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pingües, de reyes y señores. Una dama montañesa, doña Leonor de la Vega, de quien nos tocará hablar muy luego, madre ilustre del insigne marqués de Santillana, le otorgaba en 1428 una donación, que luego adquiría condiciones de venta, de cuanto la pertenecía en el monasterio de Orejo, en Trasmiera.

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ESDE la piedra del río hasta la hoja del monte, y desde la hoja del monte hasta la piedra del río» (1), no hay objeto ni paraje en el camino que vamos a tomar, con el cual, por tan conocido y sinnúmero de veces visto, no pudiera yo entretenerte, si me olvidase, ¡oh lector!, de que «los gustos de los discretos hanse de medir con la razón, y no con los mismos gustos». Es máxima de Cervantes, y no rehusarás concederme que ya es signo de discreción tener cuenta con lo que la discreción preceptúa.

(1) Vendemos voslo y damos voslo todo desde la foja del monte a la piedra del río y desde la piedra del río fasta la foja del monte», son palabras de la escritura de venta y cesión hecha por los testamentarios de Gonzalo Ruiz, señor de la Vega, a 19 de Marzo de 1351 en Villadiego, inserta en el Memorial del Pleito de los Valles.

Distråete con tus propios pensamientos mientras dura la parte de nuestro camino que ya tenemos recorrida y olvidada. ¡Qué curiosidad inspiran los pensamientos de un compañero de viaje! Nadie se deja engañar por la apariencia, ni admite que el espíritu de aquel extraño no tenga más ocupación que la visible y aparente, la lectura, por ejemplo, o la contemplación del país; ni se conforma nuestro egoísmo con que hayamos de ser materia para él indiferente. Es cierto que le pagamos, y en su presencia, háganos o no nos haga caso, tenemos modo especial de portarnos, más corteses o más desenfadados, extremados en bien o en mal, pero postizos; no somos, en fin, lo que seríamos a solas.

Esta conversación sin palabras, a modo de romanza sentimental alemana, este diálogo mudo camina a veces tan de conformidad y concertadamente, que el silencio suele terminar por una pregunta partida de uno u otro lado, pero que no sorprende al que la debe contestar; y es que no se ha hecho sino cambiar de diapasón, alzar la voz después de haberla usado mesurada o baja por prudencia, por respeto, por temor de despertar a alguien que dormía: y dormía efectivamente la calidad fundamental y característica de la raza-hombre, su instinto sociable, la necesidad de comunicación y armonía, que debiera ser inclinación y precepto, gusto y código, imán y lazo, y que no pocas veces, torcida por nuestra pasión, por el interés y el mal pago, degenera y se cambia en aversión y misantropía.

Nada verás por aquí que te parezca nuevo, como no sea la ermita de los Remedios, arrimada a un árbol solitario. Desde tan lejos no distingues el extraño blindaje que protege su campana de las pedradas de los transeuntes. No sé si habrás observado que una de las tentaciones más vivas en despoblado es la de probar con un guijarro el timbre de los esquilones de los santuarios; algún advertido previó en los Remedios este riesgo, rodeando su campana con uno a modo de medio tonel de madera: el blindaje ha estorbado la puntería al metal, pero no ha resistido el choque de los proyectiles, de que se manifiesta taladrado y conmovido.

De la estación de Guarnizo parte un camino al Sur a pasar la ría de Solia y entrarse por los valles de Villaescusa y Obregón, en Penagos y en el corazón de las montañas. Por aquí venían nuestros padres a buscar la férula de los célebres escolapios de Villacarriedo, cuando en su capital no hallaban quien les impusiera en los preceptos de Horacio y la retórica ciceroniana; por aquí venían caballeros en un mulo, fiados a un trajinero leal y honrado, pero más versado en albeitería que en culta pedagogía. Antes de mucho podrán hacerse llevar en ancha y holgada carretela a visitar las remozadas aulas donde pelearon a bostezos y ayunos con el Nebrija y el Guevara. Estos lugares recuerdan aquella soberanía electiva que en los siglos medios ejercían en su mayor parte los pueblos montañeses, libres de entregarse al señor que más les pluguiera. En algunos de ellos era limitado este derecho a ciertos linajes de la tierra, de los cuales había de ser el elegido; otros gozaban libertad absoluta, y tanto usaron de ella y tanto se dieron a manejos extraños y se enredaron y confundieron con los manejos propios, que en Castilla dióse en llamar a cuanto era desorden, inquietud, fuerza y escándalo con el nombre de aquel pristino y nobilísimo derecho: behetria.

Pagaban las behetrías sus impuestos al rey: la infurción, tributo del suelo; el humadgo, tributo de la casa, y el yantar, para su mesa, y la fonsadera, para su hueste; y estos pechos, cuantiosos, pero de cobranza difícil, negociaba a menudo el rey, canjeándolos por otras obligaciones y descargándose en ellos de deudas o mercedes no cumplidas. Esto hizo Don Enrique III con su hermano, aquel célebre infante don Fernando, a quien los compromisarios de Caspe dieron un día la gloriosa corona de Aragón, y a quien en 1403 la de Castilla debía, por juro de heredad, doce mil doblas, dándole en recompensa de ellas sus derechos realengos sobre las behetrías.

A ese valle de Villaescusa vino enviado por el infante su oficial del cuchillo Pero Alonso de Escalante (1), y en la aldea de

(1) Fernán Pérez de Guzmán, en su Crónica de Don Juan II, entre los años de 1407 a 1413, hace frecuente mención de este personaje, doncel de don Fer

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