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sorprendióse (y lo nota) de verle caminar a la Colegial sin ella, olvidado de que la sagrada insignia, señal de dominio, no de jerarquía, sólo podía ser enarbolada en el territorio de su iglesia y de sus sufragáneas. Es verdad que apremiado por la salida de un barco, listo para dar a la vela y llevar su carta, la terminaba apresuradamente el mismo día, domingo 8 de Octubre, no sin añadir, malicioso como todos sus conterráneos, una postdata encaminada a poner de muestra el cómo los magnates se regalaban en su mesa (1).

Mas en punto a marítimos banquetes, hubo de dejar perdurable rastro en las conversaciones y en la memoria de los santanderinos el celebrado en su bahía a bordo de un inglés, Royal Prince, capitana de una escuadra de catorce poderosos navíos, el día 24 de Septiembre (domingo) del año de gracia de 1623.

Reputados son los ingleses de pródigos y tenaces en la mesa, y cn este caso lo acreditaron. Mil seiscientos platos se sirvieron, si no yerra y vió claro un testigo de vista que lo cuenta (2), y de ellos, cuatrocientos de dulces, ¡qué ocasión para golosos! «Salióse bien tarde de él», añade después de descrito el festín, el ingenuo comensal, quien no estaba acostumbrado, sin duda, a las dilatadas sobremesas y amplias compotaciones a que los hijos del leopardo, con exquisito pudor, conservan su nombre griego: symposium.

Es verdad que al brindar, para hacer eco majestuoso a la voz del crador, o para desperezar al auditorio y hacerle volver en sí, y reconocerse entre el vapor cálido y vertiginoso de las copas, soltaba la escuadra su artillería, a cuyo estruendo vajilla y aparadores venían al suelo, con gran ruido de cristalería y búcaros rotos, y solaz y aplauso de los convidados: propia genialidad de bretones.

(1) Según indicación puesta como nota, aquí debían intercalarse: Armada de Pedro Menéndez de Avilés (¿1573-1574?), 300 velas, 20.000 hombres. Armada del Marqués de Santa Cruz: Campaña de las Terceras, 1582.

(2) Relación impresa de lo acaecido en Santander durante la estancia de S. A. el príncipe de Gales. Madrid, 1623. Citada por Assas en su Crónica de la provincia; cap. XXXVII.

El que así festejaba su inansión en estos parajes era un pretendiente desairado, aquel Carlos Estuardo, de poca ventura, cuya cabeza y cuya corona cayeron años adelante, en el de 1649, sobre el cadalso de Whitehall, derribadas por el hacha que afilaron la dureza y fanatismo puritanos, y esgrimieron los rencores de Cromwell. Era mozo de grandes prendas, benévolo, inteligente, erudito, mesurado en sus costumbres, pero obstinado y débil. Y según probó su suerte futura, más inclinado a condescender con sus aficiones movedizas que a buscar en la razón madurada y egoísta las causas de las necesidades implacables del Estado y su remedio.

Había venido a España enamorado de una niña, cautivo de su retrato y de la fama que en las cortes publica gracias y desgracias, virtudes y vicios de las familias reales. Y había venido guiado por su imaginación de veintidós años, la cual le decía que su calidad augusta no le excusaba de las obligaciones de galán, que no era de caballeros fiar el premio de una pasión a negociaciones diplomáticas y políticos tratos, y que en tierra de España, afamada entonces por su amorosa bizarría, y a los ojos de una princesa española, sus propios merecimientos habían de ser más elocuente abogado que la sutileza de un embajador.

Diez y siete años tenía la princesa María de Austria (1), hija de Felipe III, hermana de Felipe IV y objeto de tan singular y acendrado afecto. ¿Lo merecía la española?

Hay quienes niegan al corazón su lógica, o alegan que su lógica consiste en no tener ninguna, como si en cuanto es natural, espontáneo y no nacido de voluntad humana, sino a pesar de ella, o sin cabal cuenta de ella, pudiese faltar la relación necesaria y fatal del principio a la consecuencia, de la causa al efecto. Y es común entre cuantos blasonan de observadores y versados en sondear misterios y cuidados del alma, asombrarse de inclinaciones o desdenes, tacharlos de fingidos

(1) Había nacido en el Escorial a 18 de Agosto de 1606. Flórez. Reinas Católicas, tomo II, pág. 927.

o absurdos, olvidando o aparentando ignorar que el alma humana es riquísima en secretos, y por mucho que la perspicacia ahonde y los penetre, todavía quedan en ella centros inaccesibles e inexplorados. En esos centros reside el germen cuya inesperada erosión sorprende a cuantos la presencian, por su viveza, por su intensidad, por excesos a que no pocas veces guía o arrastra.

Autores ingleses cuentan que la princesa no fué insensible. Seis meses de fiestas y galanteo, desde Marzo a Septiembre, ayudaron a la natural bizarría del príncipe a ganar su tierno corazón.

Velázquez nos la dejó retratada, ya de más años (1), con aquel sobrio y armonioso colorido que su mano empleaba a veces como en alarde soberano de la riqueza que sabía encontrar en la paleta menos provista (2). Los cabellos de la princesa, rubios, espesos y rizosos, dan su tono transparente y ambarino al lienzo; en torno de aquella áurea diadema vaporosa y crespa, más vaporosa y más leve que las pardas plumas con que se engalana, funden y conciertan sus tintas la blanca tez limpia y fresca, los ojos garzos, más cariñosos que apasionados, la boca sonrosada y carnosa, la rizada valona, traher ominoso que emboza el cuello, esconde su morbidez y mata la viveza juvenil del busto, el fondo oliváceo y el paño aceituní del vestido.

Todos se parecen estos rostros austriacos; todos tienen impreso el sello de la bondad, cualidad excelente en príncipes cuando se ampara de entereza y resolución, funesta cuando domina el temperamento y lo envilece y enerva, sello tan persistente y hondo, que así pasa a través del austero gesto de Felipe II, como templa la atonía lastimosa del segundo Carlos. En todos ellos baja invasora la raíz del cabello a hender en su medio la ancha y cuadrada frente, aguileño rasgo que imprime en la abierta y generosa fisonomía del emperador algo del fiero gesto de la reina poderosa de los aires.

(1) En 1630, en Nápoles.

(2) Número 135, en el Real Museo de Madrid.

La inflexible razón de Estado sobrevino y se interpuso entre ambos amantes. Regía la política española un hombre a quien no apartaban de su camino platónicas razones, dichas o desdichas de enamorados, por más que él lo hubiera sido, y no recatado ni modesto en sus mocedades, don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares. Acompañando al inglés venía otro hombre, favorito también, que no cedía en habilidad ni en carácter al favorito español, Jorge Villiers, duque de Buckingham, tan célebre en el mundo por su hermosura, su audacia y sus aventuras; procaz libertino, corruptor de las costumbres inglesas y causante en no poca parte del odio de clases que con las diferencias religiosas ahondaron la sima en que cayó el trono de Inglaterra.

No son sabidas las causas de la disensión entre ambos personajes; murmuradores hubo que las supusieron de toda especie, celos de marido y celos de estadista. Súbitamente y con sorpresa de la corte española, el príncipe inglés y su acompañamiento tomaron el camino de Santander, donde les esperaba o vino a buscarlos la escuadra. Y aunque honrados oficialmente con la compañía de altos sujetos diputados por el rey, luego cundió que la separación de los favoritos había sido poco afectuosa.

Nada de esto se ignoraba en la villa. Sabíase también que a bordo estaban los magnates españoles, el cardenal de Burgos, Zapata; el célebre conde de Gondomar, de tan alta reputación en los negocios, que era universalmente llamado el Maquiavelo español; los condes de Monterrey y de Barajas y buen número de cortesanos, en quienes siendo ley y hábito el disimulo, nadie echaría de ver si su alegre participación en las fiestas nacía de sentimiento o de mandato.

¿Quién no se figura, pues, los cuentos y dichos que andarían en los honrados hogares santanderinos, la curiosidad de las mujeres, las suposiciones de los hombres, las santiguadas de las viejas, los comentos de los hidalgos, el asombro y decires de los populares? ¿Cómo estarían de gente, sobre todo durante la noche y durante el banquete, y las salvas y el desusa

do estrépito, los muelles de entonces, los muelles que, arrancando de las Atarazanas, dejando paso al puente, corrían por la Ribera, torcíanse al Norte, a sotavento de la Aduana, y doblando la plaza del Príncipe Alfonso, arrimados al muro, iban a morir delante de la puerta del Arcillero, en el arrabal extramuros de la marinería?

VI

LA FORTALEZA

Cuando la escuadra vencedora de la Rochela desembarcó sus prisioneros, lleváronlos a la fortaleza de la Villa «atados con cadenas de hierro», dice Froissart (1), «usanza de españoles, no más corteses que los alemanes». Allí ocurrió una escena parecida a la que siglos después ocurría en Lombardia, cuando el condestable de Borbón, traidor a su patria francesa y vencedor de sus ejércitos, se encontraba al ilustre caballero Bayardo, herido y cercano a morir, acusadora imagen que e, remordimiento presentaba a su apostasía. Pero en el castillo de Santander eran otros los tiempos y otros los personajes, que lo habían de ser en los campos de Romagnano.

Encontráronse, pues, el ilustre general inglés, conde de Pembroke, y el tornadizo Juan de Gales, el cual, atrevidamente y sin respetar la desgracia de su compatriota, le dijo con acerba ironía:

—¿Venís acaso, conde de Pembroke, a hacerme pleito homenaje de las tierras que lleváis en el principado de Gales, cuyo heredero soy, y que me usurpa vuestro malaconsejado rey?

-¿Quién sois vos, que tales palabras usáis?- contestó el de Pembroke, sorprendido y avergonzado, a su desconocido interlocutor.

-Soy Juan, hijo del príncipe Aymon de Gales, a quien vuestro rey de Inglaterra mató a tuerto y contra toda ley, quitán

(1) Chroniques: lib. I, parte II, cap. 343.

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