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PUENTE-SAN-MIGUEL.EL ROBLE HENDIDO.-LAS MARZAS

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UANDO desde la estación de Tanos, ¡oh paciente compañero de mis jornadas!, procuraba yo con frías y ociosas palabras describirte el panorama que un lampo sólo de la viva luz que le ilumina ha de pintar con más honda huella en tu memoria que la más atildada y colorista pluma, no te señalé un lugar del paisaje, predilecto asilo y posada mía, descanso de mi aventurero y no pocas veces fatigado pie. No te lo señalé porque hubiera sido cansar tu oído y rendir tus ojos, trayéndolos inútilmente de uno a otro accidente del terreno, para fijarlos en sitio imposible de descubrir, como no lo descubra el corazón.

Más allá de Torres y más allá de Ganzo, entre las manchas varias en color y en contorno que el arbolado pinta, hay una

recortada y espesa a manera de copa de gigantesco rebollo; a su amparo asómase apenas sobre las cercas una casa de pajizas paredes y ventanaje verde. Cuando pasas frente de ella, por el camino y la otra orilla del Saja, ves flamear las blancas cortinas de sus balcones; si te llegas pasando el viejo puente que llaman de San Miguel, ves columpiarse las rosas, caballeras de sus tapias; si entras más adentro, hallas en los rosales, al alcance de la mano, nidos de jilguero, cuyas madres se dejan mecer sosegadamente por la brisa, seguras de no ser ofendidas ni perturbadas. Y el tarin y el verderón que andan cazando moscas por las enredaderas de la fachada, se entran persiguiéndolas por salas y gabinetes con familiar franqueza y sin recelo.

¿De dónde vienen esos pájaros cuya voz aguda y lejana nos hace levantar los ojos y buscarlos mucho antes de que su menudísima sombra se dibuje en la diáfana luz ambiente? Aunque vistos nacer sobre el plumón del nido, aunque vistos criar al cebo de sus padres, ¿quién sabe adónde los llevan después sus alas y en qué sublimes y misteriosas regiones del aire penetran? ¿Quién sabe a qué distancia del cielo suben? ¿Quién sabe lo que del cielo han visto? ¿Y quién sabe lo que del cielo traen cuando visitan un hogar de donde volaron ángeles al cielo, dejando su cuna vacía, y esparcida en torno aquella tristeza sin par, angustiosa, que de una deshecha y yerta cuna se esparce?

Volaban las golondrinas sobre el Calvario, gimiendo en la agonía de Cristo, ansiosas de aliviarle, arrancando a porfía las espinas hincadas en su martirizada cabeza: ¿quién sabe si ese manso batir de plumas, esos píos y gorjeos que regocijan el aire, no son arrullos de tantas agonías diversas como se suceden en los infinitos calvarios de la vida?

No llama dolor a esa casa, donde sin llamar han entrado muchos dolores, que se vuelva sin oído y sin consuelo. Alguna vez llama disfrazada con él la superstición; pero se queda a la puerta, y si el dolor quiere entrar entra solo.

Tal sucedió una mañana de San Juan.

El dolor venía con su semblante más desesperado y triste, con el de una madre que traia moribundo a su hijo en pañales. Y para remedio pedía el tallo de un roble, nacido de semilla, flexible y tierno, fácilmente hendible a lo largo de sus tiernas fibras. El saludador había dicho que haciendo pasar al niño enfermo entre las dos rajas del árbol, en la mañana del día del Precursor, y con ciertas palabras y conjuros, el niño sanaría Negósele a la superstición el roble; ofreciéronse al dolor palabras cariñosas, médico y medicina.

¡Jirón de añejas nieblas que obscurecieron y obscurecerán largo tiempo aún la mente del pueblo!

Hubo siglos en que la fuerza del odio, hábilmente excitada, hacía al guerrero ver en el limpio acero de su espada la imagen de su enemigo y el género de venganza apetecido; siglos en que el varón eclesiástico aplicaba por los vivos las preces de los muertos, creído de su mortal influjo, de que a su fuerza no resistían, y cedían rotas, las prisiones terrenas del alma. Cuando tan ciegos y flacos se mostraban los que eran fuerza y luz, brazo e inteligencia, los magníficos, los soberbios, los doctos y los cautos, ¿qué harían los medrosos por instinto, los abatidos por estado, los ignorantes por necesidad?

Hay, sin embargo, en estos despojos de la fe ciega o la ignorancia antigua, un elemento de poesía, cuyo valor a nadie se esconde, mas cuyo momento y causa de ser encarnado en la superstición popular, son de averiguación laboriosa y difícil; tarea para superiores y perspicaces ingenios. ¿Cabe extrañeza en que el campesino, constante testigo, observador involuntario de la vegetación silvestre, analogista por instinto y por costumbre, admitiese el influjo saludable de la savia nueva, fresca y sana, circulando en las venas del roble, sobre la sangre que arrastra empobrecida y lenta por las venas del niño enfermo?-La santificación de la naturaleza, de sus fuerzas vivas, de la acción favorable o adversa que sobre la economía humana ejercen, fué siempre inclinación y atributo común de nuestro espíritu, al cual no basta el limitado mundo visible, y necesita de la comunicación con otro inmaterial y

soberano para satisfacer su inquietud constante, sus dudas y sus aspiraciones.

Hacía él gentil morada de sus deidades el seno de las aguas y de las rocas, el tronco del árbol; y el cristiano pone bajo la tutela de sus bienaventurados sus mieses, sus huertas y sus ganados.

No es más claro a mis ojos, aunque necesariamente más moderno, el origen del romance que, en otra estación del año, venian a cantar los mozos del pueblo a puertas de esa casa, como es añeja costumbre en la tierra (1).

(1)

Ni es descortesía
ni es desobediencia
en casa de nobles
cantar sin licencia;
si nos dan licencia,
señor, cantaremos;
con mucha prudencia
las marzas diremos.
Escuchen y atiendan,
nobles caballeros;
oirán las marzas
compuestas de nuevo,
que a cantarlas vienen
los lindos marceros,
en primera edad
y en sus años tiernos,
como las cantaron
sus padres y abuelos,
y hacemos lo mismo
para no ser menos.
A lo que venimos,
por no ser molestos,
no es a traer,
y así llevaremos
de lo que nos dieren,
torrendos y huevos,
nueces y castañas,
y también dinero
para echar un trago,
porque el tabernero

no nos acredita
si no lo tenemos.
Ni era lo maiore,
ni era lo menore,
que era doña...
ramito de flores,
y también su esposo
por que no se enoje.
Salga doña...
la del pelo largo,
Dios la dé buen mozo
y muy bien portado,
con el cuello de oro
y el puño dorado,
y también su hermano
muchos años goce,
su padre y su madre
que los arrecogen,
también sus criados
porque no se enojen.

Con Dios caballero,
hasta otro año...
a los generosos.
librelos de daño.
Angelitos somos,
del cielo venimos,
bolsillos traemos,
dinero pedimos.

Las tibias noches del mes de Marzo, embalsamadas por el rico florecer de la campiña, convidan a rondar. La ronda pasea uno y otro pueblo, corriendo en ocasiones largas distancias; se detiene a la puerta de los señores y de las mozas que tienen partido, esto es, concepto de hermosas, y recita sus marzas con voz plañidera, sin acompañamiento alguno y en un ritmo sencillo de dos frases, parecido al canto llano de la liturgia católica. Es imposible desconocer en estos romances, aunque adulterados con interpolaciones y empobrecidos con la repetición del mezquino pedir, la procedencia de romances viejos, contemporáneos acaso de aquellos ingeniosos y dulcísimos cantares (1) que el ilustre ciego Salinas recogía en su libro de Música (2). El modismo prosódico que consiste en amortiguar la dureza del consonante agudo, añadiéndole una e, «maiore, menore»: la sobria manera de retratar una figura con un rasgo, «la del pelo largo»: las señas del «cuello de oro» y del «puño dorado», aunque viciado el concepto y oscurecido, son vestigios de aquella clásica forma de nuestra poesía nacional, como lo es

(1) Siglo xv.--Antiquissimi, titula el colector muchos de ellos.

(2) Impreso en 157.-Son en gran número pedazos de romance, como los de Retraida está la Infanta,

y

bien así como solía;

Rosa fresca con amores,

rosa fresca con amor.

Otros son divisas y motes de caballería, como éste:

Conviene mal dormir

por bien velar.

Otros, copias (del latín: copulae, parejas,, es decir, estancias de dos versos pareados, como:

Milagro no hacéis,
dama si me prendéis,

¿qué avedes, qué?

mal de amores he.

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