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esta misma causa improductivos, y que puestos en circulacion estaban destinados á ser nueva fuente de riquezas? ¿Serian sordos los legisladores de 1820 á lo qué contra este abuso habian clamado tantos economistas en España misma durante los tiem pos del absolutismo? Hacer reformas sin lastimar intereses de esta ó de otra clase, no es posible. Elos hombres de buen juicio, no hay mas que resignarse y ceder á la ley de la necesidad, que exige á veces dolorosos sacrificios.

Sensacion mas profunda en otras clases acostumbradas á la preponderancia, hizo la ley de supresion de monacales. Fué voz de alarma, de indignacion, de preparativos para nuevas guèrras. Tras los monacales, podian ir las otras comunidades religiosas: tras de los bienes de los monges; los del clero. Se concibe la hostilidad de las partes lastimadas, la de las que temian igual suerte; los pasos de las personas influyentes, los del nuncio del Papa, á fin de que no se llevase adelante la medida. Todo se puso en movimiento, para impedir que el Rey diese su sancion á dicha ley; el monarca la negó en efecto, alegando que no podia dar un paso que repugnaba á su conciencia. Los ministros no podian ceder en la demanda; conocian su terreno: renovaron con firmeza sus instancias, é hicieron ver los peligros que provocaba tal vez su resistencia. Sus enemigos los acusan de haberle amenazado con un tumulto del pueblo, pero los ministros no necesitaban usar un lenguaje tan descomedido. Les bastaba la sencilla indicacion del estado de los ánimos, y la irritacion que comenzaba á sentirse, corriendo ya el rumor de la repugnancia del monarca. El asunto era sério, y necesario el evitar compromisos con el público. Los secretarios del despacho esforzaron con seriedad y teson, razones tan plausibles. Cedió el Rey al fin, aunque con manifiesta repugnancia, con visos de despecho, y puso su firma á una sancion, de que dijo protestaba en su conciencia.

En seguida (el 25 de octubre), partió el Rey con la Reina y los Infantes para el Escorial, cuyo monasterio habia sido exceptuado, á peticion del Rey, de lo dispuesto sobre monacales. Fué recibido de los monges con las muestras del mas vivo regocijo, y festejado por toda la poblacion, tan acostumbrada á los benefi26

TOMO IL.

cios que le resultaban de la presencia de sus reyes. Olvidó Fernando por algunos momentos los disgustos y sinsabores que le habian alejado de Madrid, y se propuso prolongar todo lo posible su mansion en aquel punto, donde todos se le manifestaban tan sumisos y obsequiosos. Allí se comenzaron á formar planes sérios de acabaron unas instituciones, que ya comenzaban á ser objeto de violentas cóleras. La proximidad del fin de la primer legislatura de las Córtes, los alentaba sin duda á pensar que ya llegaba el tiempo de probar fortuna mas en grande.

No concurrió el Rey á este solemne acto, como ya hemos vis. to. Alegó una indisposicion que de nadie fué creida, y de que tampoco se hacia gran misterio. Llegaron con esto los recelos á un grado de exaltacion escitada con lo que estaba delante de los ojos, con el recuerdo sobre todo, de la catástrofe que habia tenido lugar durante seis años. Hasta para los mas moderados, era lå prolongada residencia de la corte en aquel sitio real, objeto de sérias inquietudes.

El 16 de noviembre, siete dias despues de aquel acto, se presentó al capitan general de Castilla la Nueva (D. Gaspar de Vigodet) el general D. José Carbajal, con una carta-órden autógrafa del Rey, en que se le nombraba sucesor suyo en aquel mando. No estaba la órden refrendada con la firma de ningun ministro, circunstancia indispensable, segun el artículo 225 de la Constitucion, para que se diese cumplimiento á toda órden ó disposicion, emanada del monarca.

Se negó por lo mismo el general Vigodet á obedecerla; insistió por su parte el de igual clase Carbajal, en que á la sobérana disposicion se le diese debido cumplimiento. Para terminar el altercado, pasaron los dos al ministerio de la Guerra. Imaginese la sorpresa y el asombro que se apoderó de los ánimos de los secretarios del despacho, con una ocurrencia que acababa de desgarrar para ellos tantos velos. Parecia natural que en tan duro compromiso, tratasen de tener la cosa oculta y volar inmediatamente al Escorial, á fin de revocar la fatal órden. ¿ Mas lo podian? ¿Estaban seguros de que el secreto no seria divulgado, hasta por los mismos perpetradores del escándalo? ¿No se espo

nian callando, al peligro de pasar por cómplices? Decidiéronse á no hacer misterio de la ocurrencia, que traspiró en el público á muy pocas horas. Se tachó por algunos esta conducta de duplicidad; mas los ministros ya no se podian mover por otra línea, una vez declarados en abierta y completa hostilidad sus enemigos. Por otra parte, ¿cómo podian desconocer que eran ellos las víctimas primeras, que designaba tal vez la mano atroz de la venganza?

No se procedió, pues, al cumplimianto de la carta autógrafa: el general Carbajal, dejó de hacer valer sus pretensiones. Muy pronto se difundió por el público de Madrid, que el Rey se propasaba á espedir órdenes, infringiendo formalidades prescritas por la Constitucion, y cuyo solo objeto era asegurar el carácter de sagrada inviolabilidad en su persona. ¿Ignoraba el Rey el artículo 225 de la Constitucion? ¿Le ignoraban las personas que le habian inducido á dar este paso temerario? Era, pues, un guante arrojado, un alzamiento de bandera. ¿Bajo qué otro aspecto podia presentarse? ¿De quién fué, pues, la culpa, que el público se alarmase, que hubiese muestras de agitacion, de abierto descontento, que se volviesen á llenar de gente acalorada las sociedades patrióticas, que se hablase de los peligros que amenazaban á la Constitucion, que se presentase la funesta perspectiva de otra reaccion acompañada y seguida de rigores y venganzas? Tal fué, en efecto, las escenas de disturbio y de alarma que ofreció la capital, el dia que se supo la fatal noticia. La diputacion permanente, presidida por el Sr. Muñoz Torrero, recibió diputaciones del pueblo acalorado, que hacia un solemne llamamiento á su' acendrado patriotismo; prueba de que las gentes no se precipitaron á ningun esceso, y que en el de su indignacion, no se olvidaron de acogerse á la autoridad, encargada, principalmente, de velar por las leyes fundamentales del Estado.

Acogió la diputacion benignamente á las del pueblo, y les prometió trabajar para responder dignamente á su confianza. En seguida escribió al Rey, pintándole con colores fieles el estado de la capital, y suplicándole volviese cuanto mas antes á calmar la efervescencia de los ánimos. Manifestaba al

mismo tiempo, sus deseos y opinion de que convocase Córtes extraordinarias.

La corte, penetrada de lo imprudente, de lo temerario del paso que habia dado, sin valor para arrostrar las consecuencias que produciria irremediablemente el repetirle, retrocedió ante la indignacion del público, manifestó á la diputacion que todo aquello no habia sido efecto mas, que de imprevision y una mala inteligencia. Para dar á la cosa colorido de sinceridad, hizo dos víctimas, separando de su lado al mayordomo mayor y al confesor, que se creian de mas influencia en los pasos reaccionarios de palacio. Prometió volver á Madrid, con objeto de acallar los ánimos; mas que no convendria hacerlo mientras durase una irritacion y efervescencia, que podria hasta comprometer la dignidad de su persona.

Hizo, pues, el Rey su entrada pública en Madrid, el 21 de noviembre. Se agolpó la muchedumbre á recibirle fuera de las mismas puertas; y en medio de sus olas encrespadas, se movió el coche real hasta su entrada en el palacio. Vivas al Rey constitucional, azotaron el aire en todas direcciones: con ellos salieron mezcla dos, gritos de animadversion y descontento. No fué aquella, como algunas anteriores, una acogida de favor y de entusiasmo; tampoco de abierta reprobacion y de censura. Era la de un pueblo dispuesto á perdonar, y que se contentaba con amonestaciones saludables. Hubo vivas para el Rey constitucional; otros para la Constitucion tan solamente. Enseñaban algunos el libro alRey, agitándole en el aire, estrechándole en seguida contra el corazon y aplicándole á los labios. Quimera hubiese sido pedir compostura y circunspeccion á la inmensa muchedumbre, con las pasiones de aquellos dias agitada. Iguales escenas se repitieron en la plaza de palacio, cuando despues de apeado el Rey, se asomó al balcon á saludar al pueblo.

Se pintaron estas escenas con negro colorido por los historiadores y publicistas de la época; mas si citan rasgos de mucha exaltacion, y era vivísima en aquellas circunstancias, ninguno de insulto y vilipendio hacia la persona del monarca. Si se atiende al acontecimiento que la provocaba, resultará en cierto

modo la moderacion del pueblo, que se contentaba con dar vivas á la Constitucion, y besar el libro donde estaba escrita. Ni insultos ni atropellos marcaron aquella reunion, donde sin duda habia gentes de todos los colores. Los que tenian entonces por hábito declamar contra lo que llamaban alaridos feroces de las turbas, jamás descendian á la enumeracion de los golpes, de las heridas, de las muertes. No era asi como el pueblo de Paris manifestaba su disgusto en circunstancias parecidas: Los que hacian á cada paso comparaciones odiosas, carecian sin duda de memoria.

Que el Rey se ofendió mucho de semejantes manifestaciones es probable, y se puede hasta dar por positivo; que se retiró del balcon indignado, con nuevos odios hácia la Constitucion, objeto de sus repugnancias, ¿á quién podia ocultarse?¿ Mas de quién era la culpa? La infraccion de la ley fundamental ¿no habia sido manifiesta? ¿De quién podian quejarse los que habian errado un cálculo? ¿Contaban con que el público asistiria tranquilo á la declaracion de guerra, ó acaso la apoyase? Con el nombramiento de un nuevo capitan general de Castilla la Nueva, se habia inaugurado la época del derribo de la Constitucion, seis años antes.

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Despues de tan fatal declaracion de guerra, no podia ser la situacion de España mas anómala. Ya se habia descorrido el velo que cubria tantas ilusiones. Ya era público y notorio para todos los partidos, que el Rey era contrario á la Constitucion que habia jurado y proclamado; para los liberales, que tenian un enemigo; para los serviles, un protector y gefe reconocido en la persona de Fernando. El nombramiento del capitan general, no era de aquellos hechos á que un hábil casuista puede dar varias esplicaciones; desgraciadamente no tenia mas que una. El Rey y la Constitucion, eran ya incompatibles: é inevitable entre dos principios opuestos, una pugna á muerte. Despues de la fuga de Luis XVI; despues de tantas pruebas como habia dado de serle repugnante el nuevo régimen de Francia; despues de la emigracion de sus hermanos y parientes que atizaban en paises extranjeros el fuego de la guerra contra el suyo propio, to

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