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piro del viento en las yedras que las desencajan y envuelven, el zumbar del insecto despertado por el rayo del sol que calienta su albergue; suavísima armonía, pero falta del hondo acento agradecido o penitente, alma y vida de la oración humana.

Hasta sus arcas de piedra que fueron ataúdes y hoy recogen las aguas del cielo y las conservan para los pájaros, parecen piscinas puestas a ambos lados de la puerta para las abluciones mahometanas.

Lo cierto acerca de Moroso, ya monasterio, es que en los años de 1119 pertenecía a la reina Doña Urraca, aquella célebre mujer a quien el docto Mariana llamó en sus historias <<recia de condición y brava», y de la cual ya queda hecha mención ligera en este libro (1).

A 25 de Marzo del citado año hacía donación de este su monasterio de San Román de Moroso, con todos sus anejos y propiedades, al de Santo Domingo de Silos, de la orden de San Benito, la cual lo convertía en priorato (2).

Una tradición curiosa, viva todavía, perpetúa aquí el nombre de la antigua poseedora y donataria. A la otra parte de una de aquellas soberbias y aterciopeladas cumbres, mirando entre Levante y Mediodía, está Cotillo, pueblo del valle de Anievas: por él pasó Doña Urraca viniendo peregrina al santuario, y en él dejó su comitiva, caballerías y fardaje, sea por llegar a pie y con mayor devoción al monasterio, sea porque tomase miedo a cabalgar en tan agrio e inseguro piso. Al volver hallóse descolados caballos y acémilas: tan mal guardados estuvieron por palafreneros y caballerizos, o tan amañada te

(1) Pág. 190.

(2) Llamábase priorato en la orden de San Benito una casa-habitación de corto número de monjes, pertenecientes a algún monasterio principal, cuyo abad les nombraba superior inmediato.-En Moroso queda solamente su original iglesia, dentro de una cerca aportillada en varias partes. No hay rastro de edificio que pudiera haber sido vivienda de los monjes.

El P. Sota copió la escritura original del archivo de Silos, y la inserta en sus Apéndices con el núm. 30.

nían los de Cotillo su venganza, y tan diestros anduvieron en ejecutarla. ¿De qué se vengaban? Porque tan sangriento ultraje no podia ser bárbaro pasatiempo de las montañas. Calla en ello la tradición, pero dice que a su vez la reina castigó la ofensa, estableciendo por pública escritura y mandamiento real que a nadie de los nacidos en Cotillo, o que de Cotillo tengan su linaje, se diera en tiempo alguno el priorato de Moroso.

Averiguada la época de la venida de Doña Urraca a esta tierra, sería hacedero opinar, con viso de certidumbre, acerca del origen y significado del supuesto acaecimiento.

¿Dice relación con el cuento de sus extravíos, tema a la sazón de cotidiana plática en los hogares castellanos, porque siempre gustó el pueblo de entretenerse a costa de las flaquezas de sus príncipes y señores? Sería, ¿ya invención o ya hecho positivo, una protesta que gentes de corazón honrado y hábitos feroces levantaban contra el disimulado adulterio o el escándalo manifiesto?

¡Cuántas veces el pueblo, falto de medios para ejercer su justicia, para saciar su odio o probar su agradecimiento, creó la tradición, y en ella, alumbrada por la luz de la pasión popular, parece ésta o la otra figura histórica tan diferente de la conservada en las memorias y papeles de que doctos y eruditos han hecho autoridad irrecusable y definitiva! ¡Cuántas veces la tradición se engendró de gérmenes impostores, de un hecho, de una palabra, forjados por el interés de un hombre o de una corporación, o de un bando; semilla que puesta en tierra rica, viciosa y a ninguna otra obra de fecundación distraída, se desarrollaba penetrando su raíz a honduras donde la extirpación era imposible, trepando al aire y esparciendo tan generosa pompa de apretadas hojas y vistosas flores, que a su sombra se acogieron y vivieron creencias, ilusiones, la vida entera del corazón y de la mente!

Pero ni amigos ni contrarios de cuantos dejaron o hicieron memoria escrita de Doña Urraca, señalan entre las vicisitudes de su existencia andariega y agitada una que la trajese a

penetrar tan adentro en asperezas sospechosas entonces y mal conocidas.

Metida en guerras, ya con su marido don Alfonso de Aragón, ya con su hijo, que fué después de ella séptimo Alfonso en Castilla, cruzó una y otra vez las fraguras asturianas y las parameras de Campos, en son de fuga o en son de arremetida, nunca en paz y con sosiego bastante para explayarse en inútiles visitas de santuarios.

Obedecía entonces, como es sabido, la tierra montañesa al conde don Rodrigo González de Lara, hermano de aquel don Pedro, supuesto amante o marido de Doña Urraca, y las historias del tiempo no registran discordia asaz fuerte entre ambos hermanos que explique la afrenta hecha en tierras del uno a la regia amiga o consorte del otro. Habría en tal caso precedido a los días de favor del conde don Pedro, que principiando hacia el 1113, puesto que al año inmediato era ya pasto de la general maledicencia (1), duraron hasta el fin de los de Doña Urraca en 1126.

Entonces la bajada de la reina y suceso de Cotillo hubieron podido ser acaecidos dentro del 1111, cuando vencida por los aragoneses en Viadangos y salvado a duras penas su hijo, por el obispo Gelmírez de Santiago, tomó por trochas y atajos, buscando rodeo seguro para refugiarse en Galicia. Entonces podría suponerse que la Montaña se inclinaba a la parte del aragonés, adelantándose a no pocos de los castellanos, los cuales, inclinados a la reconciliación, buscada tiempo adelante por el rey batallador, daban a la inquieta matrona la culpa mayor en sus lamentables disensiones.

No es probable que retrogradando a tan remotos tiempos. la crítica se emplee en ventilar causa de tampoco momento en la historia general, cuando curiosidades y misterios. de mayor actualidad o más grave trascendencia reclaman su atención, su sagacidad y su constancia; mas el peregrino en las soleda

(1) Moret, Anales de Navarra.-Tomo II, libro XVII.

des de Moroso, no evita el recuerdo ni deja de recogerse a meditar en ello.

Tampoco está apurada por los historiadores la cuestión del carácter y procederes de la desventurada reina Doña Urraca. Llámola desventurada, porque rompiendo la espesa capa de doblados siglos que sobre su tumba pesan, surge y retoña el temeroso relato de sus pecados y flaquezas, cometidos o supuestos. Es naturaleza de la virtud la de transfigurar al virtuoso, de suerte que al recordarle las generaciones, lo hacen como de criatura beatificada, desnuda de lo mortal y libre de mortales miserias y dolores, mientras el ser sellado por la mancha lastimosa del delito, vive con todos los accidentes de su terrestre existencia, vulnerable, sensible, blanco de oprobios, ocasión de escándalo, en cuya vergüenza se complacen los vivos.

Lo cierto es que nada consta en mengua de su recato mientras vivió esposa de don Ramón de Borgoña, y aun en los pocos meses, que dos años no cumplieron, de su viudez, hasta que casada por razón de Estado con el rudo Alfonso primero del nombre en Aragón, comenzaron las bocas maldicientes a cebarse en su fama con ocasión de la asistencia en la corte del conde castellano don Gómez González. La razón de Estado no por serlo es infalible, y yerra con harta frecuencia en disponer y realizar enlaces sin tomar en cuenta la voluntad y condición de los sometidos a infrangible yugo.

El generoso Berganza (1), al tomar sobre si la defensa de la ultrajada reina y la confusión de los testimonios seculares contra ella alzados, se ocupó eruditamente en batir prueba con prueba, instrumento con instrumento, sin cuidar de cuanto no le guiase a negaciones absolutas de los textos enemigos, y afirmación completa de su redentor propósito. Acaso si en días más recientes viviera el monje de Cardeña, no desdeñara acudir para robustecer su argumentación al sondeo del corazón humano, y de cuantos extravíos dimanan de un yerro

(1) Antigüedades de España.-Tomo II, cap. I.

primero; de haber torcido su inclinación si la tenía, o haber fiado de que en inclinación había de tornarse la indiferencia, o de que la inclinación había de nacer allí donde sólo causas de mortal e incurable desvío prevalecían.

No era mansa de condición la reina de Castilla; veleidosa, de lo cual la justificaban su sexo y el no hallarse mayor firmeza en los barbados varones que la asistían con su consejo o llevaban su seña, y acaso no muy tierna de entrañas, pues no la empeció la sangre para lidiar con su hijo, ni el agradecimiento para hacerse enemiga del insigne prelado de Compostela y terciar entre los que fraguaban su muerte.

¿Pero era abonado para la difícil y mañosa tarea de domar tal voluntad sin herirla, de plegarla sin romperla, el rey aragonés, desesperado paladin, esquivo a pacíficos tratos, malavenido con el sosiego, para quien parece hecho aquel valiente

romance:

mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear,

rudo acosador de la fortuna bélica, a la cual maltrajo de campo en campo de batalla, amarrada al arzón de su guerrero palafrén, hasta que en la postrera de sus lides se le huyó de los ensangrentados brazos, llevándole vida y victoria?

Tan marcado sino de luchar trajo al mundo, que hasta su doméstico hogar era para él tela de liza; allí reñían hierro contra hierro ambas voluntades, y como iguales en temple y en dureza se repelían sin quebrarse, mas no sin que al agrio choque despertasen de su dormida lealtad atónitos los súbditos; no sin que las chispas lanzadas inflamaran la hoguera en que fenecían consumidos honra, buen nombre y alteza del regio tálamo.

Quejóse la reina de brutales violencias, y la Historia conserva las dolientes frases de su lamento, puestas en la lengua culta y oficial del tiempo: «Non solum enim me jugiter turpibus dehonoravit verbis, verum etiam faciem meam suis manibus sor

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