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los Machucas y Covarrubias, llegaban a sucederles con no poca gloria suya y esplendor del arte.

No diré del célebre Juan de Herrera, aunque pronto volveré a mencionar su nombre, porque hemos de ver el lugar de su nacimiento, y entonces será ocasión conveniente de recordar su historia.

En Rasines hemos visto la cuna de la dinastía de los Hontañones, tan famosos en la catedral nueva de Salamanca; de Ojebar salieron los Ezquerras, y de Galizano los Huertas, que se hicieron notables ya entrado el siglo XVII en Asturias y en Alava.

¿Y de dónde sería aquel Garci-Fernández de Matienzo, que trabajaba de 1442 a 1446 en la Cartuja de Miraflores? ¿De dónde el Francisco de Limpias, arquitecto de la catedral de Sevilla, y Juan Miguel de Agüero, que trazó alguna de las primeras catedrales americanas, y Juan de Albear, que dejó interesantes memorias en la catedral asturicense, y Francisco de Campo Agüero, que en la de Segovia, donde fué maestro mayor, mereció y obtuvo piadosa sepultura?

De Hazas era Martín de Solórzano, tan notable arquitecto como lo muestran sus trabajos en la catedral de Palencia. De Secadura, Juan de Morlote, ilustrado en trabajos diversos del último tercio del siglo XVI. De Güemes, Gonzalo de la Bárcena, célebre fontanero en Valladolid y Simancas. De Voto, Diego de Sisniega, Juan de Ballesteros y García de Alvarado, que participaron en la gigantesca fábrica del Escorial.

Trasmerano era Rodrigo de la Cantera, que proyectó y edificó el gran palacio de los duques de Lerma en la villa de su titulo, en cuyas abrasadas paredes hemos podido estimar su magnificencia original; y montañeses eran el monje jerónimo Escobedo, a quien la Reina Católica fiaba nada menos que las reparaciones del acueducto segoviano, y aquel Juan Campero, arquitecto del insigne cardenal Cisneros, de quien hablan tan honradamente la iglesia y convento de los franciscanos de Torrelaguna.

Salían de sus valles nativos sin otra habilidad que la de la

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brar la piedia; levaban consigo su natural ingenio, la humildad dia; levaban consigo de su confesada rudeza y el propósito íntimo de observar y aprender; la enseñanza entonces tomaba forma especial, y de la que hoy difícilmente nos damos cuenta; maestro y discípulo se escogian reciprocamente y por afición espontánea, y sus relaciones tenían desde luego mucho de patriarcal y desinteresado. Así fructificaban las lecciones, semilla cuidadosamente arrojada en terreno fértil, a la cual no faltaba el Suave y fecundo calor del buen cariño. Así echaban los preceptos hondas raíces y se perpetuaban en su integridad austera mientras la decadencia invadía los dominios del arte y lo arruinaba.

La tradición artística no ha perecido en Trasmiera; de allí salen todavía canteros excelentes que hallaréis trabajando bajo el toldo de estera con que esa industria se guarece en la cortesana Madrid del sol y del agua. Y de esta tierran salen en gran número imagineros, tallistas, escultores de retablos, estofadores, organeros y fundidores de campanas. Y si recorrieseis sus iglesias y estudiaseis sus obras anónimas con juicio sereno, quizás hallaríais en alguna de ellas vestigios de buena escuela, señales que os recordarían los grandes días de la imaginería castellana y andaluza.

III

SOLARES.ASTILLERO DE GUARNIZO.—MALIAÑO. — MURIEDAS

Estamos en Solares; de aquí parte un camino que os lleva a salvar el agreste paso de las Alisas, de donde domináis la tierra hasta el mar, tal vez por encima de las nieblas que llenan la hondonada; y más allá al valle de Arredondo, de donde podréis ir a estudiar el Guadiana cántabro, el río de Matienzo, que se esconde y parece luego a la otra parte de la montaña, y la caída del Ason, que se despeña por un tajo vertical, de cuyo filo se desprende en grueso chorro para llegar en me

nuda niebla al fondo de un pedregal sembrado de gigantescas hayas.

Y en el camino encontraréis quien os muestre el antiguo real sitio de la Cabada, la que fué primera fábrica de fundición de artillería y municiones de hierro colado en España, fundada por flamencos en el siglo XVII, adquirida por el Estado en la inmediata centuria, y que después de haber abastecido naves y plazas, y acudido también a necesidades del arte y de la industria, fué abandonada por la varia fortuna de los tiempos, por mudanzas en sus condiciones de situación, por esas causas infinitas que traen la muerte a toda obra, a toda especulación humana, por grandes que hayan sido su prosperidad y utilidades.

Estamos en Solares, donde hallaremos afligidos de dolencias varias que vienen a buscar medicina en sus aguas termales. Y a fe que si hay males a cuya curación baste la suavidad del ambiente, la frondosidad del suelo, la amenidad y hermosura dei paisaje, han de hallar aquí eficacísimo remedio.

Le da sombra de poniente, y manantial para sus fuentes, y árgoma para sus hornos el monte Cabarga, a cuya raíz pasa la carretera faldeando. El monte Cabarga, al cual aplicó el ilustre padre Flórez un pasaje de Plinio apoyando la sólida crítica de su irrefutable libro «La Cantabria». Cantabriæ maritimæ parte, quam oceanus alluit, mons prærupte altus, incredibile dictu, totus ex ea materia est, dice el célebre naturalista insubrio, pintando el suelo cántabro y su riqueza en vena de hierro: en la falda meridional del monte están patentes los socavones de la explotación antigua, el cárdeno color de la tierra movida denuncia la metálica esencia que encierran sus entrañas, y el nombre de un sitio, Veneras de Cabarceno, parece convidar a sondearle de nuevo (1).

En su falda septentrional prevalece el viejo arbolado; a media altura, sobre un escampe, el santuario de Nuestra Señora

(1) Es común el nombre en las inmediaciones Veneras de Viznaya, Veneras de Montecillo, etc.

de Socabarga, bajo la noble cima de Llen, donde se asoma la nieve a anunciar su próxima bajada a Santander y a la marina. Después la cresta del monte sigue ondulando hacia el SO., irguiéndose en un pico escueto, Castil-negro, y por última vez en otra cumbre, la Peñota, desde la cual se derriba a morir en el risueño valle de Villaescusa.

En tanto a nuestra derecha culebrea la ría de Tijero, mansa y silenciosa, escondiéndose entre junqueras, como sucede al mar cuando metido tierras adentro y lejano del lecho natural de su soberbia y su pujanza, hase domesticado y perdido sus fueros y su altanería. Pronto llegamos adonde estas aguas salen de la ría de Santander, que al pie del Cabarga y bajo el pueblo llamado San Salvador, parte las suyas y las sube hasta Tijero por la parte por donde venimos, hasta Solía y Movardo por la parte opuesta entrándose hacia el ocaso.

Y en el curvo vértice de ambas rías de Santander y de Solía, sale a encontrarnos el astillero de Guarnizo. Su suclo parece de propósito inclinado por la naturaleza para que las naves caigan blandamente desde la grada al mar; sus marismas ofrecen vasto espacio para parques de esas maderas singulares que el cieno marino preserva y cura; Cabarga le daba carbón y hierro, y para armamento de sus buques le fundía cañones la Cabada, y anclas Marrón.

No había de faltar quien utilizando tantas ventajas las completase estableciendo en las cercanías modo de hilar la jarcia, cortar la lona y coser las velas para que del astillero saliese el buque dispuesto a luchar con los hombres y con los elementos, a vivir su vida de navegación y combates, a explorar costas, correr tiempos y dar y recibir andanadas y abordajes.

Don Juan de Isla, caballero trasmerano del solar de su apellido, lo realizó entrando con ánimo activo, recia voluntad y espíritu hábil en el renacimiento de la marina española, iniciado por Felipe V, continuado por sus sucesores Fernando VI y Carlos III. En la ciudad de Santander hallaremos los edificios que levantó, destinados a aquellas marítimas industrias.

En un tercio de siglo, en el espacio de treinta o cuarenta y

cinco años que alcanzaron a los reinados de los tres monarcas, botó al agua el astillero de Guarnizo veintiséis navíos de línea, diez y seis fragatas y otros buques menores. De sus gradas salió el Real Felipe, de ciento cuarenta y cuatro cañones, para señalarse en el combate frente a Tolón contra ingleses, donde el año de 1744 ganó el almirante español Navarro el titulo de marqués de la Victoria; de ellos el San Juan Nepomuceno, cuya cubierta en 1805 y en el cabo de Trafalgar regó la sangre del heroico Churruca.

Ya sólo de tarde en tarde recuerda su antiguo destino, viendo poner la quilla de un buque mercante. Así se sorprende el forastero al entrar en su iglesia y verla pintada de banderas y trofeos militares. La vida del sitio es vida de ocioso, y ha trocado la viva agitación y el ronco ruido de la construcción naval por el silencio y el sosiego. Le van repoblando quintas y posesiones de recreo: cada una se distingue por una condición particular que la caracteriza y da fisonomía: ésta por su frondosa calle de plátanos, aquélla por su sombría alameda de pinos, otra por su esbelto bosquecillo de castaños a raíz del agua, y no falta cuál se haga notar por las piedras de su portada o la claraboya de un tejado.

Para recibir al último soberano de la dinastía que le había hecho vivir y florecer, engalanóse el astillero un día, y como hidalgo de casa venida a menos, a quien la pobreza alejó de alcázares y ejércitos, y vive de memorias y de referir la vida espléndida y fecunda de sus antepasados, y, recordando la magnificencia de su estirpe, quiere hacer sufrida y tolerada su actual pobreza entre los magníficos y pródigos de la hora presente, ya que no podía mostrarle quillas en grada, cascos en carena, la poderosa escuadra de los tiempos pasados acicalándose y vistie ido el arnés para salir a la mar y ondear altivo su pabellón, pintó en fingidos obeliscos los nombres de los barcos que allí tuvieron cuna. Y los ojos de Isabel II veían desfilar como las sombras de un ejército levantado de su campo de batalla, donde yacía muerto, los fantasmas de aquellas armadas, cuyo sepulcro fueron los anchos mares desde el seno

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