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luces y sombras sobre la opaca y monótona narración mía. Dejando caminos carreteros y peoniles, retrocedamos a tomar el de hierro para entrar de golpe y sin rodeos en el corazón de la ciudad.

Las aguas del mar le arrullan meciéndose a uno y otro lado de la vía. Luego, si has sido aficionado a vivir en compañía de poetas, el paisaje te va a recordar a Dante, a Byron, a Lamartine, a todos cuantos amaron al pino y cantaron su sombra, su tristeza, o el melodioso susurro con que le acarician las auras marinas.

Por sus troncos serpean los vástagos invasores de la yedra y la vid salvaje. ¿Has oído alguna vez el apólogo de Kerner?— Vanagloriosa la vid, derramando sus pámpanos, agarrándose con sus zarcillos y anegando el tronco en la pompa espléndida de sus sarmientos, motejaba al pino y le decía: «¿De qué sirve tu vivir erguido y yerto, siempre aspirando como insensato al cielo? Heme a mí esparciéndome sobre la tierra, aligerando con mi zumo divino el cansado pie del hombre, regocijando su hogar en el melancólico otoño, ahogando su tedio, encendiendo a sus ojos un nuevo sol, cuando el sol del cielo agoniza y se apaga. Y el pino, grave y erguido, respondía: «Triunfa y envanécete en buen hora con las alegrías que das al hombre; ¿mas cuál de esos bienes vale lo que la paz que yo le doy entre seis tablas?»

»-

Allí está sobre la colina el lugar de paz y descanso que el pino ofrece. ¡Paz a los muertos! Allí están los que respiraron ese aire que nosotros vamos respirando, los que vieron este cielo, contemplaron este paisaje con sonrisa en los labios o con llanto en los ojos, latiéndoles el pecho con los varios impulsos de la vida. Allí están los que poblaron los lugares que vamos a visitar, y los animaron con sus pasiones. A ti, viajero, que hallarás los lugares poblados y bulliciosos, ¿qué importa el semblante de los que los llenan? Pero yo echaré menos a los muertos, y en más de un paraje no me los han de hacer olvidar los que los sucedieron. Y buscaré la voz del uno, la mano del otro, y hallaré vacío en el templo, vacío en la plaza

y vacío ¡ay Dios! en el hogar. ¡Paz a los muertos! Ellos descansan bajo el cielo amigo, y junto a la tapia que cierra sus restos, no pasan indiferentes. ¡Donde descansaremos los peregrinos y eternos caminantes de la vida!

Mira, o no mires, a esa larga sucesión de casas andrajosas, altas y hendidas, ladeadas y ruinosas, que parecen subsistir de milagro. No pensaban ellas que el viajero las iba a coger por la espalda; miraban a su calle, la calie alta, y para el vecino siempre murmurador y chismoso tenían la mejor cara y el mejor vestido; para el mar, que a fuer de grande es generoso e indulgente, y aunque se pica no se ofende, y aunque murmura no chismea ni muerde; para el mar dejaron lo que no quieren mostrar a la calle, y ahora que el curioso carril se metió entre ellas y el mar, casi no han tenido espacio de componerse y asearse para resistir ventajosamente su inquisición; verdad que, como él anda tan de prisa, cuentan con que no tiene tiempo de curiosear.

Al llegar a Santander, los trenes sueltan su carga y sus viajeros sobre un vasto terraplén a la vera del agua. Así truecan sus mercaderías mano a mano, mar y tierra, el vagón y el buque, barbeando sobre la escollera.

Rodean la estación almacenes y talleres; la vida de la industria esparce allí sus ruidos diversos y multiplicados, y se oye batir el martillo sobre la bigornia, y la sierra en las entrañas de la madera, y gemir la polea ahogada por el cáñamo; y a par que silba la locomotora o vibra la campana, vocea el carretero aguijando su yunta, y se oye la monótona canturía con que los marineros dan compás y unión a sus esfuerzos y mayor fruto a su faena.

Apenas puesto el pie en tierra, como quiera que nos hallamos en aquella jurisdicción que la gente de mar tiene por suya, sin que ordenanzas ni preceptos consigan desheredarla, nos salen al encuentro mujeres de zagalejo corto y pierna desnuda; traen en las manos gigantescas langostas y las ofrecen con voz empañada por la intemperie o la intemperancia. Ya en el siglo XIV, el arcipreste de Hita, al ponderar la riqueza y

aparato de un banquete copioso y escogido, decía: De Sanctander vinieron las bermejas langostas.>

Tostado y bermejo el caparazón como en días del regocijado arcipreste, largas y trémulas las antenas, saltones y negros como endrinas los esféricos ojos, plegadas las convexas planchuelas de la articulada cola, el tipo del crustáceo conserva inmutable al cabo de quinientos años su apariencia; tampoco ha padecido modificación sensible el de sus vendedoras; como en toda raza trabajadora por necesidad, y empleada en faenas duras y violentas, desconócense en ella la frescura y belleza juveniles, o son tan pasajeras, que apenas dan tiempo al observador de percibirlas; en cambio su energía de temperamento alcanza el más subido punto que pudo tener en remotos días, cuando el Estado curándose poco del individuo, éste había de bastarse a sí nismo en todos los casos y apuros de la vida. Articulaciones nerviosas y fornidas, teñidas del color ardiente de la vena del hierro las desnudeces que curten el agua y el aire, estridente voz y ronca de terciar dominadora en toda clase de ruidos, tumultos de la plaza, querellas de vecindad o tempestades del cielo; mirada inflexible, ademanes prontos, aire retador, son los indicios de su energía física; la moral se manifiesta principalmente por su elocuencia fogosa, rica en calor y color, esmaltada de apóstrofes, hipérboles y prosopopeyas, iluminada por el gesto ardiente de la fisonomía, sostenida por las plásticas actitudes y arqueo de los brazos; su facundia no se agota, sus fauces no se secan, su garganta no descansa.

Y sus peleas, como las peleas homéricas, tienen dos períodos o fases, la fase elocuente y la fase activa; provócanse primero en dilatadas pláticas, en que tanto entra el propio elogio como la invectiva y el sarcasmo, la blasfemia y el apodo; enumeran prolijamente las propias cualidades y los vicios de su enemiga, y enardecidas por la inspiración ambas contendientes, dan al diálogo sabor de más positivo choque; las eses silban como saetas rehilando durante una refriega; el epíteto injurioso se repite sin cuento y con la misma ceguedad con

que la mano encarnizada repite sin tino los golpes en el combate; luego llegan a las manos, período breve, pero terrible; se embisten a la cabeza y al arma blanca y natural, las uñas; pronto rojean largos chirlos en el rostro, paralelos y ondulantes, y comienzan a volar madejas de pelo; hasta que vencida una, su castigo suele ser el mismo que manos follonas, ayudadas de una chinela, impusieron a la dueña doña Rodríguez en el castillo de los duques, por deslenguada y bachillera.

Allí próximas están las pescadoras sedentarias, acurrucadas detrás del banco, mal cubiertas de un toldo o un paraguas; delante tienen su apetitosa mercancía, chatas rayas y lenguados, jibias deformes, merluzas y congrios, brecas, barbos y lubinas, peces varios en matices y en formas, abiertos, partidos o enteros, engalanados de calocas y algas marinas, y los fantásticos mariscos, cámbaros, centollas, muergos, mejillones (o mocejones) y percebes.

A la mano tienen un airoso pabellón de cristal y hierro donde ejercitar su comercio amparadas de la inclemencia estacional; pero semejantes a ciertos ánimos que toman por aguero de muerte estrenar vivienda, repugnan y resisten verse encerradas dentro de tan linda jaula. Instinto vigoroso de independencia y libertad las mantiene fuera; acaso la inusitada apariencia frágil y aérea de la reciente fábrica, les dice que no resistiría al duro aliento de sus pulmones, embravecidos en una quimera, y temen que a la primer disputa entre dos vecinas, alaridos y voces hagan estallar los vidrios y derrumbarse la férrea armadura.

Entretanto, preside su aduar un pedestal rodeado de cadenas, haces y cañones, dentro de un cuadrilátero plantado de catalpas. Es la memoria consagrada por sus compatricios al generoso Velarde. Carece todavía de inscripción y estatua; ¿las tendrá algún día? Al bronce de los inútiles cañones que, marcados con la imperial cifra del primer Bonaparte, conserva el Museo militar de Madrid, no pudiera caberle mejor empleo. ¡Digna ofrenda consagrar a la apoteosis del glorioso artillero la artillería ganada al enemigo!

II

LA ABADÍA

Por cima de vulgares edificios, y a Mediodia, se levanta una torre cuadrangular, maciza, destinada en su origen a recibir peso más grave que el de las campanas y reloj que ocupan su ático. Estribando en ella corre al Este una nave desmochada, de bastardo estilo, que apoya sus muros en una masa de hastiales, ojivas y murallones, viejos, mohosos, empenachados de hortigas y malvas. Decoración ruda, pero acentuada; imán del viajero que en las ciudades busca, mejor que galas de su riqueza contemporánea, las marchitas facciones de su añeja fisonomía.

Tomando una subida, parte rampa, parte escalinata, que -arrastra pegada al paredón más bajo, torciendo luego a la izquierda, nos hallamos en paraje donde puede el espíritu cerrar ojos y oídos a la vida actual, a su lengua, trajes y usos, para vivir en lejanos tiempos. Era el terreno un cerro escarpado a lengua del agua, cuyas asperezas domaron a golpe de machones y graderías, quienquiera que fuesen los que lo eligieron para fundación militar o cenobítica. Estamos al pie de la recia torre abierta en ojiva, dentro de cuyo hueco se espacian anchos escalones de piedra, trepando a una calle más alta, y al ingreso principal del claustro y del templo. A nuestra izquierda comienzan otros que suben a la puerta meridional; a raíz de éstos, y bajo el vuelo de su tramo postrero, se alza sombría bóveda; al extremo del lóbrego cañón se mira con deleite lucir el sol, y se adivina el halago del aire ambiente; en una de sus crujías está el portal abocinado del Cristo de Abajo.

La fábrica de la catedral descansa sobre cuatro pilares cortos y robustos que parten esta bóveda en tres naves. Altos zócalos poligonales, fustes cortos, arcos achaflanados, arquitectura del duodécimo siglo. Dobles hiladas de nichos en un

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