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tad de la nacion: ayer ley viva, haciéndo doblarse á todos al impulso de sus voluntades, hoy obedeciendo á leyes que otros le dictaban; era imposible que de semejante mudanza no se afectase ó bien él mismo, ó bien los que reinaban en su nombre. Si consultamos con detenimiento el corazon del hombre, veremos que esta nueva situacion, debia producir el disgusto y la aversion que causa siempre la disminucion del poder, en quien está en costumbre de ejercerle ilimitado. Si en momentos de conflictos, de temor, por evitar males de otra especie, había dado el paso de prestar juramento á la Constitucion, sin duda despues de haber pasado los momentos críticos, vió con pesadumbre su nueva posicion, y concibió disgusto por un órden de cosas que á sus propios ojos le humillaba. Desde entonces aspiró á librarse de trabas tan incómodas. La Constitucion le dejaba Rey; le delegaba el poder de ejecutar las leyes que no emanaban de su voluntad, que no podian por lo mismo ser objeto de ninguna simpatía. Natural era que concibiese el plan de aprovechar las facultades que se le dejaban, para minar estas leyes poco á poco, ya que no podia destruirlas abiertamente y con violen cia; asi el Rey ó los que dirigian secretamente sus consejos, miraron en 1820 la Constitucion con los mismos sentimientos de odio que habia escitado cuando se publicó el famoso decreto de Valencia; es decir, que el primer magistrado, el primer ejecutor de la ley fundamental, se podia considerar como enemigo público ó secreto de ella.

Las clases que se habian declarado sus rivales implacables enemigos, armádole tantas asechanzas, conseguido su destruccion en 1814, y trabajado tanto en los seis años sucesivos para aumentar los resultados de su triunfo, fueron 'cogidos, como por sorpresa, con un restablecimiento tan inesperado para ellos. Debieron en un principio de aterrarse con la victoria de sus enemigos, de temer las mas terribles represalias por parte de los que habían sido objeto de sus ódios y sus persecuciones. Mas el partido vencedor disipó muy pronto tal recelo. La facilidad de la victoria; sus principios tan diferentes de los de sus contrarios; aquella propension que tienen los hombres á mani

festarse generosos para realzar mas la justicia que reclaman y que les asiste de derecho, hicieron, sin duda, que cuando se aguardaban acentos de venganza y de furor, no se oyesen mas

que de regocijo, de fraternidad y de concordia. Sus rivales debieron de quedar, en cierto modo, sorprendidos de tanta lenidad; mas no curaba esto las llagas e su orgullo. Si no fueron blanco de persecuciones y violencias, se vieron por precision despojados de sus destinos, de su influencia, de su preponderancia, de lo que ama tanto el hombre cual la existencia misma. ¿Habian, pues, de someterse con resignacion á vivir como tolerados y sufridos, donde con tanta arrogancia dominaron? ¿Cómo dejarian de jurar guerra á una Constitucion, á unas leyes que tanto los perjudicaban y ofendian? Debieron por lo mismo de concebir el plan de derrocarlas, aprovechando los muchos recursos que todavia les restaban. La ley los favorecia tanto como á sus rivales: de su inmunidad se prevalian igualmente. Podian trabajar á la sombra de la libertad contra ella misma, afilar bajo su salvaguardia las armas con que pensaban destruirla.

No podian desconocer estas clases las verdaderas disposiciones del monarca. Si se hubiese manifestado este sinceramente unido al nuevo sistema político, habrian aquellos modificado acaso sus propias pretensiones, ó concebido un terror saludable que paralizase sus trabajos. Mas su ejemplo debió sin duda de animarlos, con la esperanza de una proteccion secreta, ya que no podian obtenerla pública.

Los liberales habian vencido y realizado sus halagüeñas esperanzas; pero entraban en una situacion muy nueva para ellos. La nacion ayer, la mas esclava de hecho, se veia hoy de derecho una de las mas libres de Europa. Obedecia ayer con sumision, y era el instrumento ciego de todos los caprichos del poder; hoy dictaba por medio de sus representantes leyes que ligaban las manos del monarca, lo mismo que las de sus súbditos. Antes estaba muda como los sepulcros: repentinamente resonaron en ella todos los acentos, consecuencias naturales de una condicion tan libre. La imprenta se veia tan desembarazada 13

TOMO II.

como la palabra, y cada uno fué dueño de espresar por medio de ambos órganos sus pensamiento. Era la transicion demasiado rápida y violenta; no podian muchas cosas menos de resentirse de un cambio radical é inesperado. Cuando se promulgó la Constitucion en 1812, llevaban ya los españoles cuatro años de agitacion y movimiento; estaban acostumbrados á la vida pública; se hablaba, se escribia; la imprenta era casi libre de hecho. En 1820, renacieron á la libertad despues de seis años de una compresion violenta. Se habia roto el dique del torrente, sin preparacion: precisamente habian de carecer aquellos hombres nuevos de esperiencia. Todo tiene su principio, sus indispensables rudimentos todo exige cierta graduacion progresiva, y aquel curso natural, sin el cual son inevitables los sacudimientos. No se aprende repentinamente el arte de hablar y de escribir, y por mucha que sea la disposicion natural, no es posible que deje de pagarse tributo á la falta de la práctica. De esta situacion iba á adolecer la conducta de los liberales españoles, pero era preciso dejarlos tranquilamente hacer ensayos, mas ó menos infructuosos. Era imposible vivir bajo los auspicios de la libertad, sin tocar desde un principio sus inconvenientes. Inconvenien. tes, decimos, porque no hay leyes, ni instituciones, ni estado, ni condicion alguna de la vida humana, que no los tenga. Pretender que no ha de haber trastornos; disgustos en tan críticos ensayos; que se han de cojer rosas sin espinas, es aspirar á una quimera que desmiente la historia de todas las naciones.

Así renació la libertad de España. La escena pública no se podia, pues, presentar á los ojos del reflexivo observador, con los colores halagüeños que ofrecia á imaginaciones mas ardientes; pero era un órden de cosas necesario, obligado, de que no podia prescindirse, en el que no pudieron influir las voluntades de los hombres. Se habia destruido en 1814 un sistema político, sin hacer la mas pequeña concesion que compensase algo de su pérdida. Se deseó con ardor, durante seis años, lo que se habia destruido entonces, y se vió restablecido de repente á fuer de los escesos y estravíos del poder, que no previó el precipicio á que le

arrastraba el hacerse instrumento de las pretensiones de un partido. Se cedió, en fin, á la ley de la necesidad: no se escogió la situacion, pues todas las naciones no hacen mas que ceder al torrente de las circunstancias. Las faltas ó defectos de la Constitucion, no entraron para nada en esta combinacion tan nueva. Asi, como no habian promovido su caida, no influyeron tampoco en dicha transicion tan rápida. permitieron sus enemigos que se ensayase en la primera época. Pronto veremos que los mismos obstáculos, opusieron su resistencia invencible en la segunda.

En esta pugna de principios, de interés, en vista de la guerra que iban á declarar á la Constitucion sus inveterados enemigos, y de que ya se mostraban algunos que otros síntomas; en vista de la repugnancia del Rey, que no podia ser un secreto para cuantos tenian esperiencia de los hombres, ¿qué espediente se podia tomar, aunque hubiese medios para ello, que conciliase, en cierto modo, elementos tan hetereogéneos? ¿Qué Constitucion, qué sistema político podia escogitarse que atragese la benevolencia de las clases egoistas y esclusivas, que durante seis años habia declarado á toda innovacion una guerra encarnizada? ¿Era posible una Constitucion sin libertad de imprenta, sin libertad de palabra en los miembros del cuerpo ó cuerpos representativos, una Constitucion que declarase en su vigor el sistema de los señoríos, que dejase al Santo Oficio en el ejercicio omnimodo de sus facultades, que no hiciese ni dejase, en fin, ninguna reforma de abusos y privilegios á cuya sombra dichas clases prosperaban? Pues ni aun así hubiesen quedado satisfechos, solo con que existiese una sombra de representacion nacional, aunque el cuerpo deliberante hubiese sido una cosa parecida á un sínodo de obispos y altos eclesiásticos: tal era la tenacidad de estas clases á los antiguos usos, á sus goces esclusivos: tal el acento interior de su conciencia que les hacia ver la incompatibilidad de su situacion, con todo órden de cosas en que fuese permitida la publicidad bajo cualquier forma. Y por otra parte, aunque se hiciesen concesiones, aunque el monarca aparentase entrar de buena fé en nuevos compromisos; ¿qué

confianza se podia tener de una corte que habia dado tantas pruebas de faltar á sus palabras?

Así, pues, era preciso marchar adelante con la Constitucion á cualquiera costa, y con cualquiera sacrificio, ó perecer entre sus ruinas y volver al antiguo despotismo. Tal es el problema político que habia que resolver en aquellas circunstancias.

La manera diferente de considerar y plantear esta cuestion, dividió á los liberales. Es una ley fatal de la naturaleza, que la discordia entre como disolvente inevitable en todas las sociedades, grandes, pequeñas, públicas y privadas. En los gobiernos despóticos donde todo lo comprime el temor, trabaja minando el terreno; y si alza al descubierto la cabeza, es sobre objetos que parecen frívolos, ó no de mucha consecuencia; sobre materias de artes, de eiencias, sobre los caprichos mismos de la moda. Sea grande ó pequeño el motivo de la division, siempre se cuentan por bandos ó partidos. En los gobiernos libres, cuando los hombres son absolutamente dueños de manifestar sus pensamientos, toma mas altos vuelos la discordia; en campo mucho mas vasto, ejerce su dominio. Entonces ya no son sonetos ni piezas de teatros, ni colores de vestidos, ni el mérito de actrices ó músicos lo que forma los partidos. El fuego de sus discordias se alimenta con las cosas públicas, las que mas afectan al hombre en su bienestar, en su misma existencia, en su ambicion, en el deseo de preponderancia. Entonces los hombres levantan su cabeza con toda libertad, dan vado á sus pasiones, anuncian sus deseos sin que nada los arredre, usan grandemente de la libertad, de la palabra, de la imprenta y la tribuna. Unos son sinceros, y ceden á sus mismas convicciones; otros sirven sus propios intereses, y se cubren con el manto del bien público. Porque todos los partidos, todas las doctrinas y principios en que los hombres se dividen, cuentan en su seno hermanos falsos, dotados muchas veces de mas medios de accion y de palabra, que los verdaderos.

Los constitucionales se dividieron. Creyeron unos, que por lo mismo que el Monarca no podia ser sincero en su nueva profesion de fé política, las clases privilegiadas lucharian siempre con un órden de cosas, que les irrogaba tantas pérdidas; pov

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