Imágenes de páginas
PDF
EPUB

GUÍA SENTIMENTAL DE ESPAÑA: SEGOVIA

Muy claros los horizontes, el llano pardo, la tierra azul, el aire frío y en el campo ondulado, avanzando, la proa quimérica del alcázar. Tras él, revuelta en altibajos, hirviente en los arrabales, mansa en las plazas, viene la ciudad en rumorosa estela que se funde poco a poco en el raso. No remotas, las sierras, encrespadas como olas, con nieve en las cumbres y oscuros verdes en las estribaciones que, henchidas, se van alisando según avanzan cara al norte.

La ciudad parece un ansia de quietud: aparta los ojos del fragoso Guadarrama, huye de las frondas de Valsain, va dejando a los lados barriadas, caseríos dispersos, huertas, y hiende la llanura para buscarse en el desierto la propia alma. Las huebras han borrado los vestigios de las casas desaparecidas, y la reja del arado comienza a clavarse en la raíz de las zagueras ; el alcázar sube valle arriba, avizorando las líneas secas del horizonte, ansiando algo que no acaba de aparecer.

La ciudad no es lo que fué: tuvo una vida plena en riqueza, dolores y alegrías; pero hoy ha arrancado de su seno aquellos sus afanes sumiéndose en la melancolía de lo pasado. Un sordo vivir, sin emociones, seguro de no recobrar su pretérito esplendor, la tiene impasible quizá gozando con los recuerdos. Acaso en lo hondo de su alma vibran unas notas risueñas cuando en ese soñar llega a olvidarse del presente. Su paisaje se ha recogido también: las arboledas despliegan sólo su lozanía en lo profundo de los collados, alegrando la desolada paz de las ruinas.

Por la parte del norte bajan las aguas del Eresma sin bullicio, tranquilas; entran en las huertas, se remansan en las aceñas y siguen después camino abajo, ceñidas siempre por los álamos temblorosos que, al otoño, cuando se pintan de oro vibrando al cierzo, semejan esas almas abrasadas que en aquellas mismas riberas vivieron dedicadas al Señor. Al otro lado de la ciudad un arroyo, menguado en aguas, pero de sonoro nombre, serpea y se deshila entre riscos y negrillos. Clamores le llaman. La ironía o la leyenda han dado a sus aguas el bello nombre que llevan, pues es su voz tan humilde, que la apaga el rumor de la brisa cuando pasa por las olmedas. Estas bellezas de égloga viven recatadas contra la muralla, en los fosos

que cercan la ciudad, ocultas del campo. Algún ciprés, sobre un ribazo, asoma la cima a la campiña quedándose absorto ante ella.

El paisaje segoviano es sólo una línea que, como el alma, parece decirnos más allá, más allá. No tiene este paisaje el ardor del avilés, pero en su simple severidad es más intenso porque no tiene pasado ni tendrá futuro, por ser linea pura. Es como fué y así será. De ahí ese poder suyo de mostrar lo eterno en la radiante luz castellana. Línea y luz son las dos únicas notas del paisaje segoviano que, en su austeridad, gusta de ostentar todos los tonos del color, riqueza que logra en los otoños, cuando las primeras nieves de los picos son pálidas, el cielo cárdeno, los campos purpúreos, la sierra verdinegra. En las tardes, el sol, antes de ponerse, arranca lumbraradas de los vidrios de la ciudad y toda ella queda envuelta en una ténue luz de oro; las campanas de la catedral envían por los campos sus voces de oración que corren leguas y leguas sin encontrar donde hacer eco, muriendo con el día. A esta hora también, pasan del llano a la sierra los grajos, aves agoreras que no saben cantar, pero en cuyas alas negras llevan prendido el futuro de los humanos.

Segovia es la ciudad de la melancolía. No tiene el alma múltiple de Toledo por haber sido castiza, más de la tierra. Los extraños vieron en su severidad altanería, en su rectitud orgullo; no asentaron en ella y perdieron la intimidad de su corazón generoso, tan presto para las empresas de valor como áspero de ganar con los halagos. Mal interpretada su ecuanimidad, la admiran sin amarla; per no le importa. Sobre todo quiere ser como es. Muchos de sus ideales los puso en su vida civil, habiendo sido en ella ejemplar. Fué industriosa y guerrera, a veces implacable en la justicia, pero siempre de buena. fe. Llegada a vieja, abatida la fortaleza de su alma vive indiferente, con melancolía, a la sombra de las grandezas levantadas por su entusiasmo. La ciudad, en su aspecto, así parece decirlo. No ha sabido o no ha querido encontrar como Avila una nueva vida en la fe. Sin asustarse de los infortunios, los ha ido dejando llegar impasiblemente, aceptándolos con serenidad. Siempre fue humana y no olvidó la dualidad del vivir, dando una injusta preponderancia a uno u otro modo. En ello no debieron de influir poco aquellas mesas de menestrales que formaban otra ciudad alrededor de San Lorenzo cardando, hilando, tejiendo lanas y, a las veces, dejando sentir en la villa la fuerza de su número. Vanas fueron las cédulas reales para atajar el crecimiento preponderante de aquellos barrios de obreros donde campeaba desenvuelto el individualismo español. Quizá influyeron

mucho en el sentido de libertad, tan ampliamente sostenido por la villa durante mucha parte de la edad media y aun después de bien entrada la moderna. Es admirable como Segovia vela por sus derechos: el rey, la nobleza, el clero, el pueblo han vivido en ella casi confundidos y, si banderias hubo, más fueron entre iguales que entre los estados. De estos cuatro brazos, hoy caidos, sólo queda el caserío de los arrabales, sin gente, el alcázar y la catedral.

El espectro grandioso, perfilado entre cielo y tierra, del alcázar atalaya en su origen, defensa después, gustoso lugar para recreos reales más tarde, es hoy una reliquia. Por sus salas sonoras, vastisimas, vagan ahora mil recuerdos de la villa pretérita. Todas las historias segovianas, las leyendas fantásticas, han venido a refugiarse en este palacio torreado. Lo es todo en Segovia el alcázar: ni la catedral le ha desvanecido su historia; está demasiado arraigada en el sentir popular para arrancarla de él. Además, se fué haciendo de legitimos regocijos y días de mucha zozobra para ser olvidados pronto. En aquellas estancias se entrevistaron como iguales, de tu a tu, pueblo y rey; en ocasiones fueron los fosos defensas contra pretensiones de la tiranía, en otras guardadores de los fueros de la villa. El rey Santo vivió bajo aquellos techos; la sabiduría de Alfonso el décimo, en ellos se vió humillada. Pero cuando la vida del alcázar alcanza todo su esplendor es en la corte del señor don Juan II, el rey poeta, cuando sus estados arden en fiestas y guerras a un tiempo. Allí, en aquel alcazar doñean los caballeros distinguidos del monarca con las damas segovianas, los poetas recitan en los estrados halagando el gusto de la corte, la esplanada fronteriza al rastrillo es liza donde lucen su destreza los más apuestos justadores, las aguas del Eresma, por la noche, reflejan las mil luces del palacio por cuya tranquilidad vela aquel varon esforzado que se llamó Don Alvaro de Luna victima más tarde del propio rey. En el mismo alcázar encontró lealtad y sanos avisos el débil Enrique IV; mientras los de Avila le deponian en una farsa, los de Segovia le seguían adictos. De estas torres salió para ser proclamada por el pueblo la reina mas preclara de España, Isabel de Castilla.

Ya después comienza a declinar la historia de la fortaleza hasta añadir un baldón a su escudo en el tiempo de Carlos I, en la guerra de las Comunidades. El alcázar se proclama por el emperador, abandona al pueblo y éste, enfurecido, se prepara a la lucha; pero es difícil contender con él, su alcaide Diego de Cabrera sabe medir la

ventaja de su posición y saca provecho de ella contra los sitiadores. Entonces es cuando éstos piensan utilizar la catedral como baluarte, el Concejo se opone, pero a sus miramientos contestan los comuneros: la iglesia es del pueblo. Ejemplar respuesta que supo mantener Segovia en toda aquella desdichada lucha. Medio año se hostilizan el alcázar y la catedral hasta que los infortunios de Villalar dispersan a los defensores de las libertades castellanas. Es su última hazaña : dijérase que con aquella malhadada decisión de ir contra su propia tierra se le acabó la historia. Después, el fuego, ha querido por tres veces aventar su vida, pero los segovianos, tan celosos con su pasado, la han salvado siempre. No importa si hoy es otro: allí ha pasado cuanto llevamos dicho; desde sus torres se siguen viendo los. mismos mundos: el mar de Castilla y los puertos de la vecina sierra por donde descendería el atrabiliario Arcipreste de Hita que vino a Segovia a gastar su caudal Dios sabe en qué menesteres.

La desierta campiña hace más evocadora la ciudad con sus iglesias, monasterios, torres, campanarios, del pasado esplendor. Segovia ha tenido siempre la conciencia de sus derechos, por eso ha conservado hasta hoy sus mejores monumentos, testimonios de tal virtud. Cuando se derrumbó el acueducto, esa vieja presea que engalana su pecho, clamó de dolor ante la reina Isabel y un frailecico del Parral, Juan de Escobedo, volvió a ordenar los sillares de la arracada. Por entre los arcos lució de nuevo el azul del cielo. Era como amatistas montadas en aquella severa fantasía de cuya estructura parecen haber tomado modelo los orfebres para delinear los collares con que se adornan las serranas en los días señalados. Asolada la catedral en los días de los comuneros, el pueblo levantó otra de sus ruinas.

La catedral de Segovia es joven aun; es la última que se erigió en tierras de Castilla; pero es sin duda la más castiza: los Gil de Hontañón intentaron sin duda dejar indeleble en ella el sentir de la tierra combinando la grandeza con la austeridad. En esta catedral, el devoto no tiene ocasión de distraer su espiritu en ampulosidades artisticas ni en primorosos ensueños tallados en piedra. En ella aparece todo subordinado a una idea que ha querido volar dejando las ligaduras terrenales. Como en el paisaje es la linea, severa, recta, sin vacilaciones, que sube a lo alto sin entretenerse en los bellos juegos gótigos. Gentil torre la suya, rebajada hoy, pero soberbia, reinando en la ciudad. Felizmente los arquitectos realizaron sus

ideales contando con lo que en España ha integrado todo el arte, el sentimiento popular. Constructores también estos arquitectos de la salamanquina, a las dos las han identificado con el suelo donde han de vivir aquella, en la región de la tierra dorada y de los risueños sotos del Tormes; a esta, en la severidad de la meseta. No en balde fue aquí tan profundo el sentir de las gentes que ofrecieron no sólo su dinero sino su corazón. La iglesia es del pueblo, dijeron en una fecha memorable; y del pueblo ha sido. En los días cuando se emprendieron las obras de la edificacion, se esperaban las fiestas con ansia porque en ellas, oficiales, maestros, gente principal, hombres y mujeres, corrían a los bosques de Valsain a traer maderas los labriegos enguirnaldaban sus yuntas como para una fiesta geórgica y al paso tardo de los bueyes acarreaban de las vecinas canteras de Revenga o la Madrona, cuanta piedra era posible. Todo el pueblo “para muestra del contento y gozo con que acudian a semejante trabajo (que lo era grande), llevaban las angarillas adornadas y cubiertas de seda". Tal refiere el pícaro Alonso, testigo de los hechos e hijo de Segovia, como su compinche Pablillos. Así esta catedral es pura expresión popular en que las almas de los artistas y la del pueblo, fundidas al mismo fuego, lograron dar justa medida del genio de la tierra. Todos pusieron su esfuerzo o su afan en esta obra del santuario, la más noble en la empresa porque no sería hija del temperamento de un hombre a quien se confiaba el propósito, sino del amor de la villa entera que, sin saberlo, pretendía sobrevivirse. En la gran plazuela frontera a la puerta mayor, centenares de losas sepulcrales, separadas por el césped, dicen los nombres de otros tantos linajes humildes o nobles pero que fueron, como estuvieron en vida, a reposar unidos.

El acueducto, el alcazar, la catedral, esa trinidad levantada por el civismo, hoy, es solo un fantasma, no tiene alma, menester es que Segovia como tantas otras ciudades españolas vuelva a sentir el fuego de Juan Bravo, aun cuando se abrasen en él caballeros tan cumplidos. como Rodrigo de Tordesillas.

La ciudad entera evoca la edad media con sus viviendas fuertes, sus casas solariegas, apoyo de otras humildes, y sus sobrados abiertos en graciosas galerías al estilo morisco. En ella pueden revivirse quizá mejor que en ninguna otra parte de España, tiempos muy reLos poemas del arcipreste y las malicias de la madre Celestina, aparecen a cada instante por aquellas callejas solitarias donde

motos.

« AnteriorContinuar »