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nocidos estos principios por el célebre decreto de 1.o de Octubre, á que se fijase la suerte que en su consecuencia debía caberme. En esta situación, á las dos de la tarde del 9 de Octubre se presentó en mi casa, en la calle de la Encomienda, el Comisario de policía del cuartel, con algunos dependientes suyos; examinó mi equipaje, recogió todos los papeles que encontró y me intimó, de orden del Superintendente general del ramo, que le siguiera para presentarme à éste. Mandó que le siguiera también mi hermano político D. Juan José Herrera, Subteniente de mi batallón, que vivía conmigo, y juntos marchamos á una casa en que yo creí cándidamente encontrar al Superintendente general de policía. Pronto salí de mi error, pues luego que entramos conocí que estaba en la cárcel de corte. El Comisario dió al Alcaide la orden de que nos pusiera en un calabozo sin comunicación, y así lo hizo después de habernos registrado y recogido nuestras espadas.

En el día anterior habian encerrado en la misma cárcel á mis amigos D. Pablo Govantes, D. Lucas Melo, Diputado á Cortes que había sido en la última legislatura por la provincia de Burgos, y á D. Santiago González, primo del segundo.

En el calabozo á que yo fuí destinado encontré tendido en el suelo al último, que me dió noticia de que en el inmediato se hallaba Melo. Nos entendimos á gritos, y desde luego suplicamos al Alcaide que nos reuniese; pero no obtuvimos esta gracia hasta la noche del día siguiente.

Trece días estuve en la cárcel de corte en la buena compañía de Melo, al cabo de los cuales las diligencias de mi esposa y de mis amigos lograron sacarme de allí para trasladarme al cuartel del regimiento de Caballería del Príncipe. Estaba entonces mandada la fuerza de este cuerpo, que se hallaba en Madrid, por D. Patricio Garcia, mi compañero en el de lanceros de Castilla y amigo especial también mio. Éste fué el que personalmente se presentó en la cárcel para trasladarme á su cuartel; pero me llevó á mi casa y en ella me dejó, citándome para la suya á las cuatro de la tarde del mismo día. Acudí, en efecto, á la cita, y me encontré alli á los Oficiales del Príncipe, á quie

nes García me presentó. La mayor parte de ellos me conocían, y algunos eran también amigos míos, y sin dificultad se prestaron todos á dejarme en mi casa, comprometiéndose á dar á la plaza los partes diarios de mi arresto en el cuartel, favor inmenso para mí, pero compromiso demasiado grande para los Oficiales, y sólo disculpable en medio de una confusión en que se atropellaba á cualquiera, por inocente que fuera, con tal que hubiese un realista que lo exigiera.

Al cuartel iba yo todos los días y, aunque en libertad para pasearme por todas partes, procuraba huir de toda ocasión de comprometer á las personas que tanto se arriesgaban por mí.

Nombróse á un Teniente del regimiento del Príncipe, graduado de Teniente coronel, fiscal de la causa que debía formárseme, y por él supe desde luégó quién era mi acusador y el delito que se me imputaba. El acusador era el ya General Bessières, y el delito haber mandado yo fusilar á 33 prisioneros de los de Aranda. Esta era una calumnia la más fácil de justificar; pero el calumniador tenía demasiado poder en aquellos aciagos días para vengarse impunemente de su derrota sobre mi persona, y debí, naturalmente, temer un atropellamiento de los que tan comunmente se cometían con los pretextos más leves.

Sin embargo, la conciencia de muchas de las personas constituídas en autoridad que reprobaban aquellos excesos; mis amigos y parientes, que con la mayor decisión se esforzaron por aclarar la verdad de los hechos, y algunos de los papeles que se me cogieron por el Comisario de policía y que pasaron á manos del Capitán general y de éste al fiscal, me facilitaron los medios de justificación y pude esperar que ésta llegaría á ser completa.

Entre los papeles que se me aprehendieron había una carta del General Freyre, recibida pocos días antes, en la cual me decía el General que no debía ir á mi país sin una seguridad, por parte del Gobierno, de que no se me molestaría por mis opiniones ni por el triunfo de Aranda, que al cabo era demasiado notable. Estas palabras formaban en aquella época un car

go contra mi; pero las demás de la carta manifestaban el aprecio particular que yo merecía al General, y esta circunstancia me favorecia en el concepto de las personas que, aunque adictas á la causa triunfante, no se dejaban arrastrar de las pasiones que entonces dominaban.

Todavía me favoreció más un diario que yo llevaba hacía años de mis viajes, con la relación de los sucesos que presenciaba ó en que tomaba parte: en él estaba la acción de Aranda, y por esta razón se unió á la causa con la carta del General Freyre.

El fiscal, D. Policarpo Aldana, realista decidido, no lo estaba á hacerme justicia, porque creía comprometerse y, por otro lado, para proceder contra mí le detenia, más que la consideración de mi inocencia, la que me tenían todos sus Jefes y compañeros. Así que, después de entretener la causa por espacio de dos meses con insignificantes diligencias, aprovechó el primer pretexto que encontró para desprenderse de ella.

En los primeros dias de Diciembre, movido por un sentimiento de delicadeza, me presenté en el cuartel con la resolución de quedarme en él; y aunque el Oficial que estaba de guardia se esforzó por disuadirme de ella, insisti en mi propósito y le llevé á efecto, bien que algunas noches las pasaba en mi casa.

Una tarde se presentó un hombre con capa parda en la guardia de prevención preguntando por mí: me mostré á él y me dijo estar encargado por mi nuevo fiscal de ofrecerme todos los servicios que éste pudiera dispensarme, sin faltar á su deber: me instó vivamente á que le acompañara para ver al mismo fiscal, de quien nada debía temer por la salida de mi arresto, pues que ya sabía que se me franqueaba á todas horas; y al fin, viendo yo tanta insistencia, cedi y acompañé á mi interlocutor hasta una casa de la calle de Luzón. Al entrar en ella, tiró su capa y me dijo: «Yo soy el nuevo fiscal, dispuesto á favorecer á usted, por la recomendación de un amigo de ambos.» Este paso presagiaba el pronto y feliz éxito de mi causa; pero desgraciadamente las buenas disposiciones del nuevo fiscal no pasaron

de simples deseos; porque, como el anterior, no se atrevió á poner en claro una calumnia que, cuando menos, había de presentar como un impostor al General Bessières. Lo más que aquél hizo fué tomarme la primera declaración á los dos meses y medio de hallarme arrestado.

En la tarde del 6 de Enero de 1824, el regimiento del Príncipe recibió orden de salir al día siguiente de Madrid: por la noche, otra del Gobernador de la plaza dispuso que fuesen trasladados al cuartel de San Nicolás un Coronel y un cadete que en la misma guardia que yo se hallaban arrestados: nada se decía de mi persona y, por consiguiente, en el cuartel permanecí hasta la salida del regimiento y de la guardia de prevención, que allí me dejó, sin decirme lo que debía hacer y sin haber consultado tampoco á los Jefes de la plaza el destino que debía dárseme.

Abandonado así á mi voluntad, me trasladé á mí casa, y desde ella manifesté en un oficio al Capitán general lo ocurrido, pidiéndole que me permitiese permanecer con mi familia hasta restablecerme de un mal que padecía. De orden del Capitán general se me presentaron dos facultativos á reconocerme, los cuales dijeron que efectivamente me hallaba enfermo; con esta declaración obtuve el permiso solicitado, á condición, no obstante, de presentarme en el cuartel de San Nicolás tan pronto como me encontrara restablecido. Desde este momento empecé á disfrutar de un favor completo de la Capitanía general, en cuya Secretaría se detuvo la causa que á ella se había remitido para el nombramiento de tercer fiscal, por haber obtenido destino fuera de Madrid el segundo.

Mientras Bessières ocupase en la corte la posición influyente que tenía, era visto que ningún fiscal se atrevería á admitir mi justificación; y como por otra parte no aflojaba el espíritu perseguidor contra los liberales, me convencí de que el mejor partido que podía tomar era el de hacer que la causa permaneciese estancada, toda vez que había conseguido una libertad tolerada para andar por donde queria. Así, pues, continué hasta que por el decreto de 1.° de Mayo se determinaron los casos á

que debía aplicarse el indulto que en él se concedía y los que quedaban exceptuados, que eran en mayor número, y en los cuales debían continuarse los procedimientos judiciales, ó empezarse, si aún no estaban incoados. No sin razón fué aquel decreto llamado de persecución, más bien que de indulto, pues que por sus disposiciones hubo que poner presas á muchas personas que hasta entonces no habían sido molestadas.

Yo fuí de los exceptuados, debiendo pasar á Valladolid, porque allí, según el decreto, debia continuar mi causa, tratándose de un delito cometido en el territorio de la Capitanía general de Castilla la Vieja. Por la de Madrid se mandó que yo fuese conducido con una escolta; pero consegui que se me dejase ir solo, bajo mi palabra de honor. De este modo, y con las recomendaciones que me procuré para el Capitán general, don Carlos O'Donnell, fuí de éste bien recibido, y mejor aún después por su Auditor, D. Mariano Caballero.

No lo fuí tan bien del fiscal que en Valladolid se me nombró; pero hablado luégo por amigos mios, llegó á tanto su deferencia por mí, que yo mismo dirigí todos los procedimientos de mi causa. Era este fiscal D. Francisco Juliá Espinosa de los Monteros, Sargento mayor retirado del regimiento de Infantería de Granada, militar anciano ya, educado, por consiguiente, en la antigua disciplina, devoto hasta la superstición y gran enemigo de los liberales; pero, hombre de gran probidad, sólo necesitaba que se le convenciese de la justicia, para abandonar toda prevención de partido. Así fué que, tan pronto como él conoció que mi causa no tenía otro origen que el resentimiento de un hombre vencido en buena lid, se me mostró indignado contra mi acusador y dispuesto á seguir el camino que yo le indiqué, como el más corto para la averiguación de los hechos de que se me acusaba.

No podían ser considerados como imparciales los testigos que se eligiesen entre los vencidos ni entre los vencedores; y puesto que la acción de que se trataba había tenido lugar en la población de Aranda, de ella pedía yo se tomasen todos los testigos, que se quisiese. Así se hizo, en efecto, comisionando

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