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universo por un primor o un vicio de su traje o su peinado; la que marisca, saltando entre peñas y médanos, exponiendo el sin rival calzado al filo de las rocas, a la humedad de la resaca, y a la contemplación y comento de émulas y apasionados; la que se embebece y suspira contemplando el vespertino centellear de Sirio, siendo a su vez estrella en que se miran otros ojos apartados y temerosos.

Cruzábanse en el arenal o en las gradas del pabellón los que del agua salían con los que bajaban al agua, cambiando saludos y las acostumbradas frases:

-¿Está buena?

-Deliciosa.

-¡Por largo lo ha tomado usted hoy!
-Da pena dejarlo.

Quien oyese este diálogo sin noción de la escena, un ciego por ejemplo, ignorante del lugar donde se hallaba, no adivinaría fácilmente que el objeto de tan tiernas palabras es el agua del mar.

Llegóse a la orilla un hombre de poblada barba y recio busto, y entrándose por medio de los que sentados o en cuclillas estaban a mojo ásidos a una maroma, o a las manos callosas del marinero que los asistía, se arrojó sobre la espuma de una cla con el aire resuelto y tranquilo de los avezados a tales ejercicios. Sumergióse luego para salvar la rompiente, y salvada, nadó mar adentro con brazo vigoroso, levantándose sobre los anchos lomos de las olas que se sucedían. Unico nadador en aquella hora, rompía la monotonía de la escena, y, naturalmente, se llevaba la atención de cuantos en la ribera estaban; y él de lleno entregado al placer del varonil ejercicio olvidado de la tierra, ocupado únicamente del agua que le sos. tenía, del cielo que le cobijaba, embebecido en las caricias y arrullos de las brisas que oreaban su frente, de la espuma que serpeaba trémula sobre sus hombros, en torno de su robusto cuello, trepaba a la cresta de las olas, o se tendía inmóvil encima de ellas, o giraba moviendo anchos remolinos; o sacando con brío el brazo y alargándole delante de sí, hería con la pal

ma abierta y tendida las aguas, y el ruido seco del azote venía hasta la orilla, alternando con el gemido de las aguas, como alternan, durante la pelea, con el fragor de las armas, las calientes injurias que inspira el enojo y el ay involuntario que arrancan las heridas.

Produce toda lucha cierta embriaguez, más ciega, más ardiente en el inferior cuando son desiguales los combatientes; embriaguez no de miedo al dolor, de miedo de ser vencido, embriaguez que se experimenta, aun cuando no sea mortal el empeño, en toda porfía, en los juegos más corteses de armas y de fuerza, y que sin duda llega a su extremo de energía cuando contienden de una parte el hombre, su espíritu y su denuedo, y de la otra una fiera de poder desmesurado, de instintos misteriosos, en cuya mansedumbre no cabe confianza, cuya cólera no puede preverse y cuyo solo amago basta a destruir, exterminar y hacer desaparecer al hombre en un soplo, en una chispa, en un átomo indivisible de tiempo.

Súbitamente oyóse retumbar una bocina, causando precipitado movimiento entre los familiares y servidores de las casetas. Dos marineros de edad provecta, descalzos, con sendas anclas bordadas en los anchos y desmayados cuellos de sus camisas azules, parecieron en la playa; dando grandes voces poco inteligibles, movían sus brazos a manera de aspas telegráficas. Eran los salvavidas, hombres diputados por el municipio para vigilar imprudencias y prevenir desgracias. ¿Amagaba alguna? ¿A quién? No seguramente al nadador, que absorto en la inefable melancolía de la tarde, más y más embebecido en su ejercicio, bogaba ya blanda y sosegadamente hacia tierra. Mas apenas afirmaba el pie en la arena entró a él uno de los salvavidas, señalado en el rostro con la misma falta que hicieron famosa Filipo de Macedonia, Aníbal de Cartago y Sertorio de España, y le denostó de temerario. Con igual calma que había recibido los rociones del mar, recibió el bañista la reprensión del veterano, y sin encogerse de hombros siquiera, salió del agua mudo y tranquilo como había entrado. Ibase diciendo sin duda que el cauto marinero entendía de

singular manera las obligaciones de su profesión: las cuales, en su concepto, no consistían tanto en exponer la vida propia cuanto en evitar semejante contingencia, apartando con tiempo al prójimo del más remoto riesgo. No imaginaba que iba a ser pasto de noveleros y desocupados, que horas después contarían las gentes que un señor forastero había estado a punto de ahogarse, y que al amor de tan socorrida fábula, y en los ánimos crédulos de muchos, crecería por el momento la nombradía siniestra del mar, de sus abismos y perfidias.

II

LA BARRERA.- SANTA CLARA.-EL TEATRO

Desde la playa al paseo, al paraje oficial donde las gentes en hora señalada se encuentran, se saludan, deletrean recíprocamente sus trajes y su historia, se reunen, conversan, murmuran o divagan.

Llámanle «La barrera», tal vez por la que cerraba una puerta del cercano muro, y tiende sus anchas alamedas entre los escombros de éste y el convento de monjas clarisas.

A un extremo se levanta el moderno teatro; en el otro funda la villa robustos muelles que haciendo retroceder al mar dan lugar a fundaciones que extienden su área y desahogan la población; por eso el mar irritado azota la fábrica y escupe su espuma al curioso que se llega a contemplarla; sacude los sillares y los quebranta y mueve, mas no detiene la obra de la perseverancia humana, que doblando lentamente las hiladas, domina poco a poco el nivel de su contrario, y camina a concentrar tal peso, a levantar tal mole que nunca sobre ellos prevalezcan las más recias tempestades.

De la muralla sólo queda una línea de escombros que señala el recinto. El convento, reedificado como todos los de su orden en el país, probablemente en el siglo XVII, muestra pobre y severa arquitectura, sin otra gala que su extensión conside

rable. Le hace melancólica compañía una palma nacida junto a uno de los estribos de la iglesia; árbol de otros climas, lozano, sin embargo, como si el calor del santuario hubiese reemplazado en su existencia al sol ardiente de la región nativa,

No hay árbol que despierte con mayor viveza que una palma la memoria de los paisajes a que da expresiva y propia fisonomía. Mística imagen para el cristiano del misterioso Oriente, a cuyo pie brota el raudal purísimo de las tradiciones bíblicas, que ha apagado la sed ardorosa de tantos tristes y cansados, es para el español memoria viva de su árabe Andalucía; de esa tierra con tanta sangre española redimida, arrancada a las manos del hijo del Agar, mas no a su genio, ni a sus recuerdos, ni a su poesía, que laten y palpitan en su atmósfera abrasada, como laten las brisas del Guadalquivir en las hojas agudas del árbol que siente y ama, providencia, sustento y abrigo del peregrino en el desierto.

La palma de Castro parece una cautiva que en manos de sus enemigos dejó la hueste mora en su funesta acometida a la indomable tierra del Septentrión. El roble cántabro, su vencedor y dueño, la contempla absorto desde el vecino monte, suelo natal suyo, donde permanece recogido y pronto a nuevas batallas. Dejó compasivo a su gallarda y delicada prisionera el amparo y la libertad, suficiente a una doncella, del poblado, y ella, testigo acaso de sangrientos desmanes, acogióse de los brazos que pelean a los brazos que oran, solitaria virgen, buscando el amor y la compañía de vírgenes solitarias. Y hoy permanece velando leal, símbolo de pureza y de constancia, sobre el que acaso fué campo de eterno descanso donde yacen sus compañeras, sus hermanas.

Las crónicas franciscanas cuentan con interesantes pormenores la fundación primera de este convento.

La profesión azarosa del comercio marítimo, ejercitada en costas procelosas y mal conocidas, juntaba en Castro porción de huérfanas y viudas, que habían comprado con temprano luto un bienestar desahogado, o quizás la riqueza. Uniéronse en piadosa idea con hijas y esposas que, expuestas a igual

desgracia, temblaban cada hora por la vida de padres y maridos, con más algunas doncellas deseosas de consagrarse a Dios.

Querían unas orar por sus difuntos, otras encomendar a Dios sus vivos; buscaban aquéllas consuelo en remotas esperanzas, alimentadas por la fe; éstas pedían esperanzas que calmasen la angustia presente, que alejasen el dolor supremo.

Juntas impetraron del papa Juan XXII licencia para establecer un monasterio. Fuéles concedida año de 1322, y mediaba ya la fábrica emprendida con religioso celo, cuando un incendio furioso, que devoró gran parte de la villa, redujo la fábrica a cenizas. Seis años después, en 1328, el mismo Pontífice renovaba su concesión apostólica, y las piadosas hembras, auxiliadas ahora con dones públicos de la villa, y particulares de sus convecinos, llevaban a término la construcción y abrían su claustro a las clarisas venidas de Castilla a establecer la nueva comunidad e instruir a sus novicias.

¡Qué sagrado cenobio habrá tenido origen de más copiosas y desconsoladas lágrimas! ¡Cuál habrá nacido de afectos más vivos, más sinceros, más ardientes y profundos! ¡De cuál otro podrá decirse con tanta verdad que tiene por cimientos pedazos de corazones amantes!

Las horas pasan ligeras cuando no está ocioso el ánimo. Ver un sitio, observar nuevas gentes, recordar la historia de una piedra, departir con amigos, entregarse un momento a la mística melancolía que la noche despierta, y es como la oración, que resume y corona las faenas del día, el angelus del alma solitaria, meditar en cosas pasadas y aspirar el ambiente de poesía que en su palabra derrama una inteligencia femenina elevada y culta, tal había sido el grato empleo de las mías.

Quedaba el lindo teatro henchido de espectadores; desdeñosas de la villa y huéspedas de la playa envueltas en cendal blanco, coronadas de flores, guarnecían palcos y patio, mientras en la cóncava altura del moderno paraíso se amontonaba el atezado pueblo del mar y de la brea; entretenidos todos con las peripecias de una zarzuela no mal representada y bien

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