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Entonces os pesa, como jamás os hubo pesado, de su postración y decadencia; entonces os duele verla desconocida y desdeñada; entonces antes con los ojos que con la voz, respondéis al extraño que os interroga, y en una mirada, en una frase, compendiáis cuantos merecimientos, en humanos juicios, son causa de encomio o nombradia para gentes y regiones. Entonces quisierais ser el caudal que desempobrece los estados, la voluntad que los levanta y robustece, la inteligencia que los ilustra, el ingenio que los glorifica, el poder que los hace señores y temidos, y hasta el rayo de sol que fecunda la tierra, sanea el aire y embellece el suelo.

En este sentimiento de la patria no caben tibieza, moderación ni templanza; es superior a toda superstición, más intenso y permanente que todo egoísmo; ingénita y primera religión del hombre, domina fe, supersticiones y creencias; no hay cristiano, el más ascético y humilde, que piense que esa virtud sublime de la humildad, del desprendimiento, obliga, con respecto a la patria; y el pobre de espíritu, el místico, el apartado de toda grandeza humana, desea para la patria, y lo desea vivamente, gloria, poder, fama, riqueza, y lo desea con mayor sinceridad y vehemencia que el mundano envuelto en las inquietudes de su tiempo, hecho a usar de ellas y trabajarlas en su propio medro, y al desearlo no cura de que al volver de la hoja donde quedan escritas las prosperidades y glorias del fuerte y del victorioso, escribe la mano justiciera, ruinas, lágrimas, dolores, del flaco y del vencido.

En tales días, en hora tal nacida la idea de este libro, no era posible abandonarla. Lo posible era renunciar al libro concebido en los desvanecimientos legítimos de la ilusión primera. Lo posible pensar que la Providencia mide el peso a las fuerzas, es próvida, nos manda aceptar con ánimo sereno la propia suerte, y que la codicia de ajenos bienes tanto empequeñece y daña en la esfera del pensamiento, como en la de los tesoros materiales. Lo posible apartarse con fortaleza de estériles ambiciones, y labrar el propio surco a medida del propio saber y de las propias fuerzas.

Correr la tierra como la corrieron tantas veces hidalgos y aventureros, aunque en son más pacífico y recatado; llamar con el cuento del bordón, como ellos con el cuento de la lanza, a la puerta del solar, de la ermita o del monasterio; atento a la voz de la sangre, a la de la amistad, y de las obligaciones antiguas; seguro en la fe, dócil al ejemplo de mis padres: entretener el tiempo, distraer o aliviar el cansancio de la jornada en coloquios internos con la pasión reina del albedrio; pasión en ellos amorosa o vengativa, de enojo o de soberbia, pasión en mi de entra→ ñable afecto a la tierra que voy pisando, y cuyas bellezas y calidades apunto y celebro a medida que la propia tierra me las hace patentes y conocidas. Echar mi apellido (1), no para homicidas empresas ni cruentas obras, sino para satisfacer la deuda sagrada que al nacer contrajo todo hombre con el suelo que le dió cuna, la de emplear en su servicio la mejor porción de su inteligencia. Echar mi apellido, no porque blasone de caudillo, que en el atropelio de la espolonada no sigue la hueste al más jerárquico y digno, sino al más audaz y delantero, más para que alguno de cuantos en filas preferentes obedecen al estandarte generoso de las letras, oiga el grito, siga la voz, logre el laurel de la definitiva victoria. Eso hice, sustituyendo el trabajo lento, ordenado y grave de componer un libro.

Y al correr la tierra, el pueblo montañés abriéndome sus templos, nombrándome sus vegas y sus cumbres, trayéndome a memoria cuantos de él escribieron, o le favorecieron o le maltrataron, dejándome oir su palabra estridente o dulce, cautelosa o franca, irá en pedazos contándome su historia.

Pueblo que enclava su nombre en la fúlgida historia del gigante pueblo romano, como se clava el tábano a la fosca melena y horada la piel del león y lo desasosiega y postra su majestad, atarazando su gloria con aquel único epíteto de no vencido, trayendo perpetuamente sobre el sol de su perenne y universal victoria el pardo y trémulo celaje de su misteriosa destrucción y muerte.

(1) Significaba en los siglos medios lo mismo que convocar un bando.

Cuando luego retoña, como el heno segado, más vivaz y más espeso, ya se vislumbran apenas hacia oriente y mediodía los agonizantes destellos de la estrella latina y los ojos del universo son llamados a la vasta, lóbrega, densa y desconocida nube que viene del Norle, y así puede traer en sus entrañas la lluvia que fecunda como la tempestad que asola; así la ráfaga que limpia y sanea, como la centella que abrasa y postra.

El mar le trae entonces nuevos enemigos; el mar, enemigo original suyo, que le ciñe y hostiga con su fragor y su espanto, con sus olas y su extensión ignorada, sin límites, sin fondo, sin sosiego; el mar, que imprime su terror y su misterio a cuanto con él se compadece y relaciona, al ser que le habita, a la nave que le surca, al meteoro que le inflama. Contra aquellos enemigos defiende, no siempre con ventaja, hogar e hijos, tierras y mazorcas: lo desconocido de su origen y su camino, lo extrao1dinario de su valor y de su audacia, lo nuevo de su rostro, de sus armas, de su arreo, hablan más recio a su generoso espíritu que las fogosas iras marciales o la emulación envidiosa de la venganza, y lo conserva en su memoria, lo transforma, lo reproduce en su fantasía, lɔ pinta en sus narraciones, lo transmite a su descendencia, en la cual será gloriosa porfia la de afirmar su estirpe tanto entre los patrios paladines como entre los invasores extranjeros (1).

Porque el culto de los mayores, la devoción a lo pasado, el respeto profundo a la estirpe, fué añeja calidad de nuestra gente. Mostráronlo temprano; conserváronlo siempre y honráronse de ser archivo de la edad primera del renacimiento histórico de la patria.

De ellos venia aquel buen Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, que decía que «era peregrino o nuevo entre españoles el linaje que en la montaña no tenía solar conocido. Y decía bien, porque en la montaña lucen como en heráldico museo, armiños de los Guzmanes, calderas de 1. s Laras, banda de los Mendozas, panelas de los Guevaras, mote angélico de los Vegas,

(1) Véase el origen de los Velascos.

roeles de los Castros, veros de los Velascos; texto original y primitivo de los anales patrios, única letra viva durante siglos para el pueblo que de otras letras no sabía; cifra elocuente y compendiosa de determinados tiempos, de determinadas leyes, de determinadas creencias, de determinados vínculos sociales; no lisonja exclusiva de la soberbia, ni ostentación vacía de la vanidad y pábulo de la ignorancia; prenda de viriles servicios y viriles recompensas; voz figurada de los muertos que hablaba perennemente a los vivos de lealtad, de valor, de olvido de sí mismo, de necesario y nunca regateado sacrificio; corona de merecimientos cuyo pago, para ser cumplido y dejar al deudor satisfecho, había de extenderse más allá de la vida del que los granjeaba y extenderse a sus hijos y descendencia. ¡Grandeza inmensa de alma pensar que de señaladas acciones el pago no era bastante si no alcanzaba a los hijos; y dar la vida y solicilar la muerte, n› por propia ambición, sino para blasón de la raza!

Pueblo paciente y constante, que allí donde los efluvios tropicales enervan la fibra criolla o el ardor meridional adelgaza y consume la escondida virtud de la perseverancia humilde, trocándola en suelta y ostensible viveza de ingenio, allí está probando su virtud nativa, vueltos los ojos del alma acaso hacia la patria, pero sin dejarse morder por el venenoso diente de la nostalgia, paciente y previso", sobrio y ahorrado, inteligente y cauto. La esfera de aplicación o de ejercicio de la actividad humana se muda con los tiempos; pero tanto cuando el trabajo la fecunda como cuando las armas la ensangrientan, sirve de campo de batalla al trabajo y a las armas, aquella tierra cuyas gentes carecen de paciencia y brio suficientes para vedarla a extraños, para convertir en grandeza y beneficio propios las condiciones intimas o externas de su nativo suelo.

Ya que nos tocó nacer en días de postración y de tristeza hagámonos fuertes contra el desaliento; para el animoso no hay camino completamente exhausto de merecimientos; los encuentra el buen soldado, en retiradas, en derrotas, en catástrofes supremas de su desbaratada hueste; la resignación no ha de

ser flaqueza, sino vírtud; no ha de consistir en desesperar, sino en resistir; nɔ ha de dar paz a la mano, fiando en que sus brios son estériles; no ha de aflojar el corazón, porque sus alientos no serán premiados con pa mas que ve y envidia en mano de más afortunados.

Si veis mi libro bien recibido, será razón que os pruebe cuán dispuesto está el ánimo de nuestros compatriotas a acoger lo que a nuestra patria se refiere; și le veis desdeñado, séaos estímulo a pretender con más vivo afán lo que él no alcanzó.

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