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Sería interesante saber qué parte tomó el abad en estos acontecimientos. Parece cómplice de los amigos del de Santillana, puesto que su iglesia fué de los puestos abiertos al invasor por los conjurados; pero ¿quién era entonces el abad? ¿Cómo se llamaba? ¿Tenía aún jurisdicción señorlal? ¿Pertenecía a la familia de los Mendozas, cuyos apellidos encontramos por aquellos años en las sillas abaciales de Santander y Santillana? ¿Era ya abad don García Lasso de Mendoza, nieto del primer marqués de Santillana, el cual años más tarde ocupó ambas dignidades? Curiosos habrá que, acotando las blancas márgenes de este libro, diluciden e ilustren este punto y tantos otros como van quedando al estudio y erudición de mejores ingenios.

¿Cuál fué la puerta franqueada a los agresores en la querella? Siete tenía el muro un siglo después; probablemente las mismas de entonces: los nombres de seis de ellas, conservados en los de las calles a que abrían salida, declaran paladinamente su situación respectiva: Arcillero, Santa Clara, Sierra, San Francisco, Atarazanas y San Pedro (1); queda por señalar la llamada de San Nicolás. Atendamos a que la Rúa mayor, importante en aquel tiempo, había de tener forzosa comunicación con la campiña; a que en la obra contemporánea citada no se menciona cuál fuese; a que enfrente de ella y por las alturas de las actuales calzadas altas hacia donde hoy están Santa Cruz y el hospital, el antiguo panorama de la villa ofrece una iglesia con advocación de San Nicolás, y colegiremos sin violencia que la puerta de San Nicolás, situada hacia lo alto del paredón de hoy, daba entrada a la Rúa mayor, y por ella de rebato, amparados de la noche, conducidos por los tres hidalgos tornadizos, entraron los soldados del marqués.

Ayúdame, lector, a restablecer el antiguo paisaje, a imaginar derribado el caserío de la actual ciudad a Occidente de la cues

Santander por los Reyes Católicos, las diferencias entre la villa y el marqués de Santillana duraron hasta 1472, en que por escritura hecha en Guadalajara a 9 de abril concertaron canjear la merced original con el pago de costas. (1) Brawn. Obra citada.

ta del hospital; a fingir entero el muro, enhiesto su almenaje su pardo lienzo arranca de la Rúa mayor y baja la colina abajo, escalonado en trozos de igual altura y nivel distinto. En lo áspero y encumbrado del terreno el escarpe suple al foso que en la accesible hondonada se abre ancho y enjuto, tal como lo pintan las memorias contemporáneas. El terreno encañado entre esa colina de San Pedro o San Nicolás y la de San Sebastián que corre al Norte de la villa, ondea subiendo hacia Occidente en valle desigual y mies abierta. Una cruz de piedra señala los límites rurales: uno y otro lado de ella pasan el arroyo y el camino, y arrimado al muro de la ciudad y a la puerta de su nombre, levanta su antigua fábrica el convento de San Francisco. Supón la hora del mediodía en uno de los templados y serenos de invierno: el sol baña las piedras y el matizado sue10, y la gente menuda acude a tomarlo resguardada del sutil Nordeste; el filo de la contraescarpa, el pie del muro están ocupados por jayanes que duermen, mendigos que se limpian de miseria y hacendosas mujeres de braceros que guardan su pobre colada tendida y remiendan las calzas del chicuelo que en tanto se abriga con el calor del cielo. Alguna rodona de cercenado guardapiés, cortejada por un soldado de la fuerza o de las galeras de Castilla ancladas en el puerto, se aleja por el camino de Burgos, por donde cruzan sollastres y garnijos, dándose groseras zumbas y soeces vayas; los primeros a abastecer su figón de comestibles, exentos de la tasa de la villa; los segundos a recibir al mulatero, cuya recua esperan cargar en la ribera al retorno de las lanchas pescadoras.

De tanto en tanto se detienen y agrupan con otros concurrentes en torno del truhán que recita, con gutural y compasado acento, los sabrosos romances del Palmero o la Infantina; del aventurero que miente peregrinaciones, votos y penitencias testimoniados con talcos, plomos y conchas, prendidos a su rota esclavina y mugriento sombrero, y aunque mal confiados en şu veracidad y en su honrada palabra, y dispuestos a zumbarle con epítetos raeces, todavía soldados y marineros, próximos a arriesgarse en navegaciones y aventuras, le buscan a hurtadi

llas y le pagan en sonantes novenes la peregrinación a Santiago, las estaciones de hinojos ante el Pilar santo de Zaragoza, y acaso acaso un capitán enamorado le colma el oculto bolson, para que, llegado a Roma, hecha con ardiente contrición la visita de sus siete basílicas, eche el clavo a su fortuna y le consiga del cielo el favor de tornar venturoso y hallar fiel a su amada.

En tanto al umbral de la portería franciscana se atropa la muchedumbre hambrienta que aguarda la sopa. El hidalgo que vuelve de dar su cuotidiano paseo por la solitaria mies del valle (1), en sabrosa plática con un racionero de la colegial, se ve acosado por los más audaces; recházalos con un ¡Dios los ampare! atufado por el penetrante hedor que expiden; pero a tiempo pasa la santera de San Bartolomé del Monte, que sale de la villa de su semanal cuestación; salúdale por su nombre; el hidalgo se detiene, mete mano a su escarcela y suelta una blanca en el taleguillo de la frera; a punto ya de entrar por el arco de San Francisco, cruza otro saludo con el padre procurador de Santa Catalina de Monte Corbán, que pasa caballero en su mula, remangados los blancos hábitos, batiéndole las piernas los hijares de su bestia, y los hombros las alas del fieltro con que se guarda del sol o de la lluvia.

La campana colegial que tañe el Ave María, a la cual responden las de los conventos, parece poner espuelas a la rucia, que repicando el paso toma la cuesta del Cubo y desaparece entre los setos de las huertas. El hidalgo se para y descubre; imítanle muchos de los transeuntes; el racionero reza, las mujeres en lo alto se santiguan, y aunque de mala gana, soldados y daifas bajan la voz y templan la risa. Y al cabo de breve pausa arrecia el vivo rumor del gentío, las voces diversas, gritos, carcajadas, apóstrofes y juramentos; recobran su acción y movimiento grupos e individuos, y destellan al vivo rayo del sol el jubón recamado del caballero, la acerada gola del militar, el ceniciento hábito del mendicante, la abigarrada trapería

(1) Aún conservan este nombre los terrenos bajos a la derecha de la entrada de la segunda Alameda.

de lisiados y truhanes, y los zagalejos de las mozas de servir que traen lleno el cántaro de la fuente de la Bóveda (1) o de la más lejana, y por ende más concurrida, de Becedo (2).

IV

DOS CONVENTOS

Esa portería donde tu imaginación dócil a mi deseo, lector complaciente o compatriota amigo, ha visto amontonarse el tropel hambriento y desarrapado, no era la que en tus días da paso a pretendientes e intrigantes, a paisanos y militares, extraños huéspedes del claustro (3); ni tampoco ese pórtico donde los domingos aguardan mezclados la hora de su rosario hermanos de la orden tercera y acogidos de la caridad, y los días comunes al caer la oración miden las losas y pasean sosegadamente dos o tres padres comentando las nuevas de la ciudad o los negocios de la corporación, al sabor y al humo de un papelillo (4).

El actual convento lleva la fecha de su reedificación en la fachada: 1639. Gonzaga, general de la orden, que un siglo antes escribía su puntual historia y estadística, pone la fecha de su fundación primera anterior al año 1270, a juzgar de las le

(1) Ahora del Peso.

(2) Ahora de la Alameda.

(3) Tienen allí sus oficinas la Diputación provincial, gobierno militar y otras dependencias del Estado.

(4) Este pórtico estuvo adornado con estatuas de piedra puestas en las hornacinas que aún existen. En su fachada principal, debajo del escudo francis cano, se leen los siguientes versos:

Este divino Tusón

y sacrosantas señales,
entienda el mundo que son
armas desta religión
aunque son armas reales.

Porque el rey que las ganó
y pudo disponer dellas,
sólo a Francisco las dió,
y él por honrarnos con ellas
a nosotros las dexó.

tras de un sepulcro situado a inmediación del ingreso principal. «No existe-dice-tradición ni escritura de su edad ni fundador» (1). Carezca en buen hora de diploma o instrumento auténtico, mas no puede fallecerle la tradición, nacida de la incertidumbre misma de su origen, fastos del pueblo que a su modo hace la historia inspirado por su gratitud o su rencor. Tradición tiene el convento, tradición común a las fundaciones seráficas de oscuros principios. Lo que es desdeñado por un cronista imparcial y austero, guardábanlo amorosamente bajo la caliente lana de su sayal los humildes y pequeños, y al desnudarse la monástica jerga, lo conservaron al calor de la seglar sotana, como parte que era, no del traje, sino del alma. Yo se la oí contar, oscura en tiempo, dudosa en nombres, incierta y confusa como descolorido recuerdo o palabra de anciano, balbuciente y tarda.

Venturoso en guerras, y pagado de esfuerzos y fatigas con el acrecentamiento pingüe de su mayorazgo, vivía la villa cierto hidalgo honrado y temeroso de Dios. Pertenecíanle estas tierras próximas al muro, solar del convento y huertas vecinas, erial entonces infecundo. Cavilaba buscando modo de hacerle fructífero el buen hidalgo, y contra la costumbre de su ánimo resuelto, vacilaba indeciso: ya imaginaba enajenarle, ya resolvía romperle y labrarle, o bien edificar vivienda para sí fuera de las lóbregas y estrechas calles de la villa, abierta al sol y al aire con el regalo y esparcimiento de árboles y jardines.

En tales meditaciones vivía; sus convecinos murmuraban sorprendidos del reposo con que parecía mirar aquella parte de su hacienda; censuraban en otro tiempo su actividad, inoportuna a veces, a veces excusada; su constante afán de mejorar, cambiar, amojonar, partir y descuajar, y ahora le raian por perezoso e indiferente; y ahora y antes, lo mismo de su actividad que de su inercia, concluían idéntica afirmación, a saber: que algún misterio envolvía el proceder del hidalgo, que bien sabido se tendría el por qué de ello, y algunos pro

(1) Quo vere certo tempore, vel à quo constructus fuerit, nec scripto nec traditione constat.-Obra citada.--Prov., Cant., conn. XI.

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