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que el alma busca, lo que el alma puede. Y retrato ha de ser la descripción de una comarca para que ocurra a las curiosidades diversas, opuestas a veces y enemigas, que han de pedirle satisfacción unas, y otras espuela.

El trozo de paisaje más limitado y breve, páramo o selva, desierto o marina, ¡cuánto pide para ser descrito con limpieza y acierto, con el toque vigoroso y sobrio que ha de reproducirlo a los ojos del leyente, tal cual lo recogió la impresión misma del observador, impresión de amenidad o de terror, de frescura o de aridez, de gracia o de compasión! Y toda condición de ingenio es inútil, y toda habilidad ociosa, si la pintura no conserva el quid humano, misterioso, invisible e indescifrable, alma de la naturaleza, sin el cual la naturaleza no vive, no refleja en la mente, ni suena en el corazón. Porque el hechizo del paisaje, mies o breña, poblado o ruina, está en la criatura humana ausente o presente, la que lo vivió, lo vive o lo vivirá, resucitada por el recuerdo, descrita por la observación actual, evocada en los limbos del porvenir por la lógica de la comparación o los ardores del deseo. Visión que, imaginada o positiva, ocupa el yermo y la industrial colmena, el claustro y la campiña labradora.

Tanto el asceta a quien la soledad conforta, como el peregrino a quien la soledad amedrenta, hallan a su semejante en ella, para perdonarle o para temerle. No tuviera la soledad halago si no fuera espejo a la contemplación del alma que en ella mira reflejarse, claros y distintos, virtudes y vicios, ajenos y propios; no tuviera medicina, si no fuera cálido ambiente que bebe y seca el vapor del llanto humano; no tuviera poder, si no fuera vasto océano donde el pensamiento se sumerge y halla, para bien o para mal, jugos que lo nutren, lo esfuerzan y lo vigorizan. Sus misterios, horrores, armonías y grandezas, lo son o dejan de serlo, cobran valor o lo pierden en proporción de la parte que el espíritu del observador toma o deja en el uriversal concierto de las gentes. Por eso la solicitan aquellos cuyo pecho tiene más estrecha y necesaria comunicación con la humanidad, sea para amarla o sea para maldecirla; para acecharla o

huir de ella; para acariciarla o herirla; penitentes o misántropos, filósofos o poetas, enamorados o bandoleros.

Cuando, por otra parte, el libro no tuvo precursor, ni halla el arrimo y sombra de ascendientes ni contemporáneos; cuando todo es materia primera y ruda, falta de rudimentaria preparación y labra inicial en las manos que lo aderezan y componen; cuando la historia política yace entrañada y obscura en ciertas cartas de fuero, de donación o de privilegio, en tratados de paz y de alianza, de navegación y comercio con aledaños o extranjeros; pergaminos yertos, texto escueto y desnudo, aún virgen de refinada crítica y maduro fallo; cuando la social se esconde en escrituras de fundaciones pías, en cláusulas de testamentos, en perdurables litigios que guardan los urchivos de las familias, rico e inexplorado tesoro, auténtico padrón de usos públicos y costumbres privadas: cuando la artistica no pasa de alguna piedra funeral o votiva, del monumento anónimo, del indicio evidente, pero no bastante y discutible de los apellidos; cuando la militar se pierde en las empresas colectivas de la bandera madre, donde no es posible seguir aquella vena generosa de sangre intrépida, que arrancando hinchada y llena del solar montañés, corre a verterse a borbollón o gota a gota en mar y en tierra, por todos los campos de pelea, enflaquecida a intervalos, pero inexhausta, repuesta y constante, amasando el eterno pedestal de la gloria española y dejando su caudal precioso sumido, olvidado en la fábrica a cuya edificación sirve y cuya firmeza asegura, entonces la suma de tiempo, de trabajo, de fatiga, de meditación y de lectura, excede a cuanto, concentrando su tibieza y agotando su esfuerzo, puede emplear una inteligencia flaca, inconsistente y movediza.

Condiciones son éstas que atañen esencialmente al fondo y substancia de la obra; tiénelas ademas su forma, y no menos tiranas, no menos absolutas, no menos difíciles de guardar y ser cumplidamente atendidas.

Es la literatura contemporánea esencialmente critica, carácter de su indole decadente; su inspiración adolece de parasitismo, nace de otra inspiración predecesora y madre, de la cual

toma substancia e impulso; es una segunda generación artística que no parte inmediata y originalmente de la naturaleza, sino que tiene cuna intermedia en otra creación del arte, encarnación, interpretación primera de la causa inspiradora.

No por eso tiene limites su esfera ni deja de ofrecer ocasión y espacio a la acción sublime y desahogada del más generoso numen. Una de sus mejores palmas y coronas será siempre la de no envolverse en austeridades misteriosas, sino de comunicar con todo lo circumambiente; la de no aspirar a lo alto, visión augusta, concentrada, personal y esquiva, sino radiar a la vez en torno, expansiva, humana y fácil. Y como la eficacia del sentimiento es más certera y alcanza a mayor número que la de la razón, da al sentimiento mayor lugar y hace de él más frecuente y absoluto empleo.

No fué todo espontaneidad en esta laudable alteración del gusto y la manera. Trájola consigo el creciente imperio de la mujer en la sociedad contemporánea, imperio que, como toda dominación nacida de causas legítimas y necesarias, hace surgir en torno suyo y se apropia cuanto conviene a su consolidación y a su prestigio. La literatura contemporánea piensa continuamente, y con fruto, puesto que cobra usurario precio de su cuidado, en la mujer y en el niño. Cuanto más se ocupe de la inteligencia de aquélla, menos habrá de trabajar para la del segundo; a través de la inteligencia materna, vivífico medio que funde todo hielo, quebranta toda roca e ilumina toda tiniebla se nutre más rica y provechosamente la inteligencia infantil; y sabido es que, si algo no olvida el hombre en su vida, es lo que aprendió de una mujer, madre o hermana; oraciones y cuentos.

En obsequio a la inteligencia femenina, viva pero inquieta; penetrante pero mudable; rápida pero ardorosa y vaga, la ciencia ruda viste galano estilo; escribe libros especiales; la trae a fijarse en las fórmulas abstractas de la gravitación, envolviéndoselas en la exposición sonora de la armonía universal, tan grata a su pecho, esencialmente resonante, ayudándose de tres agentes irresistibles, luz, distancia y misterio; la impone en las recónditas labores de la atracción molecular, disfrazándoselas

en el cuento de la formación y génesis de la piedra preciosa, tan seductora a sus ojos, fácilmente pagados siempre de cuanto fulgura, escasea y vale. Y obediente a causa igual la elocuencia, hace sitio al periodo altisonante, melodioso y vago, cierta de que es hacedero y fácil llegar del oído al corazón y estremecerle o seducirle sin pasar por la alquitara escrupulosa del cerebro; y la ciencia histórica, corregida de su solemne y seco aparato, busca al héroe fuera de la ocasión excelsa de su gloria, y sin menguársela, lo humaniza y pone en punto de ser accesible al juicio y residencia de los demás humanos.

Este modo literario, feminizado, ameno y vario que procura ante todo el agrado de la forma, rige hoy con ley absoluta, la cual no es posible eludir o desobedecer pena de muerte; esto es de completo desdén y olvido. Ni fué de corto provecho a la porción viril de nuestra raza esa ingerencia del feminismo en el arte; propendia a facilitar los estudios, a amansar sus asperezas y rigores, a compensar en tiempo la inconsistencia, a sustituir con amenidad, ligereza y gracia, la profundidad y la solidez; era camino que sonreía y llamaba, y por él siguieron y siguen, y seguirán con preferencia y deleite, el número mayor de los varones leyentes, si con beneficio o daño de la general sabiduría no es aquí lugar de establecerlo ni demostrarlo; baste apuntar que a no tener semejante camino muchos no siguieran el otro lijoso y áspero, accesible únicamente al duro pie y al ancho pecho de los fervorosos y tenaces.

Uno de los elementos más eficaces, el más poderoso acaso, y de uso más arriesgado con que la novedad cuenta, es la aparición más o menos repetida, más o menos continuada de la persona del autor. La mujer, sér imaginativo y sensible, propende al drama, a la acción, a la manifestación del carácter en presencia de los sucesos y circunstancias de la vida; gusta de mezclar el libro y el teatro; a la narración impersonal, por viva y rápida y pintoresca que sea, prefiere la narración entrecortada por diálogos. Era el sistema que regia la primitiva escena; es el que domina en la augusta cátedra de verdad, cuando el orador alterna su grave y solemne relato del Evangelio con el sagrado

comento y aplicación de su doctrina a la práctica y a las inclinaciones del alma, con la melodia musical, impalpables alas del espíritu, sobre las que sube a mecerse en regiones soberanas y puras, cuya mística hermosura no cabe en palabras, ni en humana voz, ni en mortales conceptos.

Sea ahora la necesidad excusa de tan difuso e informe relato. Ya, quien me conozca y se aventure a seguir leyendo, sabe que no hallará satisfechas las justas exigencias de su gusto y su literatura.

Inútil fuera pretender a tanto; inútil esperar más completa sazón de tiempo y estudio; inútil ímaginar que pudieran llegar mejores días. Tiene límites la inteligencia que no se intenta exceder sin riesgo, y conviene aprovechar las horas, contadas acaso, acaso postreras, en que el corazón late apasionado y caliente todavía.

Hay días en que la intensidad del cariño al suelo natal crece y sé ensancha en punto que parece superior a todas las facultades sensibles del alma. Son días claros, en sus horas de la mañana, cuando la ausencia, si no os ha entibiado el alma, os ha gastado sus fuegos mejores en tantos y tan varios y tan desordenados afectos, que la imagen de la patria os aparece ya transfigurada y sublime como visión incorpórea y celeste, a la cual ni llega, ni es de valor ni de servicio este amor terreno, eficaz, profundo, desasosegador, tirano, que se siente en la sangre, que se siente en el cerebro, que serpea en las venas, palpita en el corazón, arde en las entrañas, ciega los ojos, arma la mano, descamina el pie, borra el precio de la vida, pone en la lengua la injuria y espanta del ánimo la compasión. Amáis a la patria como a Dios, no como a vuestra madre.

En un día de esos, en esas horas estivus, alto el sol, inundada de luz la ribera, poblado de sonidos el aire, risueña la campiña, más risueña la aldea, llegáis a la tierra, que mana ambiente de vida, y en él os envuelve y con él os embriaga y os enajena; entonces al culto soberano sucede el soberano amor; entonces halláis de nuevo a vuestra madre, y la pasión terrible, brava, con que a la madre se adora.

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