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ñoles vencedores los héroes de su libro y, sin embargo, toda la gloria, como todo el interés, es para los indios vencidos.

Comete también Ercilla un gravísimo error, común en casi todos los poetas épicos españoles, cuando se empeña en usurpar su oficio á la historia, relatando de un modo tan minucioso los sucesos y aduciendo tal copia de datos en apoyo de lo que quiere presentar como verdadero, que no parece sino que funda su mayor deseo en merecer el crédito de historiador verídico, aunque para esto tenga que sacrificar la inventiva del poeta.

La circunstancia, para él tan honrosa, de haber intervenido en la campaña, le proporcionó indudablemente grandes ventajas para la ejecución de su obra, pero al mismo tiempo le hizo adquirir los defectos propios de un testigo presencial, que pone particular empeño en no omitir nada de cuanto ha visto; así es que, con menoscabo del efecto general del poema, se detiene á narrar sucesos que carecen en absoluto de interés y, temiendo suprimir el más leve detalle, infringe con frecuencia aquel sabio precepto de buen gusto, que con tanta belleza esplanó Boileau en su Art poetique, y del que nuestro Arriaza hizo la siguiente elegante traducción:

«Autor hay que, prolijo, no descansa
si su objeto no apura y desmenuza.
Se le ofrece un palacio, y lo primero
la fachada te pinta: una por una
por las estancias todas te pasea;
cada dos pasos á un balcón te asoma
para que notes los balaustres de oro;
un vestíbulo aquí, la escalinata
por otro lado, y por contar del techo
los óvalos, la nuca te destruye.
Todo astrágalos es, festones todo.
Yo voy saltando páginas, y apenas
por el jardín me salvo escabullido.
Huye tú así tan vanos pormenores;

siempre lo que es supérfluo es enojoso
y, empalagado, el gusto lo repugna.

Sabe escribir quien sepa ser conciso. >>

De ese defecto nace otro no menos censurable, cual es la monotonía en los relatos, defecto que, aunque tarde, fué notado por el autor, según lo prueba esta octava del canto vigésimo:

Todo ha de ser batallas y asperezas,
discordia, sangre, fuego, enemistades,
odios, rencores, sañas y bravezas,.
desatino, furor, temeridades,
rabias, iras, venganzas y fierezas,
muertes, destrozos, riñas, crueldades;
que al mismo Marte ya pondrían hastío,
agotando un caudal mayor que el mío?>

Pero es el caso que, al querer salvar ese escollo y dar al poema amenidad, incurrió en faltas de otra indole, pues la mayor parte de los episodios que introdujo son inconvenientes: unos, por demasiado prolijos; y otros, la Historia de la batalla de Lepanto y la Defensa de Dido, entre ellos, por la absoluta carencia de relación con el asunto.

Además, la versificación es frecuentemente desaliñada, y el estilo peca en muchas ocasiones de trivial y aun de bajo, defectos todos que, volvemos á decirlo, no impiden que sea la Araucana un libro de mérito extraordinario, pero sí la imposibilitan, no ya para figurar al lado de los grandes modelos, sino hasta para merecer el dictado de verdadero poema épico.

Y una vez reconocidos, aunque muy á la ligera, los esfuerzos hechos en España para conseguir los favores de la musa épica, sin que el resultado haya correspondido á la intención. de los autores, nos sale naturalmente al paso esta pregunta: ¿por qué se lamenta el vacío de un buen poema épico en la nación que, si en los tiempos antiguos tuvo la gloria de producir los dos épicos latinos más célebres, después de Virgilio,

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como fueron Lucano y Silio Itálico, en los nuestros ha dado el ser al Duque de Rivas, á Zorrilla y á Campoamor, esos grandes maestros en lo que los preceptistas llaman formas fragmentarias de la Épica, ó poemas menores? En vano se buscará una causa que lo explique completa y satisfactoriamente. No puede hallarse en la carencia de buenos poetas, pues las sombras de Rioja, Herrera, Calderón, Quevedo, los autores mismos de los poemas que dejamos citados y otros ciento que podríamos citar, se presentarían á protestar contra tamaña injusticia, alegando como títulos irrecusables de su valer las admirables obras que nos han legado para recuerdo eterno de sus autores y perpetua gloria de las letras castellanas.

Menos todavía debe atribuirse á la imperfección de los instrumentos necesarios, puesto que, cuando nuestros poetas del siglo XVI comenzaron á cultivar el género, ya contábamos con una lengua viva, sonora y majestuosa como la que más, y con una versificación robusta y adecuada para expresar todo género de asuntos.

Tampoco se encontraría en la falta de acontecimientos capaces de inspirar la musa épica: la gigantesca guerra de la Reconquista, el maravilloso descubrimiento de América, las porfiadas luchas nacidas á la aparición de la Reforma, y otros sucesos marcados con caracteres indelebles en nuestra historia, bien podían prestarla asunto interesante y digno.

Buena prueba de ello es nuestro inmortal Romancero, que, si bien por su falta de unidad y de otras condiciones consecuencia de aquélla, no puede propiamente ser llamado poema épico, atestigua, al mismo tiempo que el ingenio de sus autores para esa clase de obras, la existencia de magníficos asuntos.

Mas es lo cierto que, explicado ó no, el hecho se nos impone, obligándonos á sentir sus consecuencias.

Lo que sí se comprende fácilmente es la causa de que no pueda producirse la Épica en nuestros días con la majestad que ostentó en lo pasado, y la decadencia que desde hace mucho tiempo afecta en todas las naciones civilizadas. Cierto que en la moderna literatura ha aparecido un nuevo género con el

nombre de Poesia épico-filosófico-social, que ha aumentado el tesoro de las obras maestras con algunas tan notables como el Fausto de Goëthe, el Don Juan de Byron, El diablo mundo de Espronceda y el Ahasverus de Tuinet; pero la aparición misma de este género, mezcla de elementos épicos, líricos y dramáticos, y cuyos títulos de legitimidad dentro de la Poesia épica son obstinadamente negados por gran número de escritores, antes robustece que debilita la afirmación de debilita la afirmación de que el verdadero poema épico, tal como fué siempre comprendido, está destinado á desaparecer, ó cuando menos á trasformarse profundamente.

Y la razón es obvia: extinguida la fe en los sucesos sobrenaturales y milagrosos, las teorías científicas no muy susceptibles de inspirar al poeta, sustituyendo á las antiguas sorprendentes explicaciones de los fenómenos físicos; el espíritu de agitación y lucha constante que caracteriza á la época presente, poco á propósito para facilitar la producción de obras poéticas que por su naturaleza reclaman largo tiempo y penosos desvelos; la imprenta trasmitiéndonos la crítica de la historia con tal exactitud, que hace muy difícil, si no imposible, la formación de tradicionales leyendas; el vapor y la electricidad facilitando el trato de los hombres y países más distantes; el conocimiento de muchas verdades arrancadas por nuestro siglo de entre el ropaje misterioso y poético en que se hallaban envueltas; todo, en fin, contribuye á reducir la esfera de acción del poeta épico, impidiéndole remontarse á las alturas que invadió en otras edades.

La novela y esos nuevos poemas de que dejamos hecha mención, composiciones ambas más en armonía con el espíritu que informa á la sociedad moderna, reemplazan por todas partes á los antiguos poemas épicos, y bien puede afirmarse que la falta de éstos en la literatura española quedará compensada suficientemente con la riqueza y hermosura de que puede hacer gala en todos los demás géneros poéticos.

Manuel Gómez Sigura.

UN DRAMA VULGAR

I

Triste vida la de Soledad en los albores de su juventud. Hija única de un veterano Capitán de la guerra civil de los siete años, huérfana de madre desde pequeñita, recibió por toda herencia, al morir su padre, antigua y mohosa espada que acompañó á su dueño en sus campañas, y no sabemos qué cruz de benemérito de la patria, que debió dar gran lustre al que supo ganarla con su heroismo, pero que, por desgracia, no produjo ni dos pesetas que poder dejar á la familia para el mañana. Viejo, muy viejo murió el Capitán; y si ascendió tan poco, fué porque para él holgaba la palabra pronunciamiento. Cada empleo habíale costado una herida, y tres ó cuatro veces quedó por muerto en el campo de batalla. Eso sí, su hoja de servicios no podía ser más gloriosa; pero la gloria no se cotiza, y Soledad encontróse á la muerte de su padre con que ni para comprarle sepultura tenía.

Sin otro pariente que una anciana tía, casi imposibilitada é incapaz de prestar la más mínima ayuda, gracias á algunos amigos del difunto, compadecidos de tal desgracia, se pagaron á escote los gastos del entierro y aún quedó un remanente, que vino de perilla para adquirir la más modesta máquina de coser que, en fuerza de indaga

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