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El mismo Lamartine, tan conservador durante la Restauración, se dejó llevar también por el torrente revolucionario, hasta poder ser en 1848 el dictador y el gran tribuno de la plebe.

Bajo la férula de Pedro Leroux, inventor asimismo de un sistema de reforma social, el socialismo tuvo su Egeria y su Pitonisa en la escritora más brillante, más ingeniosa y más fecunda que tal vez ha habido en estos dos últimos siglos. Jorge Sand tiene dos novelas socialistas. Y en estas dos novelas, claramente socialistas, y en todas las demás que ha escrito, se percibe una tendencia, una doctrina y un propósito. Será disparatado, pero es: y no necesita nadie llegar á la vigésima novela para saber lo que quiere, á lo que aspira y lo que defiende Jorge Sand en cada una de las suyas. La podremos acusar de voluble, pero no de solapada: no se burla de nosotros con que nos va á revelar al cabo su doctrina, no revelándola nunca.

La filantropía, el humanitarismo, esto es, la caridad secularizada y casi atea, penetró en las entrañas de la amena literatura de entonces, y la animó y encendió en su fuego.

Durante algún tiempo este fuego ardió de tal suerte en todos los corazones y era tal la candidez del público, que ni los más contrarios, por interés ó por pensamiento, á las doctrinas socialistas, recelaban de las obras de imaginación en que dichas doctrinas eran defendidas y divulgadas. En España misma, si no recuerdo mal, se hicieron muchísimas ediciones de Eugenio Sué, y creo que El Heraldo, el periódico más conservador, publicó en folletín Los Misterios de Paris y El Judio errante.

La novela romántica de entonces era, ante todo, literatura. Tenía una tendencia, y era menester que la tuviese; pero la tendencia se manifestaba en los discursos del personaje favorito del autor, ó salia de la accion, como sale de un apólogo la moraleja. La obra de arte no era aún ciencia, y, sobre todo, no era ciencia experimental. Esto es lo nuevo, lo inaudito del naturalismo.

Lo que si habia en el socialismo de los románticos, que se

ha trasmitido íntegro á los naturalistas, es un gran desprecio del vulgo, cuya felicidad se procuraba, y un absurdo endiosamiento de los hombres de letras. La palabra genio, apenas empleada antes sino para designar un ente sobrehumano, un dios ó un espíritu elemental, se empezó entonces á aplicar y á prodigar á los que escribían. Así muchos hombres se convirtieron en genios. De la adoración de estos hombres se hizo una religión y casi un culto. Lejos de creer que la humanidad adelanta por obra de su espiritu colectivo, se consideró la historia como una extensión donde se proyectan las sombras de unos cuantos grandes pensadores y sabios, cuyas figuras colosales son como los marmolillos ó columnas miliarias en el camino del progreso. La humanidad fué un servum pecus, que sigue andando por la senda que dichas sombras le trazan sucesivamente.

La famosa parábola de Saint-Simón, que parece tan democrático-social á primera vista, es, á mi ver, monstruosamente aristocrática: es la elevación de los genios, no sólo sobre los Reyes, los Duques, los altos funcionarios, los banqueros y los capitalistas, sino sobre todo el humano linaje. Importa poco que venga una epidemia y se lleve al otro mundo á toda la Familia Real, á los Duques, á los ricos y á los empleados. No faltará quien herede el cetro, el ducado, el empleo y las rentas. Cualquiera es capaz de esto. Pero en cambio, si mueren los genios, estamos perdidos. ¿Quién los reemplazará? En primer lugar, no es incompatible con la calidad de genio la de Rey, Duque, banquero ó rico hacendado; pero, aunque lo sea, los genios, cuando los hay, no lo son por si, sino por la virtud y la mente del pueblo, de quien llevan la voz para proclamar su voluntad y pedir que se cumpla, y para formular sus pensamientos y aspiraciones por estilo terminante y claro. Así, pues, yo tengo. para mí que, si unos genios mueren, nacerán otros, cuando el pueblo, que es su colaborador y su poderdante, quiera algo con energía y tenga que decir verdades sublimes. «Si cuando muere el Rey se dice: «El Rey ha muerto: ¡viva el Rey!» ¿Por qué, si el genio muere, no se podrá decir: «El genio ha muerto, viva el genio?»>

Emerson, siguiendo à Carlyle en esto de la adoración de los genios, imaginó un alma suprema, una sobre-alma, de que cada genio es encarnación parcial, á modo de verbo divino humanizado: pero mientras haya sobre-alma, y verbo, por consiguiente, no tenemos para qué afligirnos de que los genios se mueran; porque si una encarnación se nos va, vendrá otra acaso más perfecta y completa.

Por esto se me antoja que lo que dice Carlyle de Shakspeare, y que al pronto parece hipérbole desmedida, es casi una perogrullada. Dice que, si le diesen á escoger entre que Inglaterra dejase de tener á Shakspeare ó el Imperio de la India, pediría sin vacilar la pérdida de los doscientos cincuenta millones de súbditos, que tiene por allá su patria, á la pérdida del glorioso poeta; pero ya este poeta no es un hombre, sino todo un mundo ideal, todo el sentir y todo el pensar de un pueblo, en el punto de su vernal florecimiento; su lenguaje, su poesía, sus chistes, sus aspiraciones: todo lo cual, si no hubiera nacido Shakspeare, hubiera habido otro ú otros que lo hubieran recopilado y hecho patente y durable, para que luego, y por siglos, sirviese como de lazo de unión y título de nobleza y de parentesco entre todos los individuos de una raza emprendedora, audaz y dominante, que se extiende por todo el globo, en colonias ingentes, las cuales cobran independencia política y se trasforman en grandes naciones. El genio, pues, como persona, es lo que menos importa.

Es indiferente que viviese ó no un hombre llamado Shakspeare, que escribiese cuanto hoy se le atribuye, ó que plagiase mucho de autores anteriores ó de su época: que fuese él, ó que fuese Bacon, como pretende ahora el americano Donnelly, ingenioso autor de La Atlántida, quien ideó lo mejor de los dramas: lo importante es que viva y sea el libro donde se encierra cuanto se atribuye á Shakspeare, y que, con mayor o menor fundamento, es el orgullo de todos los ingleses ó descendientes de ingleses.

De lo expuesto se ha de inferir que yo, aunque algo literato y poeta, considero hasta ridiculo que personalmente seamos tan

presumidos: pero que no quito importancia y alta significación á la literatura, y sobre todo, á la poesía en toda su latitud. Sea quien sea el que hable ó escriba, la poesía es la voz, la manifestación de la voluntad y del pensamiento de una raza: la refulgente epifania de su espíritu por medio de la palabra y de la

escritura.

En nuestra edad, más que en anteriores edades, es imposible dudar de la eficacia y del valer fatídico de la poesía. Quien la toma como signo para adivinar, adivina, y rara vez se equivoca. La lectura de Parini, Alfieri, Manzoni, Fóscolo, Leopardi, Nicollini, Mamiani, Gioberti y tantos otros egregios escritores, hizo creer en que se había de realizar el ensueño de Italia libre y una, y el ensueño se ha realizado. La sublimidad de la poesia alemana, informada en Goethe, en Schiller y en tantos otros, por audaz metafisica, por hondos y firmes pensamientes filosóficos y por una moral que sienta la voluntad humana sobre base de bronce, hizo prever la grandeza y la preponderancia de Alemania en el día. Y todo el movimiento intelectual de Francia en el siglo XVIII, con su cínico desenfreno, con su anhelo destructor, pero lleno de fe y de confianza en los destinos de la nación y de todos los hombres, regenerados por ella, debió inspirar el seguro vaticinio, así de los crímenes del Terror, como de los triunfos de los ejércitos franceses, bajo la primera República y bajo el primer Imperio, sobre todas las naciones del mundo.

Y no se me diga que en esto hay mucho de sutileza y de quinta esencia. Ya sabemos que el valor de los soldados, su número, su disciplina, la pericia é inspiración de los capitanes, y además la fortuna, son quienes dan la victoria: pero una gran poesía, una filosofía sublime y una noble literatura original y rica, presuponen un alto ideal en el pueblo que las produce, y la energía y el entusiasmo suficientes para realizar ese ideal, más temprano ó más tarde.

¿Qué hemos de augurar, pues, del pesimismo, del decadentismo, del materialismo y del pesimismo, que hoy están en moda? En mi sentir, no se puede augurar nada bueno. Por eso,

una poesía que bebe en tan amargas y turbias fuentes, es indigna de Francia, y pasajera para una nación en la inmortalidad de cuya grandeza creemos.

Si no fuese esto una moda efímera é inficionase á todos los pueblos de Europa; si persistiese tan enojosa literatura, que todo lo destruye y no mantiene sino el valor desesperado, sería cosa de creer en aquella teoría del americano Draper de que cada raza tiene un ideal, cuyo desenvolvimiento constituye el progreso de la raza, hasta que el ideal se agota y no da más de sí. Entonces llega para aquella raza la edad madura de la razón, y se estaciona, y no vale para nada. Los chinos agotaron su ideal hace siglos. ¿Iremos también á agotarle los europeos?

Yo tengo la firme creencia de que no de que nuestro ideal es inagotable. Si yo no tuviese esta creencia, añadiría una coleta al sistema de Draper: supondría que el ideal vuelve por turno de una raza á otra, y que iba á volver á los chinos, los cuales, que son más de cuatrocientos millones, entusiasmados y movidos, acabarían por caer sobre nosotros y conquistarnos.

Alguien se reirá de mi al ver que me exalto y quiero encumbrarme á las más importantes consideraciones, á propósito de novelas que se escriben para recreo y distracción, y donde no debemos poner tanta trascendencia; pero yo no lo puedo remediar: aunque no concedo á los literatos el influjo personal que ellos suelen atribuirse, concedo muchísimo valer á la literatura, como signo y reflejo del espíritu general, que vuelve á reflejarse y á influir después sobre ese espíritu general de que ha salido, siendo alternativamente causa y efecto.

Los románticos fueron llorones, quejumbrosos y tétricos á veces; pero, en medio de todo, tuvieron un ideal. Los desengaños desde la revolución de 1848 hasta el encumbramiento de Napoleón III, dejaron á este ideal herido de muerte. Nadie deploró con más elocuencia la herida, ni con más aliento trató de sanarla, que el gran triunviro Mazzini, en su folleto titulado Fe y porvenir. Después, en las saturnales parisienses, á la

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