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decirse de ellos. Por otra parte, somos los españoles aficionadísimos á discurrir y hablar, haciendo uso de cuantos lugares comunes del pensamiento y del lenguaje corren por ahí; así es que basta que se sepa que en Mindanao hay Jesuitas y en Manila un general muy católico, para que ya se construya una historia de los hechos en que aparezcamos responsables nosotros, y los moros unos benditos de Dios, sobre todo si se saca á relucir todo aquello que de la crueldad, intolerancia, tiranía y demás excesos españoles viene diciéndose desde el Padre Bartolomé Las Casas hasta nuestros días por extraños y propios.

Y justo es decirlo. No sabemos lo que sucedería en tiempo de Hernán Cortés, Pizarro y Magallanes, aunque las leyes de Indias nos demuestran que, al menos en algunos, había gran espíritu de humanidad y blandura; no sabemos si son ciertos los horrores que se cuentan de nuestros antepasados; pero hoy por hoy nos cumple declarar que, salvo excepciones, por fortuna escasas, podremos ser los españoles incapaces, torpes, abandonados, desidiosos, todo lo que se quiera, en el gobierno de nuestras colonias; pero estamos animados de un gran espíritu de tolerancia, tal vez por el deseo de quitarnos el estigma de crueldad que no muy justamente se nos ha impreso, por quienes en sus posesiones no son, ni mucho menos, modelo de suavidad.

Los Jesuitas no son hombres vulgares, y no han pretendido nunca que se haga violencia sobre los moros de Mindanao en cuestiones religiosas, por la sencilla razón de que saben que el efecto sería contraproducente. Casi puede decirse que han renunciado á su conversión, dedicándose sólo á la de monteses, que no ofrece tantos peligros ni dificultades. Los de Tamontaca se limitan á cuidar del Orfanotorio y sus granjas y de bautizar tirurayes; los dos de Cottabato y Pollok, á ejercer de curas párrocos, decir su misa y asistir á bodas, entierros y bautizos del escaso elemento civil que allí reside. Aquí paz y después gloria (1).

(1) Se habla de la construcción de un fuerte sobre un cementerio moro. Si es cierto, mal hecho está; pero este no es la causa ocasional de la guerra, sino un accidente; tal vez una represalia. (Las últimas noticias directas del teatro de las operaciones, desmienten esta especie.)

Lo mismo que en la cuestión religiosa sucede en la de costumbres y usos de los moros. ¿En qué se van á meter las autoridades españolas, cuando el único contacto que tienen con ellos es verlos pasar en sus bancas por el río, y todo lo más comprarles media docena de gallinas cuando tienen á bien traérnoslas.

Los moros riffeños de Melilla no son súbditos nuestros, sino del Sultán de Marruecos, y, sin embargo, tienen ciertas relaciones con la plaza. Cada dia vienen con pescados y verduras, y el producto de éstas lo invierten en telas y efectos de Europa, ó se lo guardan. Dejan sus armas fuera, y tal vez con ellas nos hostilizan después. El moro que diciéndose amigo, hermano, etc., nos ha vendido un pollo tísico por la mañana, nos pega un tiro por la tarde, si nos separamos quinientos metros de nuestras fortificaciones.

Pues una cosa así sucede con los moros de Mindanao, con la diferencia á favor de los riffefios, que éstos ya han cambiado mucho y no nos hostilizan tanto, y que aquéllos, á pesar de ser nuestros súbditos, y usar nuestra bandera y tener Sultanes que cobran sueldo del Tesoro, no tan sólo cortarían la cabeza al español que encontraran en su terreno, sino que de vez en cuando son ellos mismos los agresores, juramentándose y cometiendo feroces asesinatos.

¿Qué presión ha de intentar ejercer sobre ellos ningún Gobernador? La guerra ha venido porque tenía que venir, porque estaba en la atmósfera; como vendrá otra de aquí á unos años, sobre todo si no se cambia de política.

La de los moros ya se conoce: firmar un tratado de paz con condiciones que les impongamos; dejarlas de cumplir poco á poco, ó no cumplirlas nunca; volver á su estado de siempre, ir armándose y dar suelta á su odio y ferocidad en numerosa serie de atentados, hasta ponernos en el caso de no tener otro remedio que responderles con la fuerza.

En cuanto á nosotros, con la gloria obtenida y sin el dinero gastado nos volveremos á Manila, dejando al principio fuerzas algo considerables, que las necesidades del servicio obligarán

á ir reduciendo; y paulatinamente tornaremos al punto de partida, hasta que lleno el saco de nuestra paciencia, enviemos otra expedición.

No es nuestro ánimo ocuparnos de la actual. Desconocemos aún muchos de sus detalles; y en cuanto al hecho de que el General Terreros se haya puesto á su frente, no se puede juzgar á la ligera, sobre todo si se tiene en cuenta que acudiendo fuerzas de la armada era preciso dar unidad al mando. En principio creemos que, más que expediciones costosas, lo que se necesita es una organización político militar de los distritos que habitan los moro-malayos, la cual pese verdaderamente sobre ellos, tendiendo á nular la influencia de sus dattos, á hacer que éstos ejerzan su autoridad en nombre nuestro y que no puedan aquellas semi-salvajes rancherías dar suelta á sus feroces instintos contra nuestras personas y propiedades. Sobre todo es necesario que desaparezca la esclavitud, ya que súbditos nuestros son allí oprimidos y opresores; que nuestra dominación sea tanto de hecho como de derecho, y que sin impaciencias, pero sin desmayos, trabajemos para que todas esas razas vengan á la vida de la civilización en cuanto lo permita su modo de ser; cumpliendo, en una palabra, la misión que por su historia y por sus aspiraciones corresponde á la eminentemente colonizadora España.

Juan L. Lapoulide.

ESTUDIOS SOBRE EL BANDOLERISMO

Las minas; su importancia.- Fenómenos y alteraciones que ocasionan en la vida de los pueblos y los individuos-Sus crímenes.-Un drama en la oscuridad.-Una historia negra. Conclusión.

Consignamos con gusto, al empezar este artículo, la dulce complacencia que tenemos al tributar un recuerdo de respetuosa amistad á la memoria de una ilustradísima persona que no existe, y de cuya distinguida familia, á pesar de nuestra gratitud á la generosa hospitalidad que nos dispensó, por las vicisitudes de la vida no hemos vuelto á tener noticia. Conste, pues, esta solemne protesta de adhesión hacia ella, si algún dia llega á su noticia nuestro recuerdo, saturado con el rancio perfume de la sinceridad que el tiempo trascurrido da indiscutiblemente á este desahogo del cariño, al traer á la memoria los breves días que, con motivo del suceso que nos ha de ocupar, en su tranquilo y agradable hogar pasamos.

Era nuestro amigo de raro ingenio, de traviesa imaginación, de instrucción sólida, de cabeza hermosa, rostro inteligente y simpático, de alma grande é imperfecto de cuerpo, careciendo de algún miembro que su notable habilidad suplía sin echarse de ver, llenando correctamente y sin ayuda los usos comunes de la vida.

Una emigración le unió con una noble señora extranjera, constituyendo una familia interesante, en posición desahogada, á quien su inquietud política trajo más de una privación, disgusto y sobresalto, en aquella feliz época en que el ostracismo perseguía sin tregua la libertad, la inteligencia y el decoro (1).

Desde un puesto importante, que su aptitud le había facilitado en la Corte, fué condenado á destierro á uno de los rincones más aislados, desnudos y despoblados de la montaña, en el que, si se hallaba desprovisto de lo más indispensable para el confort de la vida, en cambio gozaba de la inquieta y desconfiada vigilancia de un Alcalde de monterilla que, no queriendo incurrir en las responsabilidades con que le conminaba, de orden de S. M., el señor Intendente, Jefe político de la provincia, según le había relatado el secretrario del Concejo, determinó asociarse á él, formando su conjunta persona, ó lo que es lo mismo, comiendo, durmiendo, sintiendo y viviendo por él, y por ende á sus expensas, con lo que el cargo de celador no le era á nuestro Poncio pedáneo tan pesado ni gravoso como lo era al vigilado su sociedad á todas horas y el tener que discurrir por su criterio. Mas como en la vida se acostumbra uno hasta á los más graves males, que en la soledad llegan á veces á proporcionar el agrado de curarlos y estudiarlos, el desterrado se conformó con aquella excrecencia ó berruga que graciosa mente, por rescripto del Príncipe, le habían donado, duplicando su individualidad, y en su virtud determinó, en vez de aburrirse, ver el zumo que de ella podía sacar.

No hay libro, por malo que sea, que no contenga algo bueno, dicen los aficionados á revolver bibliotecas en el Rastro; ni individuo, podremos decir nosotros parodiando esta frase, que no sea aprovechable.

(1) Sentimos vivamente en esta ocasión hallarnos privados de la facultad de citar nombres propios, que darían á nuestro trabajo un carácter oficial. Procuraremos, sin embargo, llenar este vacío con exactas narraciones que den desde luego á conocer las personas, los lugares y los sucesos por sus detalles.

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