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consuelo y afecto amoroso. Entonces no es extraño que suceda algo parecido, no menos horrible, pero más natural y verosímil que lo que sucede en La Abadesa de Jouarre. No fundándose en discursos, ni con reflexión más o menos filosófica, sino impulsados por irresistible pasión, Estéban y la moza se unen y se gozan en medio de aquel estrago. A ella la habían hecho mujer las emociones espantosas de los días anteriores, provocando el retrasado y cruento indicio de su fecundidad posible. Al entregarse á Estéban, es por vez primera una mujer la que se entrega. Satisfecho amor, pero abrumada ella por la la angustia y la fatiga de tanta lucha, y estenuadas sus fuerzas, miserablemente muere. Los obreros, entre tanto, trabajan con frenesí á fin de salvarlos; han bajado, en busca de ellos, por la boca de otra mina abandonada: han oído dónde están á través de una masa de carbón de miles de metros de espesura, que trasmite el sonido, y sin duda es hermosa y sublime la furiosísima, febril y noble faena de aquellos hombres, abriéndose camino hasta donde se hallan los que quieren salvar. Sólo llegan á tiempo para salvar á Estéban.

No he de ser yo quien escatime el elogio que del arte, del ingenio y de la poderosa fantasía de Zola se puede hacer con motivo de esta última parte de Germinal, la mejor, la más briosa, la más épica, en mi sentir, de sus novelas. Pero, ¿dónde está el documento humano, la enseñanza moral, social ó política, la doctrina, la consecuencia práctica que puede sacarse de tan nefanda fantasmagoria? Todo lo bueno, todo lo conmovedor, todo lo sublime que hay en Germinal, resulta de la infracción misma de las leyes que Zola impone al naturalismo en sus tratados teóricos. Los toques de más efecto del cuadro están producidos, además, por la acumulación estudiada y rebuscada de las circunstancias más feroces.

Si algo puede inferirse de todo, suponiendo que se tome por lo serio la novela, es que la miseria y el infortunio humanos. no tienen cura. La burguesía, ni por naturaleza, ni por arte, ni por persistente división, es una clase ó casta distinta de la plebe. Es parte de la plebe que ha subido por fuerza, por méri

to, por casualidad ó por astucia. En cada uno de los proletarios, víctimas de los burgueses, hay un burgués en embrión. Cualquier revolución parcial no puede conducir, por lo tanto, sino á un trueque de papeles; pero los papeles seguirán idénticos: los representantes seguirán siendo los mismos perros con distintos collares. Sólo Souvarine es razonable. Ó Germinal no enseña nada, ó enseña que es menester acabar con el linaje humano para regenerarle. Es menester otro diluvio, de agua, de fuego y de sangre, para que los descendientes del Noé que sobreviva sean justos y benéficos, como prescribe, si la memoria no me es infiel, la Constitución española de 1812.

Y por último, yo creo, y todo el que se detenga á reflexionar creerá como yo, que la justicia y la beneficencia no tienen sentido cuando no hay libertad psíquica, cuando el ser humano es una bestia ó una máquina que fatalmente se

mueve.

Todavía, en un mundo que se pudre y acaba, en una civilización corrompida hasta lo más hondo de las entrañas y de los tuétanos, sin religión, sin fe, sin esperanza ni en el cielo ni en la tierra, puede levantarse el alma humana, desafiándolo todo, resignándose á vivir mientras sea útil á otras almas la vida, y aceptando ó dándose la muerte con la misma serenidad y el mismo valor estóicos.

Pero nada hay más opuesto que el estoicismo á la escuela naturalista. Ésta niega ó casi niega la libertad. El estoicismo la afirma con inmenso orgullo y la sobrepone á todo poder, á toda fatalidad y á toda violencia. La serenidad, la paz imperturbable en medio de las ruinas, la impasibilidad en los tormentos, la noble ataraxia, en suma, son lo contrario del furor, de las quejas, de los reniegos desesperados del naturalismo. Nada menos naturalista que Epicteto, exclamando: «¡Oh dolor, nunca confesaré que eres un mal!» ó que Arria, dando ejemplo de valor á su marido y, después de hacerse herida mortal, presentándole el puñal para que la imite y diciéndole: Pœte, non dolet.

La tendencia al socialismo, que parece como que informa é

inspira las páginas de Germinal, hasta donde cabe presumir algo de la mente de un autor que se oculta por sistema, es infecunda en el naturalismo. Las teorias socialistas entraron por mucho en la escuela romántica desde 1830. Vencidas luégo en la práctica, después de la revolución de 1848, y sobre todo después de la caída del segundo Imperio francés, aparecen ahora como desesperación más que como teoría. Sigue lo negativo y lo crítico: se señala el mal, pero no se propone remedio. En esta misma crítica y censura de la sociedad presente, harto fácil de hacer, hay siempre más del retórico que del observador y del sabio, no sólo en quien escribe libros de entretenimiento ó novelas, sino en los que escriben libros con pretensiones de científicos. Así, por ejemplo, un libro alemán, que circula ahora con gran éxito, en original y traducido al francés, y que se titula Las mentiras convencionales de nuestra civilización, por Max Nordau. Todo está pícaramente: todo es tontería ó bellaquería; pero no se discurre enmienda ó corrección que no sea más tonta o más bellaca.

Más que la doctrina vale en estos libros, exactamente como en las novelas naturalistas, el artificio del lenguaje y las declamaciones. El célebre Proudhon, hoy tan olvidado, fué el gran maestro en esto. Aparentaba aborrecer el estilo y desdeñar y burlarse de los estilistas. «No eres médico-decia-ni astrónomo, ni jurisconsulto, ni tenedor de libros, comerciante, ó cosa así: en suma, no sabes nada; pero escribes: ¿qué eres, pues? Eres literato.» Y así Proudhon se burlaba de la literatura, sin duda para disimular; pues él, por literato, retor y estilista, fué popular y glorioso.

¡Cuán diferentes fueron aquellos socialistas de antes, que tenían fe, y esperanza y grandes planes y propósitos, aunque fuesen disparatados: un Fourrier, por ejemplo y, sobre todos, un Saint-Simón! En ellos no habría ciencia, pero hubo poesía de verdad.

El unico pedazo de fe que han dejado en herencia á los naturalistas, es la fe en ellos mismos; la vanidad literaria; la creencia en que tienen una misión que cumplir; la persuasión

de que, escribiendo novelas, van, ya que no á salvar el mundo, á constituir la única aristocracia hoy posible.

Por desgracia, mucho de lo ameno y chistoso, y bastante de lo fundado, que tuvo esta vanidad en Saint-Simón, no da ya señas de sí en sus últimos herederos.

Saint-Simón creía tanto en su misión, desde muy mozo, que su criado, por encargo suyo, le despertaba diciendo: «Levántese el señor Conde, que hoy tiene que hacer grandes

cosas.»

Los antiguos caballeros andantes, como Perión de Gaula, por ejemplo, cuando llegaban á alguna corte, alcazar ó castillo, la fama de sus proezas los precedía, y como, además, brillaban, á los ojos de la hija del Rey ó Príncipe que los hospedaban, sus altas prendas de alma y cuerpo, y la deslumbraban, cautivando su voluntad, ocurría á menudo que la Princesa, hermosísima siempre, y sin poder resistirlo, venía por la noche en busca del caballero, como Elisena y otras, de donde nacían los Amadises y los Galaores. Modelo de todo esto había sido ya Talestris, Reina de las Amazonas, la cual, siendo brava y lindísima entre las mujeres, y viendo que Alejandro Magno era lindo también, inteligente y bravo, acudió, allá en Hircania, con un ejército de gallardas compañeras, á presentarse al Macedón, y le propuso unión amorosa entre ambos, á fin de dar origen, de esta suerte, á la más perfecta criatura humana. Saint-Simón se cuenta que no quiso ser menos, é invirtiendo los papeles, se presentó á Mad. de Stael y le propuso lo mismo, esperando hacerla madre de un Salvador.

Como quiera que fuese, Saint-Simón no andaba muy extraviado al conceptuarse por el pensamiento, ya que no por la acción material, no inferior á un Magno Alejandro. Nadie formuló, como él, que la Revolución de 1793 no había hecho sino destruir la sociedad, y que era menester reconstruirla sobre nuevas bases: en vez de la Religión y la guerra, la ciencia y la industria. Nadie experimentó, como él, la vida, para aprender la vida y ser maestro y reformador de ella. Fué rico y pobre, gran señor y punto menos que mendigo. Vivió en la opu

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lencia, y se alimentó de pan y agua y estuvo á punto de morir de hambre. Hasta cayó en desesperación, como el doctor Fausto, y apeló al suicidio, aunque sólo acertó á saltarse un ojo. Estaba llamado á egregios destinos. Se puede decir que su cabeza fué horno donde, durante la Restauración, mantuvo su calor la idea ultrarevolucionaria, y aparato eléctrico de donde salió, cual llama refulgente, después de la revolución de 1830. Raro sumo pontífice, predicador de nuevos dogmas, portentoso pseudo-profeta, los hombres más eminentes de su país fueron sus discípulos y apóstoles. En él se inspiraron el panteista místico Pedro Leroux, el banquero Isaac Pereire, el gran historiador Agustín Thierry, el elocuentísimo y rebelde clérigo Lamennais y el docto fundador del positivismo, Augusto Comte.

Como gran masa de agua, contenida en hondos depósitos, que se difunde y reparte en mil arroyos y acequias cuando se abren las compuertas de las exclusas, así, al impulso de la revolución de Julio, se difundió la doctrina de Saint-Simón y regó los amenos campos de la literatura.

La fecundidad, la savia que prestó este riego, se advierte en casi todos los más ilustres poetas y novelistas románticos.

Como un inspirado, y por estilo bíblico, se diría que dió el tono entusiasta el ilustre Lamennais, en muchas de sus obras, y, sobre todo, en las Palabras de un creyente, libro el más leído de todos cuantos se habían escrito desde que se inventó la imprenta hasta entonces.

á

Arrebatado Victor Hugo en este movimiento, lleno de proyectos revolucionarios y de esperanzas de renovación social, se jacta con razón «de haber defendido en dramas, en novelas, en prosa y en verso, á los pequeños y á los miserables; de haber suplicado á los dichosos; de haber rehabilitado al bufón y todos los condenados humanos, al lacayo, al presidiario y á la protistuta; de haber reclamado derechos para la mujer y el niño; de haber procurado ilustrar al hombre; de haber ido clamando ¡ciencia!, ¡escritura!, ¡palabra!, y de haber querido cambiar el presidio en escuela.»>

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