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ron salvarla ni sus gloriosas conquistas, ni su poder casi omnipotente.

Más astuta y más reflexiva Inglaterra estudió, en los desastres de su rival, la fórmula de su salvación. Y, apenas cicatrizadas las heridas de la guerra y restañada la sangre de sus legiones triunfadoras, empezó á difundir la economía, despojándola de todo eclecticismo y ajustándola á las verdaderas necesidades de su pueblo.

Smith, á quien debe la ciencia económica sus primeras y más útiles investigaciones, popularizó los sistemas económicos, asistiendo orgulloso á aquella contienda admirable en que se presentaban como justadores Quesnay, Wallase, Hume, y luégo Malthus, Pitt, Ricardo, Peel, Mill, Granilh, Merwall, Florez Estrada, Torrens, Ulloa, La Sagra, List, Rossi, Gioja, Sismondi, Bastiat, Say y otros ilustres pensadores y economistas, honor de este siglo.

Planteado el problema, no se hizo esperar la solución. Los defensores de la libertad de comercio y de las leyes prohibicionistas armáronse de todas armas, buscando por opuestos caminos el triunfo de sus ideales.

Pero desde que Arwight y Walt alteraron las condiciones del trabajo, reemplazando los brazos por máquinas, los pequeños talleres desaparecieron detrás de las grandes asociaciones. Y el fisco volvió los ojos á la industria y gravó más los impuestos indirectos, y puso trabas al capital y dificultades á la importación de productos. ¿Qué sucedió? Que con tales prohibiciones, si á veces se aumentaba la producción, otras disminuia notablemente el consumo. El empeño de fabricar lo que puede obtenerse á menos precio, entraña un error parecido al que cometió nuestro país cuando se arruinó por la abundancia de oro, que encarecía las manufacturas de Flandes.

No tuvieron que lamentar los ingleses tales desalientos. Ellos, que fundan sus sistemas administrativos en una experiencia calculadora, pudieron discernir las ideas prácticas de las utópicas, y discutieron y acordaron en el Parlamento aquellas reformas triunfantes ya en la opinión.

De este modo pudo Inglaterra, que debía su inmenso poderío á la escuela proteccionista, aceptar tranquila el libre-cambio y abolir sus irritantes privilegios comerciales, abriendo sus puertos y colonias al tráfico universal.

La obra de Husskison, arrogantemente terminada por Roberto Peel, fué la obra del genio previsor.

Otro rumbo bien diverso habían tomado los Estados Unidos, con éxito no menos envidiable. Allí lograron los grandes estadistas que, sin favor para sus industrias y manufacturas, alcanzara la joven República una prosperidad asombrosa, con lo cual desmintieron las teorías del sistema proteccionista y del régimen colonial, y demostraron la falsedad de la balanza del comercio y la ineficacia de las leyes protectoras.

¿Puede España, á la vista de ese espectáculo, decidir sin reflexión lo que á su interés conviene? Nuestros economistas luchan inútilmente hace veinte años por imponernos sus sistemas. Y, digámoslo con sentimiento, hasta ahora los ensayos han sido fatales.

Nosotros aceptamos, como Inglaterra, la prohibición para llegar á la libertad de comercio, según Husskison pedía, «con esos cambios graduales y prudentes que, en una sociedad de forma antigua y complicada, son los mejores preservativos de peligrosas innovaciones; » y mantenemos hoy tales principios porque en ellos se funda el empeño de constituir una liga aduanera con Portugal y América, sólo posible con el sistema prohibicionista. Nuestras industrias, nuestras manufacturas, nuestro comercio, todo necesita de una prudente protección. Pero entiéndase bien que no por esto rechazamos la escuela librecambista, cuyas ventajas son notorias. Es que nos rendimos á la evidencia; es que las condiciones de nuestro suelo, y el progreso de las artes, y el estado de nuestra fabricación, nos obligan á aceptar aquello que es garantía de futura grandeza.

La liga aduanera entre España, América y Portugal, ofrece ventajas incalculables. El Zollverein alemán aumentó en el primer año un 50 por 100 sus ingresos, y en el segundo,

los 23.000.000 de individuos que formaban la liga se convirtieron en 27.000.000.

Cabe preguntar: ¿serán provechosas las restricciones y absurda la ley inglesa contra las aduanas?

Ya lo iremos estudiando otro día.

Manuel Tello Amondareyn.

MINDANAO"

ESTUDIO DE ESTA

ESTA ISLA

Y ESPECIALMENTE DE SUS POBLADORES MORO-MALAYOS

III

¿Qué política se ha venido siguiendo desde hace años en Mindanao con los moro-malayos? Pues la política del miedo: la que hasta ahora ha imperado en nuestro país con respecto á todo aquello que podía ocasionar complicaciones.

Evitar éstas era el único objeto de toda ella, y á eso debían consagrarse los desvelos de nuestras autoridades. Se la disfrazaba con el nombre de politica de atracción, de contemporización, etcétera, pero en el fondo todo venía á ser lo que dejamos dicho. Únicamente en Joló es donde las circunstancias obligaban á veces á tomar otro camino, y aun eso con la mayor parsimonia posible.

Órdenes severísimas prescribían á todo el mundo esta marcha. Los Comandantes de los fuertes, los de los cañoneros, los

(1) Véase la REVISTA de 10 de Marzo.

Gobernadores de distrito, todos, absolutamente todos habían de sujetarse á ella. Lo principal era no dar lugar á conflicto de ninguna especie, aunque para ello fuese preciso que nuestra diguidad nacional quedara por los suelos.

Ya se sabe: cuando uno no quiere, dos no se pelean. ¿Que vienen los moros á comerciar? Ancho campo y libertad entera (esto no lo censuramos). ¿Que el sultán y los dattos nos visitan de ceremonia?... Muchas salvas, músicas y percalina (esto aún puede pasar). ¿Que se comete con ellos algún atropello? Castigo pronto y eficaz de los culpables (esto no pasa de ser justicia). Pero que son ellos los que nos atropellan, nos roban, no envían juramentados ó hacen alguna otra hazaña de las suyas, entonces prudencia, mucha prudencia; cualquier acto de energía podría traer gravísimas complicaciones, y esta palabra es el coco de todos los gobernantes de por allá. El Comandante del fuerte ó cañonero haría un escarmiento, pero sabe que el Gobernador no lo aprobaría: éste, á su vez, tomaria algunas disposiciones, pero está casi seguro de que el Comandante general de la isla no les daría su aprobación; el Comandante general, por su parte, procedería enérgicamente; pero ¿qué dirán en Manila? En Manila se ve que, para obrar como es debido, se necesitan fuerzas que no hay, y dinero que no abunda, y además el Gobierno de la Metrópoli, que, entre paréntesis, no sabe de la misa la mitad de lo que allí sucede, censuraría duramente cuanto aquellas autoridades hiciesen de motu propio. He aquí lo que venía pasando.

Además, que si á los moros se les castigaba con rigor, no faltaría quien sacase á colación la notoria crueldad de los españoles, aquella crueldad de que se llenan la boca los extranjeros cuando hablan de nosotros, y tal vez se nos dirigirían algunas notas por los representantes ingleses ó alemanes, señores que, como todos sabemos, sou modelo de blandura y de humanidad en sus relaciones con las razas indigenas que pueblan sus colonias.

En el fondo, la razón de esta política hallábase en la falta de dinero, agravada por la apatía propia de nuestro carácter

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