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Quixada, amigo del emperador Carlos V, de quien hablamos en Laredo; pero mi amigo el erudito arqueólogo don Manuel de Assas, con quien habrá de contar todo el que quiera escribir de Santander y su provincia, afirma (1) que la fábrica del Colegio fué comenzada en 1603, la de la iglesia en 1607, y ya vimos que el buen Quixada murió valerosamente en 1570.

¿Hízose la edificación por legado suyo y con bienes que le habían pertenecido? Quien resolviese afirmativamente esta pregunta, habría conciliado ambas opiniones, la vulgar y la erudita.

Sea porque se erigieron en los mismos días y por idénticas manos, sea porque en cuantas obras proceden más o menos directamente de los jesuítas, resalta la admirable unidad, principio y base de su organización, ya fuesen ellos sus propios arquitectos, ya trascendiera el espíritu de su disciplina a los arquitectos que empleaban, no hay duda que sus fundaciones se parecen tanto, que, aun sin hablar de las que son hermanas y gemelas, desde luego revelan al observador su común origen y su destino (2).

El templo es dórico, de una nave cuya bóveda posa sobre pilastras estriadas, y cúpula hemisférica en el crucero. Conjunto frío, como el de todos los interiores greco-romanos, cuando la riqueza del material, el fresco o la escultura no los realzan y calientan.

Pero ¿qué importa al creyente la arquitectura del edificio en que ora? ¿Qué le importan la materia o el precio de la imagen ante la cual se prosterna, si su afortunado pensamiento le forja templos, aras y efigies de formas purísimas, vago color, impalpable substancia y vida celeste? Allá arriba, en región suprema está su alma, allí ora y suspira, allí ruega y consigue, no sobre el mal labrado piso que sus rodillas oprimen, ni ante el polvoroso simulacro, ni dentro de las añejas paredes que el musgo roe y el agua deshace.

(1) Semanario Pintoresco Español. Año XII. 1847.

(2) En las tierras de Pronillo tenían ios jesuítas su granja, donde se retiraban a convalecer los enfermos y extenuados por el ejercicio evangélico.

Acaso en orden diverso de ideas venga un curioso a registrar, creyendo encontrar aquí resueltas sus dudas, y dicho cuál era en Santander la calle de Don Gutierre, (1) que habrá visto mencionada en papeles del siglo XVII, y quién era ese Don Gutierre cuyo nombre creyó, el que tituló la calle, dejar perpetuado al menos para cuanto durase la villa; y qué beneficios o qué hazañas le habían acreditado para tamaña merced; y cuál la calle de Soportales, porque aquella en que él los alcanzó tenía además de sus soportales otro apellido; y la razón de llamarse del Cadalso otra cuyo terrorífico nombre han ahogado los contemporáneos en el de una inmediata menos ocasionado a románticas sospechas, y, finalmente, si la retorcida y tenebrosa del Infierno heredó tal nombre de la pelea contra los de Santillana que referimos arriba, como aseguran algunos, o si lo trae más propiamente de aquella funesta lepra de los siglos medios, la hechicería, que con sus fueros de consentida no se asustaba de tener albergue en los cimientos y cercanías de la iglesia, como anidan la culebra y el escuerzo a raíz de la tapia en que mora la paloma sin hiel y florecen el casto jazmín y la siempreviva yedra..

Acaso no es Santander la única ciudad donde el pueblo estigmatizó con el reprobado nombre el lugar adonde le llevaban la incurable llaga de su pensamiento, la tentación perenne de su corazón, el ejemplo de sus caudillos, regidores y maestros, las pasiones todas de su alma, el odio, la envidia, el amor, la venganza, el ansia de riquezas, y el ansia más tirana todavía, insaciable y vertiginosa de felicidad.

¿Quién sabe si ese corvo callejón sombrío no encierra el secreto de la vida del alma humana en los siglos medios, confusa y aún no bien definida todavía? ¿Quién sabe si no iban allí el cobarde a comprar la vida del valiente, el holgazán la fortuna del laborioso, el malvado honras, el vicioso enterezas, y todos

(1) Parece que era la calle de la Blanca; cítase, entre otros documentos, en una escritura de venta de 1.o de Enero de 1660, núm. 43 del legajo 4.o de los papeles de la casa de Escalante en Santander.

a buscar la revelación del vedado porvenir, a sacudir los hierros de su humana y estrecha cárcel, a romper el odioso lazo de esa limitación y apocamiento con que la naturaleza castiga la voluntad y la desespera; a pedir a lo sobrenatural vista más clara que la de sus ojos, alcance mayor que el de su brazo, alientos más briosos que los de su pecho; oro, hierro, sangre, aire vital, propósitos, intentos, audacia, fuerza, cuanto creian necesario y bastante para hacer suyo y apropiarse el universo de lo apetecible, de lo tentador y deleitoso; tantas dichas que el mundo nos tiende y retira si nos llegamos a tomarlas, tantas que nos roba a media miel, tantas que nos muestra entre dudas y sombras, mal definidas, inabordables, y por lo mismo más seductoras y omnipotentes?

¡La omnipotencia! Eso iban a pedir al conjuro del astrólogo, a la cábala del mago, al filtro del alquimista, nuestros progenitores.

Si, pues, de allí salía preparado el homicidio, prevenida la ocasión y afilada el arma; si de alli salía la calumnia a envenenar el aire, la seducción a manchar el hogar, la impostura a obscurecer inteligencias; si de una de aquellas bóvedas sombrías y mal alumbradas salían en tropel los males todos que hieren, infaman o prostituyen el alma humana dejando tras de sí abierta siempre la espantosa sima y preparada a brotar nuevos enjambres de ponzoñosos gérmenes, merecido tenía el lugar su nombre: Callejón del Infierno.

¿Quién sabe? El remedio de nuestra común ignorancia está quizás dentro de esa casa sobre arcos, inmediata a la iglesia de la Compañía, erigida para regimiento y administración de la villa de Santander, para custodia de sus títulos y foro de sus libertades en días en que España podía aún pintar entre sus blasones las águilas sicilianas, las fajas austriacas, las lises de Artois, las bandas de Borgoña y el león de Brabante, según los áureos escudos que adornan su fachada. De los archivos de su casa municipal y de su casa abadía, de los papeles del pueblo y del señor, de las memorias de gobernante y gobernados ha de sacar Santander su historia el día que quiera poseer

la, detallada, completa, fiel, para dársela sin falsa vanidad ni falsa vergüenza a leer a sus hijos.

Y ahora, lector, de nuevo estoy contigo para acompañarte a visitar el paisaje que de lejos ha podido tentar tu curiosidad y tu deseo.

Dos mares tiene Santander que enseñar al forastero: el mar、 casero, doméstico, útil, manso, apacible a los ojos y al oído, la bahía que hemos visitado; y el mar libre, bravo, proceloso, indomado y rebelde, la costa adonde vamos ahora.

Y vamos por un camino recto, orillado de gallardos chopos piramidales, faldeando el vallecillo de Miranda, camino anecdótico al cual apodaron algunos ingeniosos vía Cornelia, y luego dieran una mano por borrar el apodo, porque el pueblo, con su recto juicio, repitió en són de alabanza lo inventado en són de ironía. Un camino en el cual conviene elegir hora y estación para seguirle, porque en la del verano, por tardes y mañanas, es dominio exclusivo de la numerosa carruajería que trae y lleva enfermos y sanos del Sardinero a la ciudad, y de la tralla de los mayorales y de las nubes de polvo que ruedas y herraduras levantan y esparcen.

Y llegamos a una altura divisoria, sobre la cual está la ermita de los Mártires. Lejos estoy de aquellos parajes, y mi memoria es flaca, pero creo recordar-¿no lo dice una inscripción sobre la puerta?—que en 1848 se edificó la capilla. Costeóla el cabildo de mareantes de San Martín de Abajo, uno de los dos en que se divide el gremio de la ciudad (1), y depositó en ella los bustos de San Emeterio y San Celedonio, que custodiaba antiguamente en una tribuna o balcón abierto en la muralla, junto a la puerta del Arcillero y mirando a su Arrabal

Ya vimos al visitar la colegial (2) que de muy antiguo, en el siglo XIII, usaban los abades en su sello el símbolo de las

(1) El otro es el de San Pedro, habita la calle alta, que vimos por la espalda al llegar a Santander, y tiene su titular en la iglesia de Consolación, ligera construcción dórica de una sola nave, erigida en la propia calle.

(2) Pág. 120.

dos cabezas. El pueblo que la ve cotidianamente en los actos y acuerdos de su Municipio, que adora los santos cráneos en señaladas festividades del año, y los sigue devotamente cuando en sus días de tribulación y espanto salen a recordarle su fe antigua y a fortalecer su ánimo y su esperanza, profesa aquella tradición que Morales apunta y Risco severamente examina (1), según la cual las cabezas segadas del tronco, caídas al Cídacos y arrastradas por su corriente, llegaron al Océano, y sobre sus ondas traídas, arribaron al puerto a que habían de dar nombre. Y os dirá que allá en los hondos cimientos de la catedral, donde no llegan humanos, yace escondido el barco que las trajo, y desde estos mismos lugares os mostrará en la entrada de su bahía, en el seno de la Magdalena, una roca, la Peña de los Mártires, horadada porque, dando en ella el barco impelido por la corriente, dejóse penetrar milagrosamente la piedra (2).

Tan populares como fueron en España los mártires de Calahorra, no podían escapar a la musa invasora y altamente popular de nuestro teatro; así tomaron su apoteosis para asunto de un drama don Antonio Coello y el glorioso Rojas. Tituláronlo Los tres blasones de España; y deseosos de ligar la devoción a los heróicos confesores con las más altas glorias castellanas, hacen que en aparición misteriosa el ínclito Rodrigo Díaz de Vivar reciba de aquellos bienaventurados el espaldarazo y la espuela de caballero (3).

Desde esta cumbre se domina el vasto panorama de alta mar. De aquí caen rápidamente a la marina, carretera, senderos, prados, veredas, cauces y cañadas a morir como en ancho desagüe en el arenal del Sardinero. Por quiebras y lomas se derrama y esparce la población con libertad completa de

(1) Esp. sagr.: tomo 33.

(2) Vid Argaiz.-Soledad laureada. Tomo II.

(3) Tiene el drama bellísimos rasgos, aparte del capital vicio del asunto, como obra dramática. Para esforzar el interés, o para evitar la monotonía de los caracteres, fingieron los poetas a Emeterio niño y hacen que Celedonio sea cegado antes del suplicio final.

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