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davía se empeñaban en creer los sinceros constitucionales, que el Rey podia estar á la cabeza de la Constitucion, indentificarse con sus disposiciones y principios. Era una amalgama impracticable; del todo imposible. Se saben las consecuencias lamentables de un cálculo torcido. Acabó la revolucion francesa con el Rey francés; el españg, con la española: y una de las causas principales de la ruina de nuestra Constitucion, es que habia existido la revolucion francesa. Parece esto paradoja; mas se explica muy sencillamente. Habia ido acompañado este gran trastorno de tanta sangre, tantos horrores, tantos crímenes y atrocidades; tal habia sido el luto de que habian cubierto á la Francia los miles de cadalsos, las proscripciones en masa, la metralla de Lyon y de Tolon, las anegadas de Nantes y otros rasgos de ferocidad de tigre con que se habian distinguido los procónsules dictadores en departamentos disidentes, que estos recuerdos, mucho mas frescos en el año á que aludimos que en el dia, tenian aterrados los ánimos de nuestros constitucionales mas fieles y sinceros. El temor de seguir aquella senda, de precipitarnos por una pendiente tan fatal, encadenaba los ánimos y los hacia hasta insensibles á los peligros que corrian, tomando por la opuesta. La acusacion de República era la mas cruel que se podia lanzar en aquellas circunstancias, y los exaltados, es decir, algunos de ellos á que con imprudencia se aplicaba, la repelian con la indignacion mas viva. Los nombres de Danton, Marat, Robespierre y otros de fatal memoria que pronunciaban con énfasis algunos para denostar á los que llamaban alborotadores, ninguno los queria; todos los rechazaban con igual horror, y guardando el respeto debido á la verdad, se hallaban hasta los mas acalorados, á mil leguas de poder llevarlos con justicia. Habian tenido lugar algunos alborotos, vociferaciones, reuniones extraordinarias en las sociedades patrióticas, declamaciones infinitas, acaloramiento estremo en muchos casos, sobra de fiestas, de ovaciones, de cantos populares, lo mismo que en Paris; menos la sangre, los cadáveres, las picas, los sables de que iban armadas, inclusas las mugeres, las turbas feroces de aquella capital inmensa. Una entrada de Luis XVI

en Paris con motivo análogo al que promovió la de Fernando el 21 de noviembre, hubiese producido otros resultados que el de enseñarle el libro de la Constitucion, y besarle con entusiasmo á su presencia. Es preciso analizar las cosas, poner las cuestiones en su terreno propio. El pueblo de Madrid, no era el de Paris: eran sus instintos liberale de otro género: en los hombres de reflexion, el recuerdo de aquellos acontecimientos paralizaba su accion, y los hacia ciegos á sus propias convicciones. Se quiso llevar el ensayo constitucional hasta los últimos confines de lo posible; se obstinaron los hombres en la idea de que el Rey se reduciria al buen partido, de que la fuerza, la magestad de las leyes, pondria un freno irresistible á los enemigos jurados de las instituciones. Todo, primero que correr el peligro de imitar á los franceses, era el sentimiento general, y libertad y no licencia, el tema favorito de los tenidos por pensadores, por hombres de esperiencia. Sobre todo lo demas, se cerraron los ojos; y por no tomar una senda que podia ser fatal, se caminó sin plan, sin guia, á la ventura. Hé aquí la verdad de los hechos, en cuya exactitud convendrán sin duda, los que conserven memoria de la época. Si habia entre nosotros lo que se llama una revolucion, la paralizaron los recuerdos, los rastros de sangre que habia dejado la francesa.

Se pasó lo poco que restaba del año 1820, sin novedad digna de notarse. No volvió el Rey al Escorial por toda aquella temporada. Si su regreso á la capital no restableció del todo la tranquilidad, recobraron los negocios su curso de costumbre. Algun bien habia producido, el accidente inesperado que dió lugar á la última tormenta. Vieron los ministros de mas cerca, el abismo que se queria abrir bajo sus plantas. Los moderados depusieron algo la confianza que abrigaban ó afectaban abrigar, sobre la firmeza incontrastable de las instituciones liberales. Las restricciones de las facultades que la Constitucion concedia al Rey, no era un preservativo eficaz á los ojos de los que no se fiaban en el testo de la ley, cuando hay intenciones tan formales de subvertir su espíritu. Alto rango, grandes riquezas, prestigio antiguo, cooperacion de un partido numeroso,

excitacion por parte de los soberanos de la Santa Alianza, todo se manifestaba con el carácter formidable que en la realidad tenia. Los liberales divididos, se acercaron algo y trataron de formar una masa sólida y compacta. Se volvieron á ver en puestos eminentes, hombres de mérito que estaban en una especie de desgracia. El general D. Rafael del Riego, fué nombrado capitan general de Aragon; el de la misma clase D. Manuel de Velasco, pasó con igual mando á Extremadura; y á Navarra, D. Miguel Lopez Baños. Los gefes y otras mas personas que habian tenido que cambiar de domicilio con motivo de las ocurrencias de setiembre, volvieron á sus antiguos puestos. Todos los hombres bien intencionados, los que por principios ó intereses querian la consolidacion del sistema constitucional, reconocieron la necesidad y conveniencia pública de sostener con todas sus fuerzas un ministerio, de cuya buena fé, de cuyo patriotismo, se tenian datos tan irrefragables. De cuantos hombres figuraban en la escena pública, ningunos daban pruebas de tanto valor cívico. Parecia, pues, segura por entonces la marcha constitucional á los ojos de los que alcanzaban poco, despues de la energía y de la unidad de sentimientos con que habia desbaratado la primera tentativa de la corte. Mas arrojado el guante ya una vez, era imposible que dejase de echarse la segunda, la tercera y cuantas favorables coyunturas se ofreciesen.

Continuaba el Rey en Madrid; sino era ya objeto como antes de obsequios públicos, cuando tantas ilusiones se abrigaban de su buena fé, tampoco de denuestos y de insultos, como quisieron hacer creer los que trazaron estos cuadros con tintas tan fatídicas. No; en aquellos meses á que aludimos, ninguno pronunció su nombre con apodos de baldon, ni le hizo blanco de vilipendio á su presentacion en público. Su corazon estaba sin duda ulcerado, con las desagradables escenas á que habia dado orígen su imprudencia: el disgusto con que miraba á los ministros, tomaba mas cuerpo cada dia. Se acusó á estos de provocar en las sociedades patrióticas, y por otros resortes, la agitacion, la efervescencía pública que habian promovido la vuelta del monarca, y pulverizado las maquinaciones de la corte: no habia calumnia

que arredrase á los que se habian propuesto presentar estos hombres, como los opresores, los tiranos, los carceleros del Rey de las Españas: mas valiera decir, que el Rey y los ministros constitucionales eran dos entidades que se rechazaban mútuamente.

Una ocurrencia desagradable tuvo lugar á principios del año 1821, que por fortuna no produjo fatales consecuencias. El 5 de febrero, á la salida ó á la entrada del Rey en palacio, se trabó una reyerta entre varios milicianos nacionales, y unos guardias de Corps que estaban de capa, pues no hacian parte de la escolta. Que la agresion fué de estos últimos, es un hecho positivo; mas se les disculpó por su celo en vengar los denuestos de que era objeto el Rey, á sus entradas y salidas de palacio. Los insultos y denuestos eran vivas al Rey constitucional, único desahogo que se permitia el pueblo, y que la corte, al parecer, calificaba de ultraje. Como los guardias iban armados de espada, hicieron al principio de la refriega dos ó tres heridos. Corrió como un relámpago la voz de alarma por todo el vecindario los alrededores de palacio se llenaron de gente, mientras la milicia nacional y algunas tropas de la guarnicion se ponian sobre las armas. Los guardias agresores y los que bian dado la escolta al Rey, acosados por la gritería de la muchedumbre, corrieron á refugiarse á su cuartel, donde por igual causa se vieron pronto reunidos todos los individuos de aquel cuerpo. Un regimiento de la guarnicion se situó á la puerta del local, sin permitir á nadie la salida; mas sin ningun otro acto de hostilidad, que indicase ataque á viva fuerza. Duró la agitacion toda aquella tarde y noche, en calles, en cafés, en las sociedades patrióticas. Se pedia el castigo de aquel atropello escandaloso; se hablaba de forzar la entrada del cuartel de Guardias, mas la tropa la dèfendió con energía, resuelta á repeler la fuerza con la fuerza.

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Mientras tanto se reunió la diputacion permanente, se convocó asimismo el Consejo de Estado, y se entró en deliberaciones sobre adoptar un partido en ocurrencia tan desagradable. La diputacion permanente recibió comisionados en nombre de

TOMO II.

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los que pedian castigo y providencias severas, pues nadie dudaba, que la agresion habia sido de parte de los guardias. La diputacion apoyaba estos deseos; el consejo se mostraba vacilante; y los ministros, decididos á tomar muy sériamente un negocio que tenia en agitacion á todo el vecindario. El Rey tergiversaba, y mostraba resistencia á castigar lo que á sus ojos no era mas que un rasgo de fidelidad á su persona, y resolucion de consagrarse á la vindicacion de sus derechos ultrajados. Nueva pugna entre el Rey y sus ministros: la misma inflexibilidad por parte de estos en no ceder á exigencias, que les parecieron incompatibles con la conservacion del órden público. Con visible y mal disimulada repugnancia firmó el decreto disolviendo el cuerpo de Guardias de la Real persona, que inspiraba hacía tiempo, muy sérias inquietudes. Se sosegó el pueblo con la providencia; mas los Guardias que tuvieron secreto aviso de lo que pasaba, se salieron con sus caballos por la puerta de su cuartel que daba al campo, y se alejaron á toda brida en varias direcciones.

Quedó el Rey nuevamente irritado con los secretarios del despacho. Era la intriga palaciega presentarlos como poco respe tuosos á la persona del monarca, como apadrinadores de los insultos que recibian del público. Se hacian sonar muy alto estos insultos, para hacer ver que estaba de parte del Rey la sinceridad hácia el sistema constitucional, y que todo el daño venia de lo mal que le trataban. Llegó el Rey hasta acusar en el seno del Conse jo de Estado á los ministros, de la conducta que observaban con rèspecto á su persona. Los secretarios del despacho, delante de los que se hacian estos cargos, respondieron sencillamente, que si no tenian la fortuna de complacer al Rey, era porque se habian propuesto caminar por la línea que les trazaban sus obligaciones.

El plan era conocido, aunque habia muy poco tino en la concepcion, y menos habilidad en conducirle. Las quejas no lenian el aire de sinceridad; á recriminaciones tan ligeras se daba poco crédito, á no ser por los ilusos, y los afiliados en el bando absolutista. Los insultos eran vivas al Rey constitucional, cuyo titulo ofendia, á pesar de las insinuaciones de los señores conde de Toreno y Martinez de la Rosa en la sesion del 7 de setiem

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