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ven en sus colonias ancho campo donde extender
llar sus respectivas industrias.

y desarro-

En suma: el Væ victis de Breno, fué y será, no la ley horri-
ble del derecho de gentes en la época romana, sino el dogma
político de todos los tiempos y de todos los pueblos.

De Sir Russell Wallace, son las siguientes palabras: «¡Qué
colonizadores y conquistadores tan maravillosos estos españo-
les y portugueses! En los territorios colonizados por ellos, tra-
zaron cambios mucho más rápidos que todos los demás pue-
blos modernos, y semejantes a los romanos, poseen sus gran-
des facultades para imponer su lengua, cultura y religión a
pueblos bárbaros y salvajes. »>

Cariñoso por demás se muestra con nosotros Sir Russell
Wallace. Si no creemos que España tenga justos títulos para
pedir, como nación colonizadora, lugar preeminente en la His-
toria, tampoco admitimos que la pérdida de las colonias de la
América del Sur, sea prueba palmaria de su incapacidad para
gobernar las extensas posesiones adquiridas en aquellos leja-
nos territorios. La Gran Bretaña no pudo sofocar la rebelión
y perdió las colonias de América del Norte, y a España le su-
cedió lo mismo. Una y otra nación perdieron sus respectivas
colonias porque debían perderlas, porque no era posible te-
ner en perpetua tutela pueblos poderosos y cultos.

No olvidemos, no, que las Leyes de Indias son monumentb
glorioso de la legislación española, y la Casa de la Contrata-
ción mereció alabanzas, lo mismo de nacionales que de ex-
tranjeros. Y dígase lo que se quiera en contrario, digna de en-
comio fué muchas veces la conducta de nuestros Reyes. Ellos,
en no pocos casos, recomendaron con gran solicitud a sus in-
felices indios.

Isabel la Católica decía en su testamento lo siguiente:
Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica
las Islas y Tierra Firme del mar Océano, descubiertas y por des-
cubrir, nuestra principal intención fué al tiempo que lo supli-
camos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo
la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de
ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica y enviar a las
dichas islas y Tierra Firme, prelado y religiosos, clérigos y
otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los
vecinos y moradores de ellas a la fe católica y los doctrinar,
y enseñar buenas costumbres y poner en ello la diligencia de-

bida, según más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene. Suplico al Rey, mi señor, muy afectuosamente, y encargo y mando a la Princesa, mi hija, y al Príncipe, su marido, que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin y en ello pongan mucha diligencia y no consientan ni den lugar a que los indios vecinos y moradores de las dichas Islas y Tierra Firme, ganados y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes...» Igual conducta -como se muestra por diferentes Reales Cédulas-, observaron Carlos I, Felipe II, Felipe III y Carlos II. Gloria inmortal merece el Emperador Carlos V por la Cédula que dió el 15 de Abril de 1540 en favor de los negros de la provincia de Tierra Firme, llamada Castilla del Oro (Apéndice C). No se olvide que Felipe II, al recibir en su palacio al visitador Muñoz (1568), que ejerció sangrienta dictadura en México, le dijo con severidad: <<Te mandé a las Indias a gobernar, y no a destruir», contándose también que, como casi al mismo tiempo se le presentara el Virrey del Perú, D. Francisco de Toledo, matador del inca Sairi Tupac, le dirigió en tono amenazador las siguientes palabras: Idos a vuestra casa, que yo no os mandé al Perú para matar Reyes.» Felipe III miró con singular cariño a los infelices indios. Y en la Recopilación de las Leyes de Indias, Felipe IV escribió por su real mano la hermosa cláusula que copiamos: Quiero que me déis satisfacción a mí y al mundo, del modo de tratar esos mis vasallos, y de no hacerlo, con que en respuesta de esta carta vea yo ejecutados ejemplares castigos en los que hubieren excedido en esta parte. Mandamos a los Virreyes, Presidentes, Audiencias y Justicias, que visto y considerado lo que Su Majestad fué servido de mandar y todo cuanto se contiene en las Leyes de esta Recopilación, dadas en favor de los indios, lo guarden y cumplan con tal especial cuidado, que no den motivo a nuestra indignación, y para todos sea cargo de residencia. » Habremos de referir, por último, que al confirmar Carlos II la concesión pontifical, lo hizo con las siguientes palabras: «Y por que nuestra voluntad es que los indios sean tratados con toda suavidad, blandura y caricia, y de ninguna persona eclesiástica o secular ofendidos: Mando que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien, y provean de manera que no se exceda cosa alguna lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es inyungido y mandado. ›

La misma simpática conducta siguieron con bastante frecuencia los Reyes de la Casa de Borbón. Ilustre historiador contemporáneo ha dicho lo siguiente: «En lo que se refiere a los indios, hay que repetir que los monarcas multiplicaban los medios de proteger sus personas e intereses. Sometidos los naturales por la conquista a un poder extraño, intimidados ante la superioridad de los europeos, a quienes tenían que obedecer, era muy justo que la Corte de Madrid les dispensara consideraciones, para hacer simpático el nuevo régimen a los que tanto necesitaban de paternal auxilio y de cariñoso apoyo; la justicia debía mostrar mayor solicitud respecto de los débiles, que habían perdido sus sagrados derechos como pueblo independiente y soberano; y los delegados del Rey en las Indias tenían especial recomendación de favorecer de todos modos a los aborigenes» (1). Alejandro Humboldt, cuya autoridad nadie se atreverá a poner en duda, ha escrito que la condición social del indio español era mejor que la de los aldeanos de una gran parte del Norte de Europa (2). También el argentino D. Vicente G. Quesada, aunque a veces ha juzgado con severidad el gobierno español en América, reconoce que no están en lo cierto los escritores que afirman que la organización colonial fué un centralismo pernicioso, a la cual atribuyen todos los errores y males de las nuevas naciones hispano-americanas (3).

En tanto que los Monarcas austriacos y los Reyes de la casa de Borbón daban pruebas de su amor a la justicia y del cariño que sentían por los indios, también eran dignos de fama y renombre no pocos Virreyes, Gobernadores, Presidentes, Corregidores, Arzobispos y Obispos. No todos, ni aun una gran mayoría, como fuera nuestro deseo; pero muchos fueron tolerantes y buenos, como lo confirman antiguos cronistas y modernos historiadores.

Nadie por exigente que sea-escatimaría aplausos a Antonio de Mendoza y a Luis de Velasco, virreyes de México; á Manuel de Guirior, virrey del Perú; a José Antonio Manso de Velasco, Gobernador de Chile; a Miguel de Ibarra, Presidente del Ecuador, y a Andrés Venero de Leyva, Presidente

(1) Gómez Carrillo, Historia de la América Central, tomo III, págs. 27 y 28.—Continuación de Milla.

(2) Ensayo político, lib. IV, cap. IX.

(3) La Sociedad hispano-americana bajo la dominación española.

de la Audiencia de Santa Fe de Bogotá. Entre los prelados, justo será recordar los nombres insignes de Santo Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de Lima, y de Fr. Juan de Zumárraga, Arzobispo de México. Protectoras incansables las autoridades españolas de la religión y de las órdenes religiosas, la religión fué desde la cuna hasta la muerte el sentimiento general lo mismo del español que del indio. Tanto las autoridades civiles como las eclesiásticas se desvelaron por extender la civilización, abrir escuelas, establecer imprentas y llevar a todas partes el mejoramiento y el bienestar. Que en el esplendoroso cuadro de los Gobiernos españoles hubo algunas y, si se quiere muchas manchas, nada importa, pues toda obra humana las tiene en más o menos cantidad, con mayor o menor fuerza señaladas. No hemos de negar que no siempre estuvieron acertados los Reyes y los Gobiernos en el nombramiento de las autoridades, lo mismo civiles que militares, para las colonias. Con mucha frecuencia se impuso el favoritismo y ocuparon elevados puestos hombres aduladores, necios e intrigantes, cuando no avaros, codiciosos y crueles.

Para terminar esta materia permítasenos recordar algunos hechos y dirigir una pregunta. No olvidéis que a últimos del siglo xv desconocíais la escritura alfabética, los progresos de las ciencias y las bellezas de las artes, ni teníais arados para cultivar vuestras tierras, ni utensilios de hierro para todas las necesidades de la vida, ni carros en que transportar vuestras mercancías, ni buques de alto bordo para recorrer los mares, ni moneda de ley para el cambio de vuestros productos. No olvidéis que a últimos del siglo xv ni siquiera teníais noticia de los animales domésticos, ni sabíais nada del cultivo de los cereales. No olvidéis que durante largo lapso de tiempo, uni · das España y América han marchado por tierras y mares realizando su vida, a veces con gran trabajo, a veces con facilidad extrema; pero siempre con fe y entusiasmo. ¡Americanos! En uno de los platillos de sensible balanza colocad lo bueno que habéis recibido de los españoles, y en el otro platillo colocad lo malo. ¿Qué pesa más?

«¡América para los americanos! Tal es la consigna adoptada escribe Reclus- por las repúblicas del Nuevo Mundo para oponerse a las tentativas de intervención de las potencias europeas en los asuntos interiores del continente occidental. Bajo el punto de vista político, no cabe duda que los

Estados americanos no han de temer ya los ataques de ningún adversario, y no se sabe si tolerarán mucho tiempo en aquellas regiones la existencia de colonias dependientes de un Gobierno extranjero. Si oficialmente posee todavía la Gran Bretaña la cuarta parte de la superficie del Nuevo Mundo, casi la totalidad de aquel inmenso espacio está desierto, y las provincias habitadas, constituyen, por decirlo así, una república independiente, en la que el poder real sólo está representado en el nombre, y por todo ejército tiene un regimiento acampado en una punta de tierra en el sitio más inmediato a Europa, como si estuviese aguardando órdenes para regresar a la Metrópoli. Los pueblos del Nuevo Mundo tienen, pues, asegurada su autonomía política contra toda mira ambiciosa del extranjero; pero bajo el aspecto social, América dista mucho de ser de los americanos; es de todos los colonos del antiguo mundo que a ella acuden y en ella encuentran nueva patria, aportando sus usos y costumbres hereditarias, al par que sus ambiciones, sus esperanzas y la necesaria fuerza para acomodarse a un nuevo modo de ser. Los que por distinguirse de los hombres civilizados del resto del mundo se llaman americanos, son también hijos ó nietos de europeos; el número de estos americanos aumenta en más de un millón cada año por el excedente de los nacidos sobre los muertos; además, aumenta en más de otro millón con los colonos recién llegados, que a su vez se llaman pronto americanos, y a veces miran como intrusos a los compatriotas que llegan tras ellos. El mundo trasatlántico es un campo experimental para la vieja Europa, y como en el antiguo mundo, se prepara allí la solución de los problemas políticos y sociales en bien de la humanidad» (1).

Viene al caso recordar que allá en el año 1824, el Congreso de Panamá, siguiendo las inspiraciones de Bolivar, entre otros asuntos, procuró establecer un pacto de unión y de liga perpetua contra España o contra cualquier otro poder que procurase dominar la América, impidiendo además toda colonización europea en el nuevo continente, toda intervención extranjera en los negocios del Nuevo Mundo (2). Los temores de Bolivar tenían su razón de ser después de pelear en Ayacucho con ejércitos de Europa. Añade con acierto J. B.

(1)_ Geografía universal, América septentrional, págs. 83 y 84. (2) Véase Simón Bolivar, págs. 179 y 180.

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