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el historiador, aunque con profundo sentimiento, se ve obligado a decir otra cosa. De los primeros españoles descubridores y conquistadores de América, habremos de afirmar que, hombres de poca cultura y, como tales, de hábitos un tanto groseros, cometieron con harta frecuencia desórdenes y tropelías, robos y muertes. (Apéndice B).

Los soldados de Cortés y Pizarro no tenían la disciplina de aquellos que mandaba el Gran Capitán, Antonio de Leiva y el marqués de Pescara, ni aun la de los tercios de Flandes, ni siquiera la de los que conquistaron Portugal bajo las órdenes del duque de Alba. Los aventureros que desde Andalucía, especialmente de Sevilla, iban a América, eran hombres más dados a la vagancia que al trabajo. Servían unos de espadachines escuderos a elevadas damas o influyentes galanes; descendían otros a rufianes de la más ínfima clase de cortesanas; dedicábanse muchos a cobrar el barato en las casas de juego o se agregaban a las compañías de comediantes o faranduleros, con el sólo objeto de aplaudir en los corrales a damas y a galanes. En busca de aventuras se dirigían también al Nuevo Mundo castellanos, extremeños, catalanes y manchegos, gente ruda, altiva y áspera en sus costumbres.

Aquéllos y éstos, unos y otros eran asistentes diarios á las farsas que imitaban perfectamente o con exactitud las palizas, las lidias de toros y los autos de fe que celebraba la Inquisición.

Recordaremos a este propósito al hidalgo de Extremadura, que «viéndose tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad (Sevilla) se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman diestros los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos» (1).

Y Prescott escribió que los conquistadores del Nuevo Mundo fueron soldados de fortuna, aventureros desesperados que entraron en la empresa como en un juego, proponiéndose jugar sin el menor escrúpulo y con el único objeto de ganar de cualquier modo que fuese» (2).

(1) Cervantes, El Celoso Extremeño, pág. 5. (2) Historia del Perú, tom. II, pág. 215.

Creían que por el derecho de conquista podían, no sólo repartirse las cosas, sino también las personas; pero no debemos olvidar-pues el asunto tiene transcendental importancia que la gente que iba de España se veía obligada frecuentemente a subir altas y fragosas montañas, a recorrer estrechas y pedregosas veredas o valles donde nunca llegaba la luz del sol, a atravesar caudalosos ríos, terribles precipicios y profundas simas, a subir escarpadas rocas y montes cubiertos de verdor y cuyas cimas, coronadas de nieve, se ocultaban en las nubes, a bajar cordilleras, a arrostrar riesgos y trabajos, a luchar de noche y de día en las ciudades y en los campos. Para conquistar aquel país, donde se encontraban hombres sencillos y feroces, civilizados y salvajes, hospitalarios y antropófagos, necesitaba la Metrópoli, y no lo tenía, poderoso, obediente y disciplinado ejército.

Conviene recordar que las distracciones del español estaban reducidas a fugaces amoríos con alguna india cautiva, a escuchar picaresco cuento y a veces legendarias hazañas referidas en largas noches de invierno por algún soldado poeta. Otra hubiese sido la conducta de los conquistadores de las Indias al tener en su compañía mujeres de la misma raza y del mismo país, pues ellas, con sus amores y caricias, con sus alegrías y bondades, habrían transformado por completo el carácter de aquellos rudos soldados.

Tampoco habremos de negar que algunos de los primeros conquistadores, con la excusa de la civilización, olvidándose de la Moral cristiana, hollaron las instituciones, sentimientos, usos y costumbres de las razas americanas. Con la excusa de la civilización, algunos de los primeros conquistadores arrebataron a los indios sus mujeres y sus hijas, sus casas y sus tierras. Con la excusa de la civilización, algunos de los primeros conquistadores arrojaron de su pedestal aquellos ídolos que habían sido el consuelo de infinitas generaciones, en tanto que el miedo y el terror, cuando no la desesperación, se pintaba en el rostro de los indígenas. Tuvieron a dicha no pocos religiosos españoles derribar templos, romper ídolos y recorrer extensas comarcas imponiendo por la fuerza la doctrina del Crucificado.

En otro orden de cosas, también se cometieron abusos sin cuento. No negaremos lo que dice-y que copiamos a continuación-el provisor Morales. «Es general el vicio de aman

cebamiento con indias, y algunos tienen cantidad de ellas como en serrallo» (1). El citado cronista, más dado a la leyenda que a la historia, se atrevió a escribir que algunos españoles se entretenían, tiempo después de la conquista, en cazar indios con perros de caza (2), añadiendo otros autores que hubo entre los nuestros quienes llegaron a creer que los indígenas no pertenecían a la especie humana, y que valían, por tanto, lo mismo que un mono o un caballo. Sólo se nos ocurre contestar-y esta es la única observación o comentario a la noticia que no habían de faltar compatriotas nuestros, ya que careciesen de toda clase de cultura, ya que por instinto fuesen crueles y feroces.

Tristísima era la vida del indio entre algunos españoles. El, sin mujer que le consuele, sin hijos que le ayuden en sus trabajos y sin familia que se compadezca de sus infortunios, condenado a vivir-si vida puede llamarse en el fondo de las minas para extraer el oro y la plata que los reyes de España gastaban en guerras y los cortesanos en orgías; agricultor y recolector de los frutos de la tierra para que se alimentasen sus despiadados amos; esclavo de hombres que se llamaban religiosos cuando la religión enseña que ambos eran hijos de un mismo Dios; el indio, repetimos, hastiado de la vida, buscaba en el suicidio, enfermedad de todas las sociedades caducas y desesperadas, el término de sus penas y dolores. Preferían la muerte a la pérdida de su libertad, a la servidumbre, a la esclavitud. Los incultos indígenas se creían más felices que los civilizados españoles. Indiferentes los indios a los goces de la cultura, vivían alegres y satisfechos en sus montañas y bosques. Lo que Dozy decía de los beduínos del tiempo de Mahoma, decimos nosotros de los indios del siglo XVI. «Guiados (los beduínos)-tales son las palabras del historiador francés-no por principios filosóficos, sino por una especie de instinto, han realizado de buenas a primeras la noble divisa de la revolución francesa: la libertad, la igualdad y la fraternidad» (3).

Severos censores hemos sido al juzgar la conducta de los conquistadores españoles en las Indias, y sin miramientos de

(1) Relación dada por el provisor Morales sobre cosas que convenían probarse en el Perú. M. S

(2) Ibidem.

(3) Historia de los musulmanes españoles, tomo I, pág. 36. Tr

ninguna clase diremos después lo bueno y lo malo que hicieron; pero colocándonos en el alto tribunal de la historia, añadiremos que no todos son negruras en el descubrimiento, conquista y gobierno de España en el Nuevo Mundo, como no todo son negruras aunque otra cosa digan apasionados cronistaslo realizado en la colonización inglesa y portuguesa de las Indias Orientales. La imparcialidad no ha sido norma de los historiadores antiguos y modernos. A pesar de los juicios poco favorables que escritores europeos y americanos han emitido acerca de la política de los gobiernos de Madrid, Londres y Lisboa, a pesar de la ingratitud de algunas naciones de América-no todas, por fortuna-con España, Inglaterra y Portugal, nadie podrá negar, o mejor dicho, conviene no olvidar que un ilustre hijo de la república de Génova, al servicio de los Reyes Católicos D. Fernando y Doña Isabel, descubrió el Nuevo Mundo, y que ingleses, portugueses y españoles llevaron a aquellas lejanas tierras su respectiva civilización y cul

tura.

Al ocuparnos en las conquistas de unos pueblos sobre otros, tentados estamos para decir que, lo mismo en aquella época que antes y después, lo mismo si se trata de España que de otras naciones, dichas conquistas han ido casi siempre acompañadas de abusos y alevosías. Si pecaron los españoles, también pecaron ingleses, franceses, dinamarqueses y holandeses. Si no fué generosa ni aun prudente la política seguida por nuestros compatriotas, tampoco lo fué la de otras naciones. Recuérdense los Gobiernos de lord Clive y de Warren Hastings en la India. Del primero, gobernador general de las posesiones inglesas de Bengala, dice lord Macaulay lo siguiente: «Se sabe que antes de salir de la India remesó a su patria más de ciento ochenta mil libras esterlinas por conducto de la Compañía Holandesa, y más de cuarenta mil por la Inglesa, aparte de otras considerables sumas enviadas por casas particulares. Además, poseía joyas de gran precio, medio muy generalizado entonces de traer valores a Europa, y en la India era dueño de propiedades cuyas rentas estimaba él mismo en veintisiete mil libras; de modo, que sus ingresos anuales, cuando menos, según la opinión de John Malcolm, pasaban de cuarenta mil libras esterlinas (3.800.000 reales), rentas en aquella época tan pingües y raras como lo son en la nuestra las de cien mil libras. Así, que podemos afirmar, sin temor de

incurrir en exageración, que ningún inglés que comenzara la vida sin bienes de fortuna ha llegado, como Clive, a encontrarse a los treinta y tres años poseedor de tan inmensas riquezas» (1). Respecto a la administración de Warren Hastings, gobernador de Bengala, añade el citado historiador, que «es imposible desconocer que hacen contrapeso a los grandes crímenes que la mancharon, los grandes servicios que prestó al Estado» (2). En efecto, muchos y graves fueron los atropellos cometidos por Hastings y contados por Burke en la Cámara de los Lores. Tampoco pasaremos en silencio las crueldades que el francés D'Esnambuc cometió con los naturales de la Martinica en el año 1635, ni la conducta torpe, torpísima de los dinamarqueses en la costa de Coromandel y de los holandenses en la citada India.

Allá en la antigüedad, la historia enseña que Virgilio daba idea clara del destino y de la política exterior de Roma en los siguientes versos:

Tu regere imperio populos, Romane, memento:

Parcere subjectis, et debellare superbos (3).

Y las Doce Tablas consagraron aquel terrible principio que dice:

Adversus hostes æterna auctoritas esto.

Cartago, gobernada por egoísta aristocracia, sólo quería aumentar el producto de su tráfico, importándole poco las ideas de patria, de justicia, de honor y de cultura.

Los germanos se apoderaron de la mejor y mayor parte de la tierra de los vencidos, y algunos de aquéllos, los anglosajones, por ejemplo, se hicieron dueños de todo en la Bretaña. Tristísima fué la condición de los vencidos.

Cuando los musulmanes lograron la victoria en la Laguna de Janda, los ibero-romanos sufrieron toda clase de vejaciones, y cuando los cristianos tomaron a Granada hicieron objeto de su odio a los hijos del Profeta.

En nuestros días, ingleses, alemanes, franceses, italianos, rusos y portugueses, guiados únicamente por la idea del lucro,

(1) Estudios históricos, pág. 140 Tr.

(2) Ibidem, pág. 285.

(3) Eneida, lib. VI, versos 851 y 853.

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