á la mina, donde, en lo oscuro, á cuatrocientos ó quinientros metros de profundidad, se regala comiendo y bebiendo lo que ha robado, y allí le sorprende Esteban y le pregunta si no tiene miedo, y el chico responde: «¿A quién he de temer, si estoy solo?,» yo sostengo que el chico dice algo de antinatural y de evidentemente falso. Aunque el chico, como pretende Zola, se haya degradado hasta volver, por atavismo, á ser algo como el orangután ó el gorilla, todavía posee una astucia y una perspicacia superiores á las de todos los jimios y macacos conocidos y estudiados hasta el día. Tales cualidades implican entendimiento racional, y este entendimiento implica ciertos modos, leyes y formas, á los cuales no puede sustraerse.

Al contemplar el niño, imaginado por Zola, las fuerzas y movimientos de los seres, tenía que atribuirles una causa, inmanente en ellos, ó trascendente y fuera de ellos, pero siempre dominándolos. Y este es el concepto de lo sobrenatural. La negación de este concepto podrá venir luégo por el discurso; pero, en su intuición irreflexiva, no hay ser humano que no

lleve en sí el concepto, y que no le vea más o menos rudamente impreso en el alma. La primitiva creencia en dioses, genios ó espíritus, en algo que mueva los elementos, en inteligencias y voluntades arcanas, está en la mente de todo ser de nuestro linaje. La negación de la creencia será un mal, ó un bien, si se quiere; pero es un progreso: viene después de haber creído, y se requiere para que venga que el que niega, aunque sea por estilo tosco y brutal, construya una metafísica negativa, ó la aprenda de otra persona, en la cual metafísica se afirme la eternidad de la materia, su existencia única, y su virtud ciega de producirlo todo por agitaciones y combinaciones de sus partecillas, sin más ley que el acaso, por más que la persistencia del acaso le haga parecer ley, aunque no lo sea. ¿Quién la impone, si no hay quien la imponga? Y si la materia es autónoma, ¿cómo se dicta la ley, si no tiene inteligencia ni voluntad para dictarla? Todo esto, sin duda de un modo caotico y enmarañado, tiene que acudir á la mente de un europeo cualquiera, por muy bruto que nos le figuremos, antes de que niegue lo sobrenatural: y aun así, y ya negado, lo sobrenatural surgirá del abismo de su propio ser, y será lo misterioso, lo incognoscible, un dios, un demonio ó un vestiglo, espectro de la conciencia.

Este espectro se exteriorizará; se proyectará y dibujará fuera del alma, tomando proporciones colosales, en la oscuridad del mundo que nos rodea, como la figura de una linterna mágica, y sólo la voluntad briosa y el entendimiento discursivo podrán lograr que se desvanezca.

Si la carencia absoluta de miedo, en el niño tremendo que pinta Zola, se explicase así, el niño, en mi sentir, sería tal vez verdadero, y más grande y sublime en su maldad.

Á pesar de lo brutales y degradados que son los héroes todos de Germinal, hay una virtud que resplandece en casi todos ellos, y hace que, en medio de tanta inmundicia, haya en la novela cierta elevación épica innegable. Esta virtud es el valor, en sus dos formas: la activa y la pasiva; la energía y el sufrimiento. La entereza y la constancia con que resisten el

hambre, el frío y la miseria todos los comprometidos en la huelga, y la ira y el menosprecio del vivir, con que provocan é irritan á los soldados, llegan en ocasiones á la sublimidad trágica. En la lucha gigantesca del trabajo, en el combate glorioso de la voluntad y del superior entendimiento del hombre con los ciegos poderes de la naturaleza, que el hombre doma y sejeta á su mandato y de la que se vale para hermosear, endulzar y mejorar su existencia, hay aún sublimidad mayor. Y por cima de todo, y con resplandor más claro y limpio, luce el valor cuando se emplea, se despliega y da maravillosa muestra de si, movido por el amor del prójimo, por el divino sentimiento de la solidaridad ó fraternidad humana. De aquí que las más bellas páginas del libro de Zola sean aquellas en que unos obreros exponen ó sacrifican la vida para salvar la de sus camaradas. ¿Cómo negar, no obstante, que hasta estas bellezas, que yo me complazco en reconocer y en admirar, se deslustran y se afean cuando se nota que nacen de acción fatal y no voluntaria, de uno á modo de mecanismo orgánico, que sustituye en los héroes de Zola al libre albedrío?

En la última parte de Germinal, en el trueno gordo, en lo más grandioso de la obra, la imaginación del poeta rompe las trabas de la observación naturalista; se deja arrebatar por el atractivo del combate entre las fuerzas de la naturaleza y el poder humano; quiere competir y echar la zancadilla á Julio Verne, en el Viaje al centro de la tierra, y nos describe un verdadero cataclismo, causado en la mina por un nihilista ruso llamado Souvarine, y los resultados de este cataclismo, que son sólo indicio, preludio, prefiguración en miniatura de lo que ha de pasar tal vez antes de que termine el siglo XIX.

Porque, á la verdad, ó no hemos de inferir nada de Germinal, sino que es una pesadilla, que es á lo que yo me inclino, ó hemos de inferir que las cajas de ahorros de los obreros, las sociedades cooperativas, las leyes tutelares y moralizadoras, la suprema vigilancia de los Gobiernos, hasta la expropiación de las minas por el Estado, el recurso de establecer sindicatos, la creación de intermedios que ajusten y reunan

obreros, y traten, en nombre de la colectividad, con las grandes compañías industriales, la misma Internacional, las huelgas mejor organizadas y apoyadas en todos los citados elementos á fin de que sean eficaces, nada de esto vale un pito, todo esto es andarse con paños calientes; el único remedio que tiene el mal es la destrucción de todo el orden social existente, y aun de la humanidad entera.

Esta amenaza está cerniéndose como una nube negra sobre toda la novela de Germinal. Souvarine es el personaje superior. Los demás son unos babiecas. El héroe, el Rougon-Macquart de este cuento, el cabeza de motín, Estéban, es, en el fondo, un pobre diablo, vanidoso, ambicioso, presumido, y más anhelante de ser burgués, rico, considerado, bien comido y bien vestido, que de salvar al género humano aunque sea destruyéndole.

En cambio, el nihilista Souvarine es un dechado de perfección por todos estilos: mártir, anacoreta, santo á su modo. Su castidad es ejemplar en aquella libidinosa zahurda. No juega ni bebe. No tiene más vicio que el de fumar cigarrillos. Es fiel á la memoria de su querida, que murió ahorcada por haber volado con dinamita un tren de viajeros creyendo que iba en él el Czar. La ternura del corazón de Souvarine se desahoga sólo en una coneja que tienen en el figón de que él es parroquiano. Souvarine llora, con profundo dolor, cuando averigua que se ha comido á su coneja, no recuerdo bien si con tomates. Pero, en fin, sobreponiéndose Souvarine á este natural y delicado sentimiento, resuelve hacer algo que sea sonado y que justifique su presencia en la novela desde el principio hasta el fin, sin intervenir en la acción para nada, fumando siempre cigarrillos y acariciando á la coneja, que luego se come, sin caer en ello.

Souvarine es tardío, pero cierto, como suele decirse. Cuando ya la huelga ha terminado y los obreros van á bajar á la mina á trabajar otra vez, quiere él justificar su teoría y dar una buena lección á aquellos seres débiles, y baja antes de oculto y rompe no sé qué tornillos y reparos, todo con tal ha

bilidad, valor sobrehumano y extraña providencia, que nadie se percata de lo que hay; descienden los trabajadores á la mina, y las galerías y los pasadizos subterráneos se anegan ó se hunden, y mueren allí muchos, permítaseme el simil naturalista, peor que los grillos, que al cabo no tienen pulmones, cuando un chicuelo hace aguas en la boca de la madriguera.

Menester era que el cuadro final sobrepujase en horror á todo lo antecedente, y yo confieso que Zola lo ha conseguido. Estéban, el protagonista, se queda sin poder subir en las galerías subterráneas, que se anegan y se hunden, con una muchacha que él había deseado, pero que no había hecho suya porque se le adelantó cierto mozo brutal, tomándola por querida mucho antes de que ella fuese nubil. La muchacha estaba resignada á ser la coima de aquel bruto que de palabras y obras la maltrataba, pero seguía sintiendo irresistible simpatía hacia Estéban. Éste tenía celos y rabia contra el rival favorecido, y ya había peleado con él en combate singular, en verdad muy bien descrito, y le había perdonado la vida.

Ahora quiere la suerte que Estéban, que va con la muchacha por aquellos senos lóbregos de la tierra en busca de salvación, se halle con su rival, que busca y procura lo mismo. Tan fatídico encuentro no puede menos de parar en atroz término y desenlace. El mozo, que tiene adquiridos derechos como maritales, quiere prevalerse de ellos y acariciar á la chica en presencia de Estéban. Éste no acierta á contener su enojo, pierde paciencia, el enojo estalla, encuentra á mano una piedra gorda ó un gran pedazo de carbón, no recuerdo bien, y asesta un golpe con tanta violencia y tino sobre el cráneo del insolente rival, que se le machuca y le salta los sesos. Después, el agua va subiendo cada vez más en el rincón ó calle sin salida donde Esteban y la moza han llegado. El cadáver del que Estéban acaba de matar, arrojándole lejos, sube con el agua, y vuelve á ellos y los toca cuando ya el agua les llega á las rodillas. El frío, el hambre, la desesperación de vivir tienen á ambos pegados contra el negro muro de aquel húmedo infierno. Ambos se estrechan uno contra otro, para prestarse calor,

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