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portamiento, concediendo á los realistas el privilegio de no poder ser sentenciados á la pena de horca como los demás españoles (6 de mayo, 1828), é igualándolos así á los nobles. Por el contrario, conservando su antigua enemiga á los liberales, prohibió á los impurificados la entrada en la córte; y un poco más tarde (12 de julio, 1828) se privó de sus grados y honores á los que en la época constitucional habian pertenecido á sociedades secretas, aunque se hubiesen espontaneado ante los obispos, condicion con que ántes se los perdonaba, dando así efecto retroactivo á las leyes, y añadiendo á la crueldad el engaño. Tambien se restablecieron en algunas provincias las odiosas comisiones militares, que por fortuna esta vez fueron pronto abolidas. Este era el sistema de equilibrio que agradaba á Fernando, y en que creia mostrar gran habilidad.

Los reyes permanecieron en Barcelona desde el 4 de diciembre de 1827, en que hicieron su entrada, hasta el 9 de abril de 1828, no siempre en buen estado de salud, sino achacosos uno y otro, y padeciendo en ocasiones; pero ordinariamente en actitud de poder disfrutar de los espectáculos de recreo, mascaradas, bailes y otras fiestas, con que aquella rica, industriosa y espléndida poblacion procuró hacer entretenida y agradable su estancia; visitando ellos tambien las fábricas de hilados y tejidos, y otros establecimientos industriales, los de instruccion y de benefi

cencia, templos, conventos de ambos sexos, y demás que excitaban ó el interés, ó la curiosidad, ó la devo. cion de los soberanos.

El 9 de abril salieron SS. MM. en direccion de Zaragoza, donde llegaron el 22, y permanecieron hasta el 19 de mayo. En esta poblacion, como en Barcelona, como en todas las que por estar en el tránsito, ỏ á ruego y empeño de ellas mismas, visitaban los reyes, eran recibidos con arcos y carros de triunfo, danzas, comparsas, iluminaciones, vivas y demostraciones de júbilo de todo género. Variaban éstas segun las circunstancias, el carácter, las costumbres y los medios de cada localidad, y ellas eran tambien las que regulaban los goces y el sistema de vida de los augustos viajeros. Favorecia mucho á la sinceridad de estas ovaciones el ir ellos precedidos de la oliva de la paz.

Insiguiendo Fernando en su propósito, desde que llamó á la reina Amalia, de visitar juntos algunas provincias de la monarquía, embarcáronse en el canal de Aragon el 19 (mayo, 1828), y por Tudela y Tafalla llegaron el 23 á Pamplona. Y como se propusiesen pasar allí los dias del rey, quiso el ministro Calomarde que precediera á tan solemne dia un acto de real clemencia, concediendo un indulto general (25 de mayo, 1828), por delitos comunes, no por los políticos ó de conspiracion contra el gobierno. Así como la víspera de dicho dia tuvo el ministro la honra de ser condecorado por el rey con la gran cruz de

Cárlos III. en premio de sus distinguidos servicios. El 2 de junio partieron de Pamplona para las Provincias Vascongadas, cuyas capitales y principales poblaciones recorrieron, en medio de iguales ó parecidas aclamaciones que en todas partes. Burgos, Palencia, Valladolid, todos los pueblos de Castilla la Vieja en que á su regreso se fueron deteniendo, ó visitaron de paso, rivalizaron en las mismas demostraciones y homenajes de afecto y de regocijo. Recordamos todavía las que presenciamos en algunos puntos. Y por último, despues de haberse reunido con la real familia, y pasado unos dias en su compañía en los reales sitios de San Ildefonso y San Lorenzo, regresaron SS. MM. el 11 de agosto (1828) á Madrid, al cabo de trece meses de ausencia por parte del rey, siendo recibidos con ruidosas aclamaciones populares, y principalmente por parte de los voluntarios realistas.

Fué éste uno de los períodos mas tranquilos, y tambien de los mas suaves del reinado de Fernando. Habian cesado en el interior las agitaciones, y nada parecia inquietarle en el goce de su dominacion absoluta. Favorecíanle hasta las graves mudanzas ocurridas en el vecino reino de Portugal.

Una disposicion poco meditada y poco prudente de la Carta portuguesa otorgada por el emperador don Pedro, confería al infante don Miguel la regencia cuando llegase á cumplir los veinte y cinco años: disposicion estraña y que no se comprende en quien co·

nocia las ideas, las costumbres y los hechos del bullicioso infante. Así fué que llegado el caso de ponerse en ejecucion dicha cláusula (octubre, 1827), don Miguel reclamó sus derechos. Apoyábalos el Austria, y no se opuso la Inglaterra. El nuevo regente no tardó en desembarcar en Lisboa (22 de febrero, 1828), no con ánimo de sujetarse á las condiciones impuestas por don Pedro, sino con el designio, como era de sospechar, de apoderarse del mando y del trono. Juró sin embargo la Constitucion en el seno de las Córtes. Pero evacuado Portugal por las tropas inglesas, don Miguel arrojó la máscara, y dócil á las sugestiones de su madre, rompió descaradamente todos sus juramentos. Desoye los consejos y las reflexiones del embajador inglés, rompe la Carta, despide las cámaras, y convocando las antiguas Córtes consigue ser proclamado rey absoluto. El ministro inglés abandona á Lisboa. Las tropas constitucionales que marchan de Coimbra conIra la capital son batidas. Doña María de la Gloria se ve obligada á salir de Portugal y refugiarse en Inglaterra, donde es reconocida como reina por Jorge IV. A partir del 18 de julio (1828), Lisboa y Oporto se convierten en teatros de odiosas proscriciones, y bajo el tiránico despotismo de don Miguel mancha el suelo de Portugal una reaccion sangrienta, cuyos ejecutores son algunos nobles, no pocos frailes, y en general la hez del pueblo. Los liberales portugueses llevan á la emigracion la amargura del vencimiento, y las TOMO XXIX.

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esperanzas suyas y las de los liberales españoles.

Otros síntomas presentaba la política del otro lado del Pirineo, y diferente rumbo podia augurarse que seguiria en Francia la nave de la gobernacion. El proyecto de ley represivo de la libertad de imprenta, de que hemos hablado ya en otra parte, presentado por el gobierno de Cárlos X. á la cámara, habia excitado en el parlamento, á pesar de la mayoría de los trescientos leales que le apoyaban, así como en la opinion pública, una indignacion tan general, que el ministerio se vió obligado á retirarle. Tál fué el regocijo que esto causó en París, que aquella noche apareció toda la poblacion espontáneamente iluminada: signo elocuente de la impopularidad en que el ministerio de Mr. de Villèle habia caido. Cometió éste la imprudencia de desafiar la opinion disponiendo una gran revista de la guardia nacional, que habia de pasar el rey en persona en el Campo de Marte, confiando en que las aclamaciones con que habria de ser saludado, neutralizarian ó disiparian aquel mal efecto, dando así en ojos á las oposiciones y á los diarios enemigos del gobierno.

Mas sucedió tan al revés, que si bien se dieron vivas al monarca, algunas compañías mezclaron con ellos el grito de: «¡abajo los ministros!» Todavía pudo esto tomarse por un grito aislado, pero adquirió una grande é imponente significacion el que legiones enteras le repitieran al desfilar por debajo de las ventanas

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