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ven ahora los mareantes de los clippers que llevan pan a Cuba de Cuba traen tabaco y dulce.

y

Aquí está la gala de Santander, aquí su opulencia: aquí suena la respiración de sus anchos pulmones, su rumor sordo de colmena, su correr de tratos y negocios, su rechinar de cabrias, su zumbar de aventadores, su rodar de barriles, su golpear de empaques, su contar sin duelo y sin tregua de cueros, duelas, hierros, tablas, bacalao y fardería: aquí late la vida de su cerebro, aquí suena el oro de su bolsillo, y cruje sobre el papel la pluma de sus escritorios, y susurra en el aire el cuchicheo de sus transacciones y el aritmético y arcano frasear de cotizaciones, precios, cambios y descuentos.

Por aquí rebosó, haciendo estallar el férreo cinto de sus muros, cuando, crecida de villa a ciudad por merced del señor rey Don Fernando VI (1), le pareció poco y estrecho aposento el de sus antiguas calles, y para edificarse vivienda suntuosa y vasto almacén echó cimientos en el agua, donde no tenía más coto que el de sus dineros y su voluntad.

La voluntad no ha enflaquecido nunca, los dineros han tenido períodos de fluir y prodigarse, y tiempos de escasear y retraerse. Y los muelles, sujetos a las fluctuaciones económicas, empujados en los momentos prósperos, paralizados en los adversos, han ido entrándose mar adelante con la pertinacia de todo lo fatal e incontrastable.

Su fábrica cuenta a piedra en grito y al más sordo, tres períodos sucesivos de construcción desde que, levantado el piso antiguo de la baja Ribera, al promediarse el pasado siglo, paulatinamente creció hasta el Martillo, en cuyas obras suena el nombre del Don Juan de Isla, que hallamos en el astillero de Guarnizo. Luego, en los días de 1820 a 1823, se alarga desde el Martillo al Merlon, y se apellida Nuevo por su fecha, de Calderón por su diligente constructor y empresario, y al cabo se dilata hasta el desagüe de Molnedo, anónimo, porque se edificó en tiempos en que la asociación es especial y poderoso

(1) 29 de Junio de 1755.

agente de la actividad humana, y en ella se anegan nombre e iniciativa individuales, por más que de la iniciativa individual tenga toda asociación su espíritu, su energía, sus resultados y sns provechos, y más ligero y menos suntuoso, porque ha nacido en tiempos en que hav muchos vestidos que hacer, y no se puede consumir el caudal en uno solo, suntuoso y de boato. Pero este es muelle epiceno y mestizo; tiene de señor y de obrero, de comerciante y de vago, de taller y casino, de lonja y de paseo. Sin quitarse la honrada librea de su trabajo, el polvo de la harina que le mancha muros y losas, como mancha el polvo de la creta las barbas y manos del escultor, como mancha el polvo de la hulla la piel curtida del cerrajero, cesa, descansa, toma aires de ocioso y de galán, se deja visitar por damas y se hace cómplice de amores y elegantes aventuras.

Otro es el muelle que no reposa ni tiene domingo, ni hora de urbanidad y sociales esparcimientos; el muelle obrero, de pipa y faja, incansable, rudo, polvoriento, escabroso, inhospitalario para todo el que no va a pagar o recibir jornal, a cargar o descargar, a comprar o vender. En este muelle hemos desembarcado. Arranca de la parte meridional de la ciudad y se tiende al Sudoeste a buscar, avanzando por escalones, la distante península de Maliaño y a pedirle su nombre.

Franceses vinieron a construirlo, y un día de verano de 1853, entre músicas y aclamaciones de algunos entusiastas, y las preces que la Iglesia tiene para toda obra beneficiosa y útil de la inteligencia humana, sumergióse en las aguas de Santander, por cuatro o seis brazas de fondo, la primera piedra de la construcción. ¡Cuántos se reían y alzaban los hombros al oir hablar del porvenir y utilidades y ventajas de una empresa cuyo presente se reducía a un sillar sumergido en las aguas, hundido y desaparecido en el cieno de su fondo! La fe es prenda rara; faltábales a los mismos que, partícipes del pensamiento inicial, lo habían transmitido a la actividad y mayores medios de los extranjeros; húbolos que como Esaú vendieron su derecho de primogénitos, es decir, de propietarios primeros en la tierra arrancada al mar, levantada y establecida sobre su

extensa ciénaga, por un plato de lentejas, y quizás el descorazanamiento cundía y se arraigaba porque los extranjeros, aparte de las ventajas que de la realización del plan habían de dimanar, legítima recompensa de sus afanes y perseverancias, pedían pocos dineros sonantes.

Pero al sillar inicial y simbólico fueron siguiendo algunas barcadas de sillares. Un día ya asomó el artificial escollo sobre la base de las aguas en su pleamar, y como hitos de una medición fantástica fueron asomando otros escollos parecidos en toda la extensión de la obra proyectada.

Los escollos fueron creciendo y ensanchando, luego se unieron, luego el cieno de las mareas se espaldó en su base y rellenó sus huecos, y los barcos fueron descargando arena al abrigo de aquellos estribos, y el mar, después de porfiar una vez y otra, de roerles los cimientos, de arrancarles las piedras de la base, de minar, arrastrar, hundir y quebrantar, sintióse a su vez quebrantado e impotente contra la tenacidad humana, y cedióle el paso, y se fué retirando, y reconoció, por último, que su destino no era pelear contra el naciente y ya vigoroso y erguido muelle, sino ayudar a su utilidad y empleo, arrimando los barcos y teniéndolos a flote, mientras vomitaban sobre la escollera los depósitos de sus anchas bodegas ó las abarrotaban con las mercancías que la escollera acarreaba.

De tal manera, con uno y otro muelle, alargándose a Vendaval y Nordeste, va Santander abrazando su bahía, a modo de colosal crustáceo que abre la ancha tenaza de sus pinzas para coger la presa.

¿Hasta dónde llegará? ¿Cuál será el límite de su afanosa, lenta y tenaz porfía? ¿Cuántos siglos pondrá la eternidad desde el punto en que yo cuento hasta aquel en que un bibliófilo curtido y seco, empolvado y míope, manuscriba aquí entre renglones de lo impreso, con inefable y egoísta gozo la contestación definitiva a mis preguntas?

Pintoresca ribera contiene el espacioso lago desde la escollera extrema de uno y otro muelle. Allá al Este avanza el cabo San Martín y su inútil batería; un peñón, que parece despren

dido de la costa, asoma en medio de las aguas; llámanle los marineros San Mamés, y con este nombre, y en aquel paraje, pinta Brawn, en su Santander del siglo XVI, un islote con una ermita y un puente que le une a San Martín. Si alguno duda de que en trescientos años la mano del hombre y los besos del mar pueden reducir a tan exiguo escollo una piedra capaz de fundaciones devotas, córrase hacia el puerto y cerca de su boca hallará la peña de la Torre, que en días no lejanos mostraba señales de antiguos fosos y parapetos de tierra, que en otros más recientes dió asiento a una ancha tienda de campaña, bajo la cual se guarecía la corte de Isabel II (1), esparciéndose desahogadamente fuera de ella el numeroso pueblo que formaba el cortejo naval de su reina. Diez años han pasado y ya escaso asiento deja al pie de los curiosos la pólvora que hace estallar el peñón con repetidos barrenos.

Estos cabos y promontorios cierran la vista de la boca del puerto; más allá de ellos se dibujan ya las tierras de la otra parte; el pálido arenal de las Quebrantas, cementerio de náufragos, envuelto siempre en la siniestra bruma de las rompientes; tras de sus dunas tumulares se esconde el santuario de Latas y su romería; luego el arenal del Puntal, que viene y se acerca a provocar a la ciudad frente a sus soberbios muelles; en su descolorida arena negrean las caravanas que bajan de Galizano y Somo a tomar el barco que, abrigado en el redondo seno del Miera, los aguarda. Aquí se derrama en la bahía el alevoso río; ya la barra que levantó para cegar el puerto es muro que resiste a su corriente, la rechaza y la obliga a ondear y torcerse para buscar camino, a remansar para hacer caudal recoger fuerzas y tentar con mayores ventajas el paso. Y se echa en un refuelle sobre la venta de Pedreña, que, como situada en alto y sobre firmísimo cimiento de rocas, le mira por encima de su tejado con la misma indiferencia con que en tiempos antiguos miraba de más cerca a los huéspedes que llegaban hambrientos y pedían de comer.

(1) La tienda tenía forma de gigantesca corona, y desde entonces, y todavía por algunos, la peña se llama Peña de la Corona.

Tierra adentro, por cima de lomas y quiebras, blanquea el palacio de Setien, arrimado a unos árboles, señor del paisaje, como lo era en la comarca la raza que le fundó y tuvo en él vivienda largo tiempo. Los nobiliarios cuentan con poéticos rasgos el origen de los Setienes; ¿por qué no recordarlo? Precisamente en esta marina, siguiendo la vera del agua, pasando el melancólico Ambojo y su bosque a raíz de las mareas y su ciprés característico, obelisco perpetuo de los solares montañeses, plañidor que llora sobre su muerto espíritu y apagada gloria, único ser que llora perennemente sobre los muertos, que decía Byron (1); pasando luego un promontorio que llaman del Acebo, aunque ni acebo ni otro árbol hoje cen en su pelada loma, llegaremos a Helechas.

No tuvieron mucho que cavilar los etimologistas heráldicos para discurrir que Helechas se llamaba así de lo espeso y crecido del helechal que ocupaba el sitio. ¿Por qué no nos dicen de dónde trae su nombre cierto aquella roca cónica aislada en medio del agua, que unos dicen de Marnay, otros de la Garza y otros de las Animas?

¡La peña de las Animas! Nadie dudaría del origen de su dictado si lo llevase un escollo en la procelosa costa, allí donde el terror y la creencia popular oyen el gemido de las almas, cuyos cuerpos arrolla el agua, y los destroza y sumerge con su violencia airada la tormenta, dɔnde el oído fascinado percibe entre el clamor de las olas y el alarido de los vientos el ¡ay! blasfemo del que desespera y el gemido supremo del que se ahoga; pero aquí, silenciosa, en medio de las plácidas ondas que roen calladamente la piedra, ¿qué leyenda extraña, qué visión misteriosa aparecida en doble tiniebla de antiguos tiempos y densa noche engendró el fúnebre título?

En el seno que se forma a Levante de la peña está, pues, Helechas: una iglesia torreada, ennegrecida por las lluvias de ocaso, vecina del agua, señala el pueblo. Normandos o godos hijos de tierras boreales o aventureros de la mar, llegaron y desembarcaron acaudillados por dos príncipes. Recibieronles (1) Only constant mourner over the dead.-BYRON.-The Giaour.

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