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Pudiéramos hablar de muchas fábricas importantes y enumerar millares de modificaciones, ideadas todas con el fin de aumentar la duración del sonido, pero esto exigiría mucho espacio.

Sólo mencionaremos después de Erard, que sintetiza la historia del piano en Europa, á Steinway, de New-York. En ese pueblo americano, que en poco más de un siglo ha realizado todos los progresos del antigno Continente, era natural que no se descuidase la producción de los pianos. Así fué que, en las Exposiciones universales de 1862 y 1867, los pianos Stenway llamaron extraordinariamente la atención por su solidez y resistencia, y aún más por el gran volumen de sus sonidos. En ellos se encuentran grandes mejoras, consistentes sobre todo en poderosos resonadores, que los hacen á propósito para tocarse en vastos locales.

De la construcción del piano en España, poco podemos decir. Á principio de siglo, algunos alemanes é italianos vinieron á la Península y establecieron pequeñas fábricas, que han llevado lánguida existencia por la competencia de las extranjeras.

En la actualidad hay varias en diversas capitales de provincia, como Barcelona, Sevilla, Valencia, etc., mereciendo especial mención la que en Madrid tienen los señores Montano, verdaderos constructores, y no armadores, como varios otros; fábrica que, por la inteligencia de sus dueños y el esmero que ponen en todos los detalles podría figurar dignamente al lado de las más importantes de Eu

ropa.

Después de haber referido brevemente la historia del piano, vamos á decir algunas palabras en defensa de un instrumento tan ridiculizado por algunos, y para cuyo descrédito se ha desperdiciado tanto ingenio, y que, sin embargo, hace mucho tiempo ha conquistado un puesto de preferencia en el arte musical, por sus excepcionales condiciones, llegando á ser en los tiempos presentes tan grandes su uso y su popularidad, que le vemos figurar hasta en las viviendas de las familias menos acomodadas.

Como para él pueden reducirse todas las obras musicales, ha servido el piano para difundir la afición á la música en general y el conocimiento de aquellas producciones de los grandes maestros que, sin su auxilio, serían patrimonio exclusivo de los pocos que poseen la suficiente ilustración musical para leer una partitura.

Base de acompañamiento, es tan indispensable al cantante como al solista; y en cuanto á los compositores, pocos serán los que no

consulten en el piano sus melodías y busquen una y mil veces sus combinaciones armónicas antes de entregarlas al papel.

Se le moteja de seco y de ser un instrumento puramente mecánico; lo primero es, hasta cierto punto, exacto: sus sonidos no se prolongan tanto como en los instrumentos de cuerda; pero sus cualidades sonoras cada vez son más notables.

El piano es seco y parece puramente mecánico cuando lo tocan manos inhabiles; pero cuando se oye tocar á un verdadero pianista que conoce los secretos de la pulsación y de los pedales, y además hace oir alguna de las producciones de los maestros, y, por otra parte, se tienen presentes sus múltiples y utilísimas aplicaciones, no puede dudarse de que el piano es el rey de los instrumentos.

José Tragó.

(Continuará).

LA ESPADA DE DOS FILOS"

IV

En constante peligro.

Dos horas después del extraño desenlace que había tenido la fiesta de familia, entraba don Julián en su casa y Ricardo ingresaba incomunicado en el Saladero.

El padre de Laura había resuelto por el camino no seguir las indicaciones del Conde; y tan luégo como estuvo en presencia del juez, valiéndose de su importancia, como amigo del Gobierno, y de las influencias que le daba su posición social, hizo de modo que, sorprendida en su buena fe la autoridad judicial, lo mandara preso é incomunicado.

Por este medio pensó don Julián ganar al menos un par de días, en cuyo plazo la unión tendría efecto sin contratiempo alguno.

El Conde se había marchado: deseaba ver á Ricardo y, ó hacerle desistir de sus propósitos y desdecirse, después de lo cual él lo perdonaría, ó, en caso contrario, hundirle un puñal en el corazón.

Pero llegó tarde al juzgado de guardia, por sólo unos minutos, y los porteros buscaban, cada cual por su lado, el modo de conciliar el

sueño.

El Conde pisó aquel sitio tan lleno de emoción, que el más inexperto de los curiales, sólo al verlo, lo tuviera por un criminal.

(1) Véanse las REVISTAS del 10 y 25 de Marzo.

Por fortuna suya, aquellos con quienes tenía que hablar lo hacían con los ojes cerrados.

-¿Qué se le ofrece á Vd., caballero?-le preguntaron.

El Conde dijo el objeto de su intempestiva llegada, obteniendo esta respuesta:

-Aún no hace cinco minutos que se marcharon.

-Lo encontraré en su casa-se dijo.

Bajó las escaleras precipitadamente y, ya en la calle, se puso á meditar cómo averiguaría las señas de Ricardo.

-No hay remedio: tengo que volver á casa de don Julián, para que me las diga.

Miró en todas direcciones y, no viendo ningún coche, á cuanto pudo andar, salió en la dirección indicada.

Todo estaba cerrado: ni una luz se veía por los balcones y ventanas: hasta la iluminación á la veneciana, que lució sobre el estanque del jardín, había desaparecido.

Llamó, no obstante, y nadie le respondió: por segunda vez hizo que el pesado aldabón cayese sobre la puerta y, después de un prolongado silencio, llegó hasta él una voz que con tono acre y desabrido, preguntaba:

-¿Quién es?

-Abra Vd., portero; necesito hablar á don Julián.
-¿Sobre qué?

-Sobre un asunto...

No pudo terminar, pues la misma voz le replicó:

-Esta no es hora; vuelva mañana, y si no, no vuelva.

A esto siguió un golpe que indicaba la violencia con que había sido cerrada una puerta vidriera, detrás de cuyo golpe reinó el más profundo silencio.

-¡Tengo que esperar á la fuerza! ¡Maldición!

Y convertido en un basilisco, tomó la dirección de su casa.

-¿Y mi hermana?-preguntó:

-La señora vino hace unas dos horas, algo más, y á los cinco minutos volvió á salir.

Entró en su dormitorio y, dejándose caer en una butaca, exclamó: -¡Todos me abandonan! ¡Estoy solo con mis recuerdos y lleno de fatales presentimientos! Diego de San Román, el asesino de su hermano y el que hubo de robarlo, murió en el presidio de Ceuta, donde estaba sufriendo la pena de cadena perpetua. Yo soy Fernando Alva

rado de Cinco-Villas, Conde de la Herencia, como puedo demostrar con cuantos documentos se me exijan. ¿Qué tengo que temer? Nada, y no obstante, tiemblo el pensar de la justicia... Calma y refleixón.

Y abandonando su asiento, se puso á pasear y á decir de esta

manera:

-Ricardo es mi sobrino carnal: está pobre porque yo arruiné á su padre: quizás con dinero... Pero nó, eso fuera venderme al comprarlo. ¿Debo matarlo? Tampoco: sospecharían de mí cuantos estaban presentes á la acusación que me dirigió. Lo más derecho es perseguirlo por calumnia y por difamación: él dirá que soy Diego; yo, que me llamo Fernando; él acusa, y él tiene que probar... ¡Probar! ¡Están bien atados todos los cabos, y cuanto diga será en perjuicio suyo! Fuí un atolondrado: estuve á punto de cometer una imprudencia: gracias al desabrimiento del portero de casa de don Julián, y á no saber las señas del domicilio de Ricardo, puedo acostarme tranquilo.

Y sin auxilio del ayuda de cámara, comenzó á desnudarse. -Cuando vea á don Julián, yo desvaneceré las sospechas que, torpe, he despertado. Nada más fácil, después de hacerle presente que he dispuesto perseguir judicialmente á ese joven, dado caso de que en público no me satisfaga, como en público me ofendió.

El Conde no había visto luces en casa de don Julián y, sin embargo, los dueños de la casa velaban á la cabecera del lecho de su hija que, presa de amargas congojas, no podía arrancar una lágrima á sus ojos.

Emilia había tomado el partido de guardar el más absoluto silencio, y ni aun contestaba á las preguntas de su marido.

Éste se sentía mortificado por varios conceptos: lo que menos le afligía era la enfermedad de su hija, y lo que menos le preocupaba, la acusación de Ricardo.

-Es Conde y es rico... ¿Qué me importa á mí ni á Ricardo cómo adquirió las riquezas?

Así raciocinaba respecto á su yerno en perspectiva.

-Estos son romanticismos de niñas mimadas: ya se curará.

De este modo discurría con relación á su hija.

La caída del Ministerio y la posibilidad de que el Conde se arrepintiera de unirse con Laura, eran su pesadilla.

Entre tanto Ricardo sufría con resignación su estrecho y poco confortable encierro, pues tranquila la conciencia y confiado en la justicia divina, no temía nada de la de los hombres.

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