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no, ni menos en los militares; y que lo que allí habia sucedido, era consecuencia de la poca delicadeza de los príncipes, con respecto al cumplimiento de su palabra, y de los juramentos que prestan.

Me parece, continuó, que no tenemos nada que temer del estranjero. El estado de Francia nos sirve de barrera insuperable en el dia. Esta nacion no puede poner un ejército contra nosotros, ni menos permitir que vayan los tártaros á oprimir á su pueblo. La Inglaterra no puede tampoco prescindir del demasiado engrandecimiento de las potencias del Norte, y tiene motivos para creer, que muchas ocurrencias acaecidas en las Dos Sicilias, pueden dirigirse contra sus posesiones. Portugal le tenemos á la retaguardia, y los portugueses los podemos considerar como españoles; es decir, como unidos á nuestra causa. Una alianza entre las tres potencias, nos podrá poner á cubierto de todos los atentados de las del Norte. »

Siguió diciendo, que en España no habria importado nada que los enemigos hubieran entrado en la capital, porque buen ejemplo se dió á Napoleon en la citada época; que aunque realmente no habia que temer nada, convenia, sin embargo, tomar algunas medidas con respecto al interior, porque se habia visto que algunos obispos iban con el ejército austriaco, y nosotros tambien teniamos de esta clase de personas fuera de nuestra nacion; que debia considerarse como reo de alta traicion á cualquiera que atentase contra la Constitucion, y que fuese juzgado como se juzga á un soldado en campaña. «Si un soldado ó un oficial, prosiguió, por haber abandonado en campaña su puesto, tiene que ser juzgado por aquellas leyes, ¿no merecerá lo mismo un hombre que trata de destruir la felicidad de 25 millones de habitantes? Así que, insisto en que con respecto á los que se hallan presos portales atentados, se sigan sus procesos por los términos regulares, y con el método que hasta aquí; pero los que desde ahora cometieren semejantes atentados, sean juzgados del mismo modo que lo es un militar en campaña. » En iguales términos se espresaron otros señores diputados. Citamos sus palabras para manifestar los errores que se

padecian en cuanto á la política estranjera, las falsas ideas que se tenian de la propia situacion de España.

Una revolucion parecida á la de Nápoles, estalló en el Pia. monte, aunque con mas de ocho meses de intérvalo. No se concibe como producidas ambas por iguales causas y manejos, no se pronunciaron en Turin hasta el 15 de marzo, cuando se habian hecho ya las declaraciones de Laibach, y un ejército austriaco se movia hacia Nápoles. Mas tal es la verdad exacta de los hechos. Tambien se proclamó en Turin la Constitucion de España, y se hizo el cambio sin sangre y sin desgracias. Abdicó con este motivo el trono el Rey Victor Amadeo, á favor de su hermano Cárlos Félix; mas hallándose este fuera, tomó las riendas del gobierno su sobrino, el príncipe de Cariñan, que con el nombre de Cárlos Alberto, hemos visto reinar últimamente con azares y vicisitudes tan diversas. Se presentó el jóven príncipe adicto al nuevo régimen político, é inspiró confianza á sus apasionados promotores.

El Rey Carlos Félix, que se hallaba en Módena, no quiso aceptar el trono, hasta que el Rey Victor Amadeo, en plena libertad, no confirmase la renuncia. Obtenido este instrumento, declaró el nuevo Rey su resolucion de no acceder al trastorno político del Piamonte, y restituir las cosas á su estado antiguo. Llegó á Turin la manifestacion, con la noticia de la derrota de los napolitanos. El príncipe de Cariñan se escapó de Turin tomando el camino de Nóvara, desde donde se puso en comunicaciones con su tio, á cuya autoridad y voluntad rindió implí cito homenage.

Mientras tanto en Turin, la junta que auxiliaba al príncipe en los negocios de gobierno, dió pocas muestras de arredrarse con este contratiempo. Nombró un nuevo ministro de la Guerra; designó gefes políticos para las provincias, y tomó medidas para la reunion de la Asamblea que estaba convocada. Mas en la altura á que habian llegado las cosas, era ya luchar contra un torrente desatado en toda furia. Habia reconocido Nápoles la ley del vencedor; el ejército austriaco estaba intacto; el Rey Cárlos Félix ratificó su primera manifestacion, en términos igual

mente positivos y resueltos. Bien pronto comenzó á reinar la division dentro de Turin: las tropas se batieron unas contra otras. La junta se vió desobedecida, abandonada, sin ningun prestigio. Mientras tanto se acercaba á la capital una division de tropas leales al Rey, bajo las órdenes del general Latour, quien entró en ella el 10 de abril, sin ninguna esistencia. Así murió en el Piamonte, sin sacudimientos, el régimen constitucional, que no llevaba un mes de vida.

Las instituciones políticas de estos dos paises, eran las mismas que las nuestras: iguales debian de ser sus influencias, el carácter contagioso de sus principios y doctrinas. ¿Cómo no alcanzó á los españoles semejante proscripcion? ¿Cómo en el congreso de Laibach no se hizo mencion de los revolucionarios españoles? ¿Dábamos mas garantías de estabilidad, concierto y orden, de homogeneidad de sentimientos en las diversas clases del Estado? ¿No mereciamos los honores de aquella cruzada, dirigida á conservar en toda su pureza el famoso dogma de la legitimidad, ó sea el derecho divino de los reyes? Estábamos mas lejos, sobre todo, del Austria, tan ansiosa de apagar el incendio que tenia á las puertas de su misma casa. Para llegar hasta nosotros estaba de por medio la Francia, que no habia intervenido directamente en los negocios de Nápoles y del Piamonte, que no pensaba entonces mezclarse ostensiblemente en nuestros negocios interiores. Fué, pues, preciso, aplazar á mas lejos la espedicion contra la Península. Bastante era ya para aquellos soberanos, manifestar tan clara y positivamente, que eran enemigos irreconciliables de nuestras instituciones liberales; que harian lo propio con España que con Nápoles y el Piamonte, cuando la ocasion se presentase. Por lo demas, si calcularon que con los mismos españoles enemigos de la Constitucion habria los bastantes para destruirla sin el auxilio de sus bayonetas; si confiaron en que la animosidad de la corte, el odio de las clases poderosas, y lo que es mas, la discordia entre nuestros liberales, serian elementos suficientes de destruccion y ruina, no se les puede acusar de falsos cálculos, aunque este salió, como haremos ver, fallido.

TOMO II.

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El gabinete francés no podia mirar nuestra causa, sino con ojos muy desfavorables. La carta que regía en aquel pais, habia sido otorgada por el Rey: nuestra Constitucion, promulgada por los representantes de la nacion, aceptada y jurada por el trono. La diferencia era inmensa, y la mas vital posible á los ojos de un monarca. Par la corte de Luis XVIII, debió de ser nuestra Constitucion, democrática, revolucionaria, subversiva, abominable. Los que allí tanto trabajaban por achicar, escatimar, falsear, reducir á nada aquella carta, ¿qué simpatías podian tener por el código fundamental de nuestras leyes? Del gabinete de las Tullerías, de sus agentes, de sus partidarios, se dispararon, en efecto, contra nuestra Constitucion, las flechas mas envenenadas.

La corte de España, las clases privilegiadas, cuantos aspiraban á su destruccion, que estaban tan perfectamente informados de lo que pasaba fuera; que habian leido los protocolos de Laibach; que habian visto sus resultados en Nápoles y en el Piamonte; que no podian desconocer, aun los que no estaban en ningun secreto, el alcance de estos avisos tan elocuentes para nuestra España, debieron de redoblar su audacia, y aprestarse á entrar de nuevo en una lid, que no podia mas que mostrárseles muy favorable, con poco que fuesen constantes en sus resoluciones. Hé aquí por que al principio de la primavera de aquel año, prendió á la vez el fuego de la insurreccion en varios puntos de la Península. En Galicia, en Cataluña, en la Rioja, en los pinares de Soria, en las inmediaciones de Burgos, en la misma provincia de Toledo, se levantaron partidas en favor del Rey absoluto, proclamando el desagravio de la religion, atropellada y amenazada de destruccion en manos de los revolucionarios, pues con este nombre designaban á los liberales. A la cabeza de algunas de estas partidas figuraban personas ya conocidas en la guerra de la independencia, entre ellas el famoso Don Gerónimo Merino, cuyos servicios en aquella lucha habian sido recompensados con una canongía en la catedral de Valencia.

En los pormenores de estos movimientos, no entraremos. La táctica de las nuevas guerrillas, era tradicional desde la

guerra contra los franceses. Sus correrías, la rapidez de sus movimientos, la irregularidad de su organizacion, su modo de combatir, eran los mismos: observacion que haremos para las numerosas partidas, que de este género se fueron alzando poco á poco en toda la Península.

Las tropas del ejército se condujeron siempre con valor y lealtad, cuantas veces se las puso en frente de las facciosas sublevadas. Las de Merino fueron completamente derrotadas junto á Salvatierra, por el general D. Juan Martin Diez (el Empecinado): igual suerte tuvieron las levantadas en la provincia de Toledo, que ya se habian acercado á Aranjuez, capitaneadas por Don Manuel Hernandez, muy conocido entonces con el sobrenombre del Abuelo. Merino fugitivo, se puso luego al frente de algunos hombres con que recorria los pinares de Soria: el Abuelo fué cogido y conducido á la cárcel, de donde logró fugarse, andando el tiempo.

Mientras tanto hacia mucho ruido la junta apostólica de Galicia, cuyos vastos trabajos tenian ramificaciones en toda España. Se alzaba el estandarte de la insurreccion, no solo de, un modo material á tambor batiente y con bandera desplegada, sino desobedeciendo al gobierno, y no teniendo en cuenta las leyes emanadas de las Córtes. El arzobispo de Tarragona, uno de los sesenta y nueve, declaró que la Asamblea legislativa no tenia derecho de juzgarle, y que no reconocia mas autoridad que la del sumo Pontífice. El de Barcelona y todos los demas de Cataluña, se opusieron á la secularizacion de los frailes: el de Oviedo, persa tambien, se manifestaba asimismo en abierta oposicion contra las disposiciones del gobierno. Por todas partes corrian secretas órdenes y circulares de eclesiásticos facciosos, que abusaban de su sagrado ministerio. El tiempo de las confesiones fué este año, como el sucesivo, el en que se engrosaban mas las bandas facciosas, que recorrian muchas veces sin impedimento alguno varios pueblos.

Mas estos escesos no quedaban por la mayor parte impunes. Los facciosos eran perseguidos en todas direcciones: los obispos refractarios fueron estrañados del reino; la junta apostólica cayó

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