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Con estos privilegios y otras donaciones reales, la abadía crecía lo bastante para que, mediado el siglo siguiente, no pareciera pobre estado para un infante de Castilla, y la poseyese don Sancho, cuarto hijo del Rey Santo.

En su celda abacial de Santander se ocupaba el príncipe en ordenar las horas canónicas, en corregir a sus beneficiados estableciendo penas para los negligentes en el coro y prohibiéndoles la asistencia a romerías y otros parajes públicos. Y a 5 de Octubre de 1257 firmaba sus constituciones, donde se contienen curiosas cláusulas: «Otro sí mandamos, que cuando » fuera el Preste a comulgar (1) que vaia con sobrepelliz, y con >>cruz, y con agua bendita y con lanterna, que baia con candela >> ardendo y con campana taniendo ante sí, y llebe el Corpus >> Christi ante sus pechos con gran reverencia, e que vaian con >>el dos clerigos de la Iglesia de los que han beneficios meno >>res, et que no le desamparen fasta que sea tornado a la Egle>>sia, y esto que lo mande el sacristan a los clerigos de los be>>neficios menores... y si fuera de la Eglesia dijere palabra ve» dada a su compañero, y ge lo podian probar, que sea privado >> de la racion por ocho dias. Demas mandamos que ninguno >>non beba en taberna, ni juegue dado, ni faga juego atal que >>sea contra la honestidad de la clerecia.» Y esta otra de obscura interpretación: «Demás mandamos que ningun clérigo non » dé la mano á ninguno en cimenterio ni en la Eglesia, si no >>fuera ante el altar quando dijere misa, si non fuese en pla> centería de todos los canónigos» (2).

Los abades que suceden hasta don Nuño Pérez (3) proveen con igual celo a la prosperidad y prestigio de la colegiata, ya con prescripciones canónicas, ya mereciendo de los reyes la confirmación de privilegios antiguos y donaciones nuevas. De don Nuño ya hemos dicho el celo constante por su iglesia y repetidos favores que la procuró. Él consiguió del rey don

(1) Está usado como verbo activo.

(2) Libro de privil, y don, de la iglesia de Santander.--Escritura núm. 3. (3) 1304.

Fernando IV la renta de la sal para aplicarla a obras pías, conforme a su mejor voluntad; él tomó de ella lo necesario para la diaria y continua asistencia de doce pobres; él logró que se le confirmase y a su cabildo el derecho de ancoraje en los puertos de las cuatro villas; obtuvo del rey Alfonso XI la mitad de los tributos reales (servicios y pedidos) de la villa para establecimiento de tres capellanes; él al fin logró la merced de que su iglesia fuese excluída de la general disposición dada contra las franquezas y libertades de las iglesias en general, revocándose en cuanto a ella las cartas reales expedidas en nombre del mismo Alfonso por doña María de Molina su abuela y los infantes sus tíos y tutores, en Toro, a 22 de Junio de 1316 (1).

Sucédense luego otros abades que, desempeñando cargos en corte, seguían más a menudo a ésta que hacían asiento en la abadía. Así fueron sus derechos invadidos y menoscabados, tanto que a principios del siglo XV, don Juan García, abad de Santander, hubo de recurrir al rey don Juan II en querella y reclamación de ciertos dominios usurpados por vecinos audaces, y el rey, en 16 de Diciembre de 1410, y en Medina del Campo, proveyó a la petición, disponiendo que su adelantado mayor en Castilla, Diego Gómez Manrique, se encargase de obligar a la restitución a los detentadores.

Muy entrado ya este siglo, la poderosa casa de Mendoza, aumentada con los señoríos de la Vega y el marquesado de Santillana, se apodera de la abadía cuyo báculo empuñan, entre los años de 1486 y 1538, tres prelados de aquel apellido.

Reinaba Felipe II, y era abad don Juan Suárez Carvajal, cuando se promovió por vez primera el pensamiento de la erección en obispado de la colegial de Santander, uniéndole la de Santillana y otros territorios. Fué combatido el plan por unos y sustentado por otros. Santillana alegaba su supuesta mayor antigüedad y otras razones, solicitando la preferencia

(1) Libro de priv, y don, de la iglesia de Santander.-Escrituras desde el número 8 al 16 inclusive.

para la nueva sede. No tuvo efecto por entonces la concesión ni tampoco en las diversas ocasiones en que se removió la instancia y se pidió su resolución por el cabildo de Santander durante el siglo XVII.

Una bula de Benedicto XIV, despachada en 12 de Noviembre de 1751, erigió finalmente el obispado, cuyo primer titular fué el entonces abad don Francisco Javier de Arriaza, y la colegial y la abadía perdieron sus anticuados nombres para mudarlos en el de Catedral.

III

LAS DOS PUEBLAS.-GUERRAS CIVILES.-BECEDO
EN EL SIGLO XV

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La puerta del claustro nos pone en la Rua Mayor; años hace tenía esta calle fisonomía original y propia; pegado a los restos que aún subsisten del edificio colegial, se mostraba un casón antiguo, obra de nobles líneas, apellidado palacio; su edad, dos siglos, años más o menos; mis coetáneos recuerdan sus pesados cornisones, las macizas repisas cónicas de sus balcones semicirculares, el verdín tornasolado que marcaba a lo largo de la fachada las filtraciones de la lluvia y los penachos de yerba apoderados de sus impostas, donde chillaban escondidos los gorriones voraces.

Los ancianos de primeros del siglo lo conocieron vivienda de un magnate, el conde de Villafuertes (1), vizconde del Tanaro, y en sus narraciones, doradas por el tiempo y el sol risueño y mágico de los días juveniles, es grato descubrir rastros de aquella vida de señor, monótona acaso, pero serena, y tan distinta de la vida presente. El palacio comunicaba con el claustro de la catedral, y cuentan los ancianos que durante el des

(1) Vino este título a la Montaña por casamiento con la poseedora (de Guipúzcoa) con don Manuel Francisco de Ceballos Guerra, de los Ceballos de San Felices, Posajo, en la segunda mitad del sig'o xviii. (Información de lexitidad y nobleza de don Nicolás, hermano menor del don Manuel.)

canso establecido en las horas canónicas, los canónigos pasaban a la sala de billar del vecino y le acompañaban y se divertían con el taco, el tabaco y la taza de café, a que, a fuer de discreto, era aficionadísimo el conde.

«Fútil detalle y que hace poquísimo al caso>--pensará alguno de mis lectores.

Sin contradecirle ni defenderme, diré por qué no he resistido a la memoria que me lo trajo a los puntos de la pluma. Háme sucedido tantas veces vagar cansado por los libros que pretenden conservar la fisonomía de las edades humanas, y no hallar en ellos sino el postizo arreo de un oficio, el traje con que el hombre se ofrece al público y lo solicita, que cuando por azar en ellos o por descuido del autor asomaba un detalle doméstico, un pormenor de la vida común, mi ánimo se recobraba de su fatiga, sintiéndose entonces y sólo entonces en compañía de semejantes suyos.

El espíritu humano, considéresele individual o colectivamente, tiene sus períodos de crecimiento sucesivo: es infantil primero, dado a admirar y a levantar con su admiración todo aquello que menos se le parece; luego siente que la admiración sola tiene algo de inconsistente y huero, y se inclina a saber la verdad de las cosas, y la busca, por más inmediata o por más interesante en lo que le concierne y es pertinente a su condición y naturaleza.

Hubo un tiempo en que Aulo Gelio y Terencio Varrón, Plinio y Petronio, domésticos pintores de Roma, dieron más curiosa luz y más clara al terrible pueblo, que sus épicos analistas. Estos gloriosos magnificadores de la patria refirieron cómo el romano organizaba sus ejércitos, imponía sus códigos, colonizaba y combatía; sus poetas menores y escritores de costumbres nos han contado cómo el romano vivía. Nos dejaron el conocimiento minucioso y perfecto del suelo en que el germen fructifica, el análisis de la vena donde escondidamente se engendra y solidifica aquel metal raro que los historiadores nos ofrecen ya forjado y convertido en arma centellante, en prodigiosa herramienta, o en joyel deslumbrador.

Tan ligeras como son y tan de poco momento estas y otras memorias parecidas, tienen el melancólico encanto de lo pasado, y acaso no es ocioso recordarlas.

La raza antigua mengua y se extingue en ciertas ciudades de provincia; sucédela otra vigorosa y nueva con el justo e indiscutible fuero de su actividad, de su energía, de su constancia y de su trabajo; pero imitando a los labradores, que al preparar una tierra usada para nueva sementera, descepan, arrancan, queman y exterminan la añeja raigambre, pretende borrar con su desdén lo pasado, negándolo o escarneciéndolo; suponiendo que la virilidad social del pueblo que habita ha sido instantánea y exclusiva obra suya. Error grave y manifiesta injusticia. Cada edad humana ha puesto su contingente, dado de su savia y de su vida para el crecimiento y sucesión de las futuras, y es vano pretender romper con ninguna de ellas y suponerse desligado y libre de su ascendencia,

Cada estado social contribuye a la economía, orden y movimiento común; cada uno de ellos tiene lugar esencial y funciones propias, sin que haya posibilidad de extirpar o excluir a ninguno de ellos por razón de los excesos a que su propia in dole los expone: al militar, porque suele ser prepotente y agresivo; al eclesiástico, porque puede dar en invasor y tenebroso al político, porque se inclina a la falsía; al mercader, porque - propende al embuste. Y tan injusto como sería negar a los vicios de cada estado la oposición y equilibrio de virtudes contrarias, tanto sería y tan insensato atribuir a determinado siglo todo cuanto es glorioso para nuestra raza, altitud de ingenio, amor de la justicia, heroicos impulsos, y a otro cuanto la envilece y desdora, cobardía de ánimo, flaqueza e ignorancia.

En las evoluciones y sucesivo movimiento del mundo moral, lo que parece más súbito e instantáneo a nuestros ojos es obra de larga y lenta preparación-trabajo acumulado por la sucesión de los momentos de nuestra raza-. Vicios y virtudes son herencia recibida de nuestros mayores, y que legaremos a los que nos sucedan. Si queremos estimar su verdadero

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