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de inferior ralea, que destruia privilegios que los humillaban, que los constituia en el rango y clase de hombres libres. En mas análisis de este Código, no entraban. Pues estos mismos hombres, que tenian ideas confusas de lo que pasaba en Valencey; que no habian leido las cartas escritas con este motivo por el Rey á la Regencia; que tampoco habian asistido á las sesiones de las Córtes; que tal vez en el manifiesto del 2 de febrero no veian mas que inocencia y buena fé por parte del monarca, pudieron muy bien adormecerse con halagüeñas ilusiones, y no creer posible ni probable la tempestad que amenazaba. Midiendo el corazon del monarca por el suyo, enlazando estrechamente la idea de la independencia nacional con la de regeneracion política, acaso no concebian que Fernando pudiese ver las cosas con diversos ojos, ni mostrarse agradecido con la nacion española, sino jurando él primero la obediencia á una ley fundamental, que le hiciese caminar por las sendas de la virtud y la justicia. ¿Cómo imaginarse que el Rey rescatado fuese ingrato? Estos hombres, liberales de corazon, de sentimientos, fueron quizá de los que con mas ardor se precipitaban ante los pasos del monarca, aguardando sin sos-pecha el instante del juramento del Rey á la Constitucion, que iba á poner el colmo á sus deseos.

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Los liberales de conviccion y de principios, mas detenidos á fuer de previsores, que observaban la marcha de los acontecimientos; que no tenian ilusion alguna acerca del monarca; que sabian perfectamente qué clase de personas le rodeaban; que habian examinado un poco el asunto del tratado; visto las famosas cartas; reparado en la enorme diferencia en-tre la escrita el 10 de marzo en Valencey, y la del 24 del mismo mes con la data de Gerona; estos liberales, decimos, no podian ya estar animados con iguales esperanzas que los de la otra clase. Si antes habian concebido ilusiones, debieron de haberse disipado cuando ya era tarde, cuando se vieron los menos en la escena, cuando volviendo los ojos á una y otra parte, advirtieron que todos los sentimientos estaban absorvidos en el que inspiraba la vuelta de Fernando. Que este jurase la Constitucion, apenas podian esperarlo; mas entre este acto y el decla

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rarse señor absoluto y despótico, y á mas irritado y ofendido, podia haber términos que satisfaciesen al propio tiempo muchas exigencias. Si poseidos de idea tan engañosa trataron de hacer de la necesidad virtud, y finjirse obsequiosos cuando estaban llenos de zozobra, roidos por la incertidumbre, no hay que estrañarlo, segun lo que avanzaban los sucesos. La tempestad que sobre ellos se iba aglomerando, estaba demasiado fuera de lo verosímil para que pudiesen sin duda imaginarla.

En el ejército reinaba gran diversidad de sentimientos. La tropa era pueblo. Los oficiales, los gefes, los generales, los que podian tener una opinion, no pertenecian todos á un partido. Se puede decir que conforme se ascendia en clase, menguaba el apego á las instituciones liberales. Tambien se habia hecho creer al ejército, que la Constitucion atacaba sus derechos y vulneraba sus prerogativas. En vano las Córtes se habian afanado por premiarle, por derribar privilegios depresivos, por ensalzar en público el valor de los que mas se distinguian, por erigir monumentos que eternizasen las hazañas heróicas, por dar reglamentos que destruyesen abusos muy perjudiciales. En vano habian creado la órden militar de San Fernando como distintivo del valor sobresaliente, el que debia llenar de mas orgullo al militar entusiasta de gloria. Todo esto desaparecia para muchos delante de mezquinas pasiones, que echaban de menos ciertas prerogativas con tendencia á elevar la clase militar sobre las otras del Estado. Repugnaba á muchos militares el título de ciudadano, como depresivo. Otros, que tenian quejas de las Córtes, trataban de vengarse, declarándose enemigos de su hechura; los mas, entreveian un porvenir tanto mas brillante, cuanto mas libre fuese el Rey de premiar á los que le habian conquistado una corona. Muchos fluctuaban, no ignorando, entreveyendo las disposiciones del Rey, que parecian equívocas. Gefes hubo, que á los comisionados para felicitarle por su regreso á España, entregaron dos pliegos; uno en caso de que hubiese jurado la Constitucion, y otro si habia sucedido lo contrario.

Con todos estos datos á la vista, fácil es de concebir el aire triunfante que tomarian los adalides del partido servil, y hasta

la insolencia con que desplegaban su bandera. Ya no ocultaban sus designios y planes en las tinieblas de los conciliábulos. Ya en sus conversaciones, en sus periódicos, en el seno de las mismas Córtes, se arrojaban á proclamar altamente sus principios y deseos, como sucedió en el caso del diputado Reina. Otros individuos del mismo Congreso nacional, no habian tenido reparo alguno en autorizar con su firma la famosa representacion de los sesenta y nueve, conocidos con el nombre de persas, impresa en Madrid, en que descaradamente se pedia á Fernando la restauracion del régimen despótico. En Valencia, foco de los grandes elementos de la reaccion, todos los amigos de este sistema se agruparon en derredor del infante D. Antonio, gefe desde entonces y alma principal del movimiento reaccionario, del que se mostró instrumento y brazo el general D. Francisco Javier Elío, capitan general de la provincia.

¿Qué hacian entre tanto las Córtes ordinarias? A últimos de febrero cerraron su primera legislatura, á tenor de las disposi ciones de la Constitucion, y en 1.o del marzo siguiente abrieron la segunda. Se ocuparon en arreglos de hacienda,'en presupues tos, en dar cima á varios reglamentos militares, en fijar la dotacion de la Casa real, en toda suerte de asuntos administrativos y económicos. En cuanto á los políticos, ya hemos visto las resoluciones que tomaron, cuando se leyó en su seno la carta es▸ crita á la Regencia con la data de Gerona. Sobre el cambio de la ruta que debia llevar el Rey, no se habló nada, á lo menos en sesion pública. Todos los partes que sucesivamente dió el Rey ́á la Regencia durante el camino, relativos al estado de su salud y la de los infantes, pues de otros negocios no trataban, se leian regularmente en el seno del Congreso sin provocar ninguna observacion, dando al contrario muchas veces lugar á efusiones de regocijo por tan faustas nuevas. Ya hemos hecho ver la abundancia de diputados serviles en aquellas. ¿Cómo estaba el interior de los liberales, que sin duda tenian ojos para ver ya negra la tempestad que amenazaba? Mucho debieron de sufrir aquellos hombres, en cierto modo con los brazos atados para obrar, que sin duda se consideraban ya como víctimas que aguardaban la

cuchilla del inmolador. Mas ciertamente no contaban con que fuese tan sangriento el sacrificio.

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Un asunto de bastante gravedad se presentó á principios de marzo en el seno del Congreso, que puede considerarse como el sello de depravacion que los caudillos del partido servil imprimian en sus maquinaciones. Se habia cogido á últimos de febrero en las cercanías de Baza, como sospechoso, un extrangero que dijo llamarse Luis Audinot, general francés, portador de papeles importantes. Eran estos, cartas y otros documentos que hacian ver la existencia de un tratado ó convenio secreto entre Napoleon y varios personajes de altas categorías, inclusos ciertos grandes de España, para establecer una república con el nombre de Iberiana. Figuraba el nombre de D. Agustin de Argüelles entre los principales de este drama. Que los documentos estaban forjados por los del partido reaccionario; que el francés se dejó coger para que se hiciesen públicas sus declaraciones en que tantos hombres de honor se iban á ver comprometidos, no parece estar sujeto á duda. No podia fabricarse una impostura menos verosímil; mas ningunas consideraciones detenian á los que se habian propuesto arrastrarse por el inmundo lodazal de la calumnia. Suponer que Napoleon, á quien el solo nombre de república hacia erizar el cabello; que Napoleon, absorvido entonces en los cuidados que le daba el atender á su defensa propia, se entretuviese en formar en España una república; que en este plan le ayudasen grandes, quienes se verian naturalmente despojados de sus títulos con semejante cambio; que ayudasen á él personas como don Agustin de Argüelles, pronunciadas tan solemnemente en contra del Emperador de los franceses, no podia menos de presentarse como absurdo á los ojos del buen sentido comun, si no se viese el designio de denigrar á toda costa, y prepararles nuevos infortunios y rigores para cuando amaneciese el dia de la resurrec cion del despotismo. Así trataron de alargar la causa, que no se concluyó hasta despues de inaugurada dicha época. Argüelles hizo una exposicion á las Córtes, pidiendo ser oido en juicio público, en desagravio de su honor ofendido, manifestando las groseras equivocaciones é inverosimilitudes en que habia in

currido el denunciante. Cuando todos se hallaban en espectativa sobre el desenlace de un negocio que metia tanto ruido, cayó la cosa por su propio peso de absurda y de increible. Confesó el frances su culpa, viéndose ostigado y menos protegido de lo que él se imaginaba; declaró que era su verdadero nombre Juan Barteau, y que todos los documentos exhibidos eran falsos. Confinado en un calabozo, abandonado por los que habian usado de él como instrumento, y que no querian ya comprometer su honor inútilmente, terminó sus dias apelando al suicidio. ¡ Tal fué el triste desenlace de una trama tan ridícula!

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En cuanto á la Regencia, permanecia en la misma actitud impasible que las Córtes. A mediados de marzo habia salido en direccion á Valencia con objeto de aguardar al Rey, el cardenal presidente, acompañado del ministro de Estado, á tenor de lo prevenido por el decreto del 2 de febrero. ¡A buena hora llegaba! Era á la misma frontera y no á Valencia, adonde debia haberse dirigido acompañado de algunas personas de dignidad y de teson, que hablasen claro, que impusiesen á una corte que con tantos acatamientos, con tantas manifestaciones de sumision no podia menos de creerse omnipotente. Mas no parece sino que se trataba solo de salir del paso de cualquiera modo; de cubrir, como suele decirse, el espediente, sea que diesen la cosa por perdida, ó que supusiesen que porque existian leyes, no se hallaban ya medios de que estas se infringiesen ¿Qué habia de hacer en aquellas circunstancias el presidente de la Regencia, solo, sin personas que le sacasen de un mal paso? ¿De qué podia servir el carácter de que iba revestido á un hombre bien intencionado, pero tímido y sin mundo, incapaz de comprender la cuestion tal cual la corte de Valencey la habia planteado? Lo hizo ver muy pronto la esperiencia. Si mostró alguna energía y dignidad con el infante D. Antonio, que era aún menos hombre que él, se anonadó ante el ceño del monarca airado, que llegó despues; y el que habia ido á imponerle una constitucion, besó su mano de rodillas. Ya este Rey se conducia como amo de la nacion que le habia redimido. Poco despues que él, llegó á Valencia la famosa representacion de los sesenta y nueve, y fué pues

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