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didis, multoties turbatam esse, pede suo me percusisse, omni dolendum est nobilitati» (1).

Si fueron ciertas concedamos a la ofendida causa suficiente para odiar sin tregua ni lástima a su ofensor. Pueden provocaciones femeninas buscar tales ocasiones y vestir tal forma procaz y agresora que levanten el brazo de hombre poco sufrido y pronto a la ira; pero ya no cabe paz ni conciliación sincera entre la mujer por tan soez modo ofendida y quien la señaló el rostro. Doña Urraca solicitaba el divorcio; la razón de parentesco, válida ante el fuero eclesiástico, había perdido de su fuerza para el fuero interno de las gentes con no haber sido alegada durante algunos años de matrimonio, y se quería reforzarla con otra más poderosa ante los fueros de la moral común, que ante los de la Iglesia.

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Subiendo la falda Sur de la frondosa hoya en que está Moroso, parece la aldea de Bustronizo o Bostronizo, que decían nuestros mayores, los que dictaban la donación urraqueña, o Brustranizo, como los que siglos después ordenaban el libro de las behetrías de Castilla, inscribiéndole con título de «logar abbadengo del abbat de Santo Domingo de Silos...» todavía en su centro conserva la iglesia la advocación de Santa Olalla de los días de Doña Urraca; junto a su pórtico crecen los dos únicos árboles que cuenta el pueblo, y enfrente, dentro de una bóveda que semeja la de un humilladero, mana su solitaria fuente; la lancha caliza sobre que asienta el caserío, en vez de gastarse y pulirse con el uso, se despedaza y suelta en cantos que ruedan sonoramente por el escueto pavimento; las paredes posan, no cimentan, amenazadas de que el viento impetuoso de las alturas, si no las derriba, las empuje y haga resbalar sobre el terso piso. Todavía parecen muchos los dos árboles medrados y vivos en tan duro y árido suelo, y del solo manantial diríase que parece milagro ejecutado en la roca para probar la fe, o recompensarla, de los naturales.

(1) Historia Compostelana.-Cap. 64.

Fatigado y sediento llegué yo una tarde a su exhausta pila; un hombre la agotaba, aguardando sosegadamente que la empobrecida vena fluyera, y apenas se tendía un tenue velo de agua sobre el pardo limo, lo tomaba cuidadosamente con una chata escudilla y con ella llenaba su cántaro de barro.

Larga y penosa marcha traía; embebido en la embriaguez del movimiento había pasado desdeñosamente cauces y umbrías, sin acordarme de agradecer a Dios el espeso abrigo de éstas y el claro caudal de aquéllos, y ahora la sombra escasa de dos chopos, y el rumor débil de sus macilentas hojas, un sorbo de agua entibiada y turbia eran para mí inapreciable, altísimo favor del cielo, restauradora medicina para seguir mi jornada, cuya duración y término ignoraba.

El sol había pasado del meridiano y comenzaba a declinar. ¡Oh cuán lejos están los días en que la tarde y sus rojos celajes, el crepúsculo y sus crecientes tinieblas, la noche y sus luces melancólicas y frías eran encanto, gozo y bálsamo del alma!

Tan sobrada se siente la juventud de vida, que para gozar a punto de ella y saborearla necesita templar su energía en los enervadores efluvios de la noche; así se templa la luz para que alumbre y no ciegue, así se templa el calor para que abrigue y no abrase, para que conforte y no disuelva. Mas luego sobrevienen días en que la más intensa luz de una mañana estiva, con todos sus fulgores, no suple los soles apagados en el alma, ni es pábulo bastante al moribundo fuego de la vida. Entonces es la noche aborrecida y triste; entonces espía con ansia el deseo los albores de la mañana, y se deleita el pecho en los rayos ardientes del medio día. Báñase en ellos con intenso gozo, consolado por la engañosa plenitud de vida que le traen, y a par que ellos se entibian y oscurecen, se entibian y oscurecen también las fugaces alegrías que fingieron. Con ellos cae el alma en el ocaso y siente de nuevo venir su noche, la noche de los viejos: tinieblas, soledad, insomnio y frío.

Había subido por el camino por donde vamos a bajar ahora, no menos agrio y pendiente que el descrito para llegar a Moroso, aunque más ancho, y aunque las dos profundas rodadas que mellan a ambos lados sus retorcidos tramos, indican que sirve a las carretas cuando, colmadas de heno en verano y de panojas en otoño, traen a entrojar la pobre y difícil cosecha de los montañeses.

El Val-de-Iguña se despliega a los pies del caminante; su cuenca desigual y angosta se abre de Septentrión a Mediodía entre cumbres que se escalonan y tejen, subiendo a Poniente hasta el soberbio cueto de Tordías, separando a Levante los valles de Anievas y Toranzo; por el fondo corren el ferrocarril de Alar, la carretera de Palencia y el Besaya, tan murmurador y tan poco en paz con las piedras vecinas que le cortan el cauce o salen a atajarle el curso, que a desmedida altura ya se oyen las quejas y el paloteo de sus riñas.

Al pie de la varga, Las Fraguas. Una antigua casa solariega sobre el camino tapa y disimula su fisonomía propia y añeja, tras de una fachada galana y rica de quinta italiana y dórica arquitectura. ¿De dónde vino a la anciana el pensamiento de echar sobre sus veneradas tocas el gallardo y costoso arreo que sienta sólo a gente moza y puesta a merced de toda veleidad y mudanza en usos y hábitos?

Vestida de sus yedras, engalanada con su mal labrado pero expresivo escudo, había vivido años y años, habitada unas veces, huérfana otras de sus dueños y señores. Un día, ¡quién sabel, acaso oyó decir que el ferrocarril iba a llegar a sus puertas, a establecerse en sus umbrales, y espantóse de que la invención nueva, reciente, petulante y vocinglera, la encontrase acurrucada entre su portalada y su capilla, cuidando las hortalizas de su jardín, anudada a la garganta la blanquísima bengala con que cubría la más blanca nieve de su cabeza, como una de tantas abuelas del país, sobre las que se acumulan los años sin abatirlas, que ven pasar generaciones, desaparecer y fundarse familias, sin que se entibien ni palidezcan las dos religiones que guardan en el alma, la de Dios y la del

linaje solariego. Espantóse, temió al intruso y novel invento, su audacia, sus burlas, y acaso tocóle en su amor propio de montañesa la idea cruel de desmerecer y ser tenida en menos, cuando ojos y oídos, curiosidad e interés, caudal y aplauso, fuesen todos para el recién venido; y se cubrió de adornos al uso, disimulando con ellos las honradas arrugas de su tez, escondiendo su rústica traza tras el airoso y juvenil arreo. Así tapa el postizo su ancha y patriarcal solana, y el volado alero donde entraban a anidar las golondrinas, ave sagrada del hogar, compañera de la familia, partícipe de las conversaciones de la tertulia y de las migajas de la mesa.

Dos escudos pareados puestos sobre el ático del bramantesco hastial, parecen mal sentados en el alto friso donde encajan, y dispuestos a resbalar y bajarse a lo largo de cornisas y arquitrabes, dejando tan eminente lugar a quien le pide por derecho, al antiguo blasón raído por las lluvias, borrado por los musgos, que durante siglos habló al caminante la oscura pero sonora lengua de sus piezas y figuras.

Dentro de aquellos muros accesibles y penetrables a cuanto en el mundo actual tiene voz y merece oído, retoña vivaz y generosa la sangre y la belleza de la raza antigua.

Este es uno de aquellos parajes en que el juglar de los siglos medios, posando su bordón y desceñido el recado que siempre llevaba al cinto, dando tregua al caminar y al ocio del espíritu, desdoblando el terso pergamino, hubiera tomado gustoso el hilo de la narración interrumpida en sus trovas o

en sus romances.

Pasaban los gloriosos vagabundos, y al pasar un rumor les hería el oído. En el claustro donde se acogían a dormir, en la hostería donde entraban a comer, el caballero aventurero que les pedía nuevas de gentes y países, el aldeano que se las daba, la fama, la voz común, les hablaban de juventud, de inocencia, de hermosura, de bondadoso afecto para los amigos, de caridad inagotable para los pobres, de alteza de pensamientos, de merecimientos y virtudes, compendiados en un ser, juntos en un alma, sobrentendidos en un nombre, y sen

tían movido el corazón, y a compás de sus latidos la ardorosa agitación del numen.

No pedían satisfacción a los ojos, no necesitaban ver; hijos de la inspiración, que es fe; del entusiasmo, que es revelación, cantaban la belleza oculta tras de las piedras y las celosías, cantaban la dulce confianza de la infantil mirada derramada sobre el mundo, y su contraste con las impenetrables nubes, el porvenir incierto de la vida. Cantaban generosamente ajenas dichas, esperanzas, ilusiones, deseos vagos, aspiraciones infinitas, todo lo que la vida al alborear promete, ellos que tan a fondo sabían lo poco que da la vida en sus fases sucesivas y diversas.

No pasaba su canto las piedras y celosías; extraños uno a otro, se apartaban el cantor y la doncella, sin hallarse nunca, sin conocerse jamás, y al cabo de siglos la inspiración melancólica y vaga del peregrino, venía a resonar en el corazón de las distantes generaciones. ¡Misterios del alma y de la poesía!

Estamos en tierra de caballería, esto es, que dice relación a aquellas altas caballerías que asombraron al mundo en los siglos medios, y cuya huella perdurable subsiste todavía y trasciende en nuestros usos, decires, virtudes y miserias. Dicelo San Juan de Raicedo con su título; dícelo más adelante el lugar de la Serna y sus paredes selladas con la cruz de ocho puntas y su cubo aislado, palomar o rollo, pero símbolo, bajo una u otra atribución, de señorío.

Ve, joh curioso de inscripciones viejas!, apresura el paso, toma una cuesta que la carretera te ofrece, y a la entrada del pueblo de Molledo hallarás la iglesia y su cementerio; entre ambos una imagen, la más elocuente de la robustez y de la vida, un olmo de blanca corteza, a cuya sombra habrán nacido, cristianádose, medrado, encanecido y muerto generaciones humanas, y cuyas hojas verdean y cortan el viento con la viril frescura y el airoso brío de la más lozana juventud. El cementerio ocupa el área de la parroquia antigua; pero los trozos de muro han sido en ocasiones varias remendados y compuestos:

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