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los pueblos, llámense legión o individuo, cuando impacientados por la resistencia hallan razón de ejercitarla.

Despojado de bienes y honores, hubo de resignarse y prestó homenaje al soberano, confesándose culpado, y éste, por bondad de alma, y sin duda por cálculo político, le dió la tenencia de Toledo con vastos territorios en Castilla y Extremadura.

Así arrancaba al conde de sus temidas breñas, excusándole nuevas veleidades de insurrección con apartarle de los lugares que obedecían a su voz; utilizaba en la frontera de los moros la experiencia militar de un caudillo valeroso, y guardaba para sí aquellas marinas con tanto empeño deseadas.

Este empeño era propio de su ánimo levantado, de su espíritu claro, de sus propósitos evidentes de continuar la obra de su abuelo el conquistador de Toledo, quien había sentado sólidamente la piedra angular de la restaurada monarquía, arrancándola a los cimientos del imperio mahometano, que vacilaba con su falta, y no había de poder restablecerla jamás.

En sus campañas continuadas el rey cristiano llegaba hasta Almería y las costas del reino granadino, donde sus propios ojos, si ya la razón antes no se lo dictaba, le persuadian de que el mar traía a sus tenaces enemigos nueva robustez y nueva vida, que hacía inútiles las heridas dadas por los castellanos. El auxilio reciente de los cruzados ingleses y normandos en la conquista de Lisboa al Alfonso portugués, probaba la eficacia de la organización y fuerza de las armadas, y que sin ellas no cabía esperar decisivas victorias.

La necesidad de poder marítimo para su reino hizo sin duda al emperador conservar en su mano activa y enérgica la montaña. Castilla necesitaba costas, ya las tenía. Alfonso VII tomaba las tierras, su nieto Alfonso VIII las poblaba, dos generaciones después el Rey Santo les pedía naves y marineros que apresuraban y acaso decidían la rendición de Sevilla, y, por último, un siglo más tarde el Rey Justiciero sacaba de aquellos puertos y riberas una escuadra capaz de medirse ventajosamente con la más famosa de Aragón, cuyas quillas entorpecían añejas algas nacidas en las olas de Levante y de Africa.

Es notable que, aun después de recibido en gracia el antiguo rebelde, a quien se fiaban las plazas más importantes del reino y ejércitos para entrar en campaña, ni ahora, ni luego que climas lejanos y guerras habían quebrantado sus primeros bríos, se le consintiera recobrar la herencia de sus mayores.

Esta esperanza ilusoria le animaba acaso, cuando en su recia acometida a los moros andaluces, los vencía y desbarataba, llegaba a las puertas de Sevilla, y tornaba a su rey cargado de presa y de trofeos. Tampoco dice la crónica qué causa hubo para que después de tales pruebas de lealtad y valor continuase mostrando desapacible y ceñudo semblante al alcaide de Toledo; pero se comprende que viéndose éste tan mal pagado, hiciese entrega del mando que tenía, y besándole las manos, despedido de sus parientes y amigos, tomase la vía de Jerusalén.

Para el leal entonces el rey representaba la patria: habíale servido con lealtad y arrojo en sus guerras de Andalucía, de Rioja y de Navarra, y recogía en premio ingratitudes; a la melancolía del desengaño se juntaba en su ofendido pecho la tristeza del destierro. Vedábansele los montes que fueron su cuna, donde había vivido feliz, amado de sus vasallos, poderoso en medio de los hidalgos que le servían y acompañaban, siendo el nervio de su fuerza en la guerra, y para hacerle más oscuro el cielo de la patria, acaso una amargura suprema apretaba el corazón del desventurado.

El linaje de su primera esposa, la época en que el matrimonio fué contraído, hacen sospechar que en él tuviera la razón de estado, la codicia de grandezas más parte que el afecto; sus segundas bodas con doña Estefanía de Armengol, hija del conde de Urgel, celebradas por aquel tiempo (1135), parecen, por el contrario, haber sido premio de un afecto profundo y sincero, a juzgar por la extraña expresión de la carta de Arras del don Rodrigo a su esposa, otorgada en 1135 (1), y en térmi

(1) Sota.-Escritura, núm. 35.-La tomó de den Antonio de Alarcón en sus relaciones Genealógicas, y éste del Archivo de la Catedral de Oviedo, pág. 553, de Sota. (N. del E.-Valladolid se lee en Sota.)

nos no comunes en semejantes tiempos, poco dados a enamoradas ternezas.

La corta memoria que de doña Estefanía se halla en diplomas del tiempɔ, no pasa del año de sus esponsales, y acaso esta razón, insuficiente como prueba definitiva, es bastante a hacer sospechar que fué la vida de la joven condesa corta, y su muerte ocasión que esforzó en el ánimo de su esposo la voluntad de peregrinar a Palestina. En la tierra sagrada de Siria peleó como había peleado en España; ganó a los infieles una fortaleza cerca de Ascalón, que ensanchada y bien guarnecida de soldados, armas y vituallas, entregó a los caballeros del Temple, cuyas hazañas había tenido ocasión de admirar y quizás de compartir.

El amor de la patria, y una esperanza vaga acaso de volver a sus hogares montañeses, le hicieron atravesar de nuevo el Mediterráneo; quiso ver al rey y no le fué concedido: odio singular el de este príncipe, a quien sus contemporáneos llaman magnánimo, cuyas hazañas ilustran su reinado glorioso; odio tenaz, cuya persistencia no se alcanza, por más que su origen se explique.

Vagó desesperanzado algún tiempo el proscrito en las cercanías de Castilla, en Navarra y Cataluña, como si quisiera entretener sus dolores contemplando de lejos los horizontes en que había pasado su vida activa, inquieta y trabajosa; pero este lenitivo convenía mal a su carácter entero, el emperador exigía de sus feudatarios que no asilasen al que tenía por enemigo, quien hubo de refugiarse entre los que lo eran de su ley.

Acogióse a Valencia, donde vivió algún tiempo, hasta que dándole los árabes, por causa que se ignora, en bebida preparada el germen de una enfermedad incurable, se halló cubierto de lepra, miserable, abandonado de todos, y tornó a embarcarse para Palestina; no ya paladín aventurero, dispuesto a ahogar sus tristezas y sus pasiones en el furor desesperado de las batallas, sino peregrino humilde, arrimado a un bordón, tendida la mano a la compasión ajena, puesto el espíritu en

Dios, mientras venía la muerte, que esperaba, y le tomó junto al sepulcro del Redentor Soberano.

La leyenda se apoderó de esta figura, cautivada por el relieve y color con que domina una época histórica. La Crónica general le supone uno de los jueces del campo en el célebre reto del Cid a sus ye nos los condes de Carrión; el infante don Juan Manuel, en su célebre libro del conde Lucanor (1), cuenta su peregrinación a Palestina, y el común rumor de que la lepra le había sido impuesta por el cielo en castigo de haber calumniado con el pensamiento a su esposa. Finalmente, Sota asegura que en su tiempo las gentes del campo cantaban en la montaña romances, cuyo argumento eran las aventuras del célebre caballero, uno de los cuales comenzaba:

Preso le llevan al conde, preso y mal encadenado.

También en las frías asperezas de Liébana hallaréis su memoria, si venís a visitar el viejo templo de Piasca, que fué monasterio y fundación suya, donde quiso que sus trabajados huesos reposaran, y donde acaso reposan (2).

(1) Capítulo 46.

(2) Fué Piasca fundación de antecesores suyos, Monasterium quod edificaverunt abios et patronos atque parentes nostros.-Sota.-Escritura 32; pág. 196. Fundadores se llamaron también ciertos blenhechores señalados de los monasterios, y en este concepto podía decirse tal Don Rodrigo, según de la misma eseritura consta.

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HORA, lector amigo, has de consentir que a guisa de huésped honrado por inesperada visita, te acompañe a ver y registrar los rincones de esta amada casa mía, sin olvidar sus menores aposentos. Yo llevaré una mano sobre el corazón para impedirle que en este o el otro lugar salte a impulso de un recuerdo, o del habitual cariño, y canse tus oídos de indiferente con divagaciones sutiles o ardientes encarecimientos; no pondré a prueba tu paciencia, si quieres gastar conmigo la que baste a seguir escuetas descripciones, a tolerar juicios que involuntariamente se escapan a quien describe y tienen en su abono ser sinceros; y por punto general dejaré a tu imaginación el cuidado de nutrir de color los enjutos contornos de mi dibujo, de repartir

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