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uno pasado al brazo y suspendido de los nudos, mientras ensancha la boca del otro con su mano para que la de cada obsequiada entre abierta y salga cerrada con holgura y sin aprieto. Y durante esta ofrenda ceremoniosa se confirma, sella y remacha el lazo aquel tejido y armado por los ojos, a lo que bastan las sencillas frases: -Vamos, una rosquillita. —Gracias. -Ea, sin cortedad. —Ya que usted se empeña. Porque en la feria, como en la corte, uno se tañe y otro suena, y en achaques amorosos, rústicos o palacianos, valen los vocablos lo que quieren labios que los dicen y oídos que los escuchan.

Pero en amores cortesanos nacidos del ocio, el más dilatado y paladino galanteo, no supone compromiso ineludible y grave; cuando entre campesinos, cuatro diálogos en el corro, media docena de encuentros voluntarios o casuales, en la fuente o en la mies, establecen a los ojos de propios y de extraños una promesa tácita que dura años y años y raras veces rompe alguno de ambos contrayentes.

Por eso decía que su entrada en la feria y el abocarse con el risueño grupo de las mozas suelen ser lance decisivo en la suerte del jándalo.

Años después acaso, redondeado su haber, saldadas cuentas con la tienda de Jerez o de Sevilla, restituído definitivamente a la tierra patria nuestro jándalo, repetirá su triunfal entrada en la romería; pero no solo, sino regaladamente acompañado, montando bestia de mayor pujanza y brío y más galán arnés; trayendo a la grupa una almohada y sobre la almohada una de aquellas mozas, la más gallarda o la más ruborosa, rodeada una mano al busto del galán, asida la otra a las correas de la baticola, usanza y cortesía de la morisca Andalucía transportada a la céltica Cantabria.

Puestos ya en los ejidos de Cerrazo, aquella lejana cumbre de Cildad que notamos desde Torrelavega, nos provoca con la indispensable curiosidad que toda cumbre excita, la de ver lo que hay a la otra parte.

Lo que hay a la otra parte es uno de los más curiosos lugares que encierra la Montaña, Novales, pueblo sin horizonte,

reducido y breve, pero de singulares y no imaginados detalles. Había oído yo hablar infinito de él, sin haber tenido ocasión de estimar lo que pudiera ser apasionamiento o exageración de imaginaciones fértiles, cuando una tarde, traído a este lugar sin plan ni rumbo fijo, me ocurrió que más allá de la cumbre había casa donde yo podía llamar con mi apellido y seguridad de buena acogida, y seguí el camino.

Llegué a la cumbre de Cildad cuando el sol ya tomaba la roja tinta precursora de su declinación. Su luz hería de lleno la ancha faja de mar ceñida a la costa, y vibrando en las olas, deslumbraba los ojos y les escondía hacia el ocaso la línea del horizonte que al Norte cortaba limpiamente su azul profundo sobre la descolorida púrpura del cielo.

A mis pies se abría una cuenca circular, semejante al vasto cráter de un volcán extinguido; por la azulada caliza de sus paredes se desplegaban irregulares manchones de yerba segada, o asomaban su fosca greña árgomas y helechos, y, en su fondo, al cabo del camino que bajaba culebreando y partía una mies granada y opulenta, se parecía el pueblo cimentado en rojiza tierra, guarnecido de verdes copos de follaje, a semejanza de búcaro andaluz sobre cuyo borde rebosan y cuelgan los redondos cogollos de la albahaca.

Enfrente divisaba los suaves collados, asiento de Cobreces, émula de Novales, y hacia la derecha, bajando a la marina, las torres gemelas de Cigüenza, que dan fama en la comarca a su iglesia y vanidad a sus moradores.

¡Enérgico paisaje! Mar y cielo hervían en destellos y fulgores como si los gérmenes vivíficos encerrados en la luz solar acelerasen visiblemente su obra de fecundación; y la tierra lucía sus matices varios, desapacibles, crudos, contraste de la mansa serenidad del cielo, del rumor melancólico de la tarde que flotaba en el ambiente, suave acento de vida regular y pacífica.

Poco espacio tenía para meditaciones y estudios, y bajé la retorcida cuesta.

El amigo de familia, a quien yo tenía obligación de dar las

buenas tardes en Novales, era un capellán, sujeto popular, estimado en muchas leguas a la redonda por la franqueza de su trato y el desembarazo de su carácter. Excusándome, pues, de preliminares, pregunté a un aldeano que se me acercó curioso mientras yo examinaba la iglesia, dónde hallaría a tales horas a don Román, que así se llama el cura. El aldeano repitió mi pregunta, o más bien, la gritó a una mujer que remendaba ropa a la puerta de una casa vecina; ésta, a su vez, interpeló a otra moza que pasaba tras de un par de vacas, la cual, dándome por guía a un arrapiezo de pocos años que llevaba consigo, me hizo encontrar a quien buscaba. Hallámonos a media altura del áspero declive de la montaña, a cuyo pie sonaba un limpio arroyo, por cuya pendiente culebreaban viejas paredes sobre las cuales rebosaban, frescos, lozanos, opulentos los naranjos y limoneros.

Y dije a mi reciente amigo la curiosidad que tenía de penetrar en aquellos misteriosos y espesos huertos, más frondosos y sombríos, más ricos en fruto y en azahares que los mismos de la ribera feliz del río Grande de Sevilla.

El capellán, con voz sana, gritó:-¡Martín!-y cayendo, que no bajando, a guisa de canto desgalgado del monte, un rapaz de hasta doce años de tiempo, y en mangas de camisa, vino a dar a nuestros pies.

Don Román puso un gesto grave, y le dijo:

-¿Es este modo de presentarse delante de gentes? Ande usted a asearse y vuelva en seguida.

Sin replicar el muchacho, penetrado de lo justo de la reprensión, siguió bajando, llegó al arroyo, metió en el agua sus pies descalzos, y arremangándose los brazos, dió principio al cumplimiento del mandato. Hechas sus abluciones generales, sonoramente acompañadas de bufidos, resuellos y carrasperas, compitiendo en estrépito con los patos que a par de él se solazaban, volvió a nosotros, sacudiendo las manos, chorreando el pelo, y como si respondiera a la llamada del cura, dijo:--¿Señor?

Visiblemente satisfecho de tan cabal sumisión y obediencia

que aun le conservan intacto; pero aquí me detienen recuerdos infantiles y el afecto de los años maduros. Ya te diré quién la vive, cuando venga la ocasión, que no tardará, de citar su apellido.

Daban los solares, entre otras cosas, la hora al pueblo, y en su lugar más aparente, en la esquina de la torre, sobre el timbre del escudo a veces, tenían su cuadrante. Ahora ves aquí que reemplazan el gnomon caldeo, inseguro, inútil de noche y en los nublados meses invernizos, con relojes de mecanismo superior y marcha constante, en cuya esfera regulan los aldeanos sus horas y sus faenas, cuya campana les mide y reparte las de la noche.

Vamos corriendo el valle del Saja, un valle parecido a cuantos hemos visitado, como se parecen los hijos de una madre, los hermanos de una familia. Arboles y prados, robles y maíces, aguas y rocas; pueblos esparcidos sin límite ni término visible, sin que pueda el transeunte decirse dónde el uno acaba y el otro empieza; molinos hundidos entre las altas márgenes y la vegetación de sus cauces, y el río corriendo por medio parándose a descansar en los remansos y desahogos, precipitándose en los pedregales y estrecheces. El río nunca desamparado de los alados moradores de su ribera; la siempre inquieta y pintada nevatilla (1) de trémula cola, que al revolotear de una piedra a otra, parece un puñado de hojas o de plumas arremolinado y revuelto por el viento; el martín, de espléndido traje y silencioso vuelo, que cuando posado e inmóvil sobre la raíz somera y desnuda del aliso, no se sabe si medita o acecha; el tordo de agua, o cinclo, buzo incansable en la espuma, y el hervor de los rabiones, sobre cuya negra espalda se ven lucir y rodar perennemente las diamantinas gotas.

La populosa villa de Cabezón da nombre al valle. Dentro de sus calles parte la carretera al Sur hacia el valle de Cabuérniga y al Noroeste a entrar en Valdåliga.

(1) Pisondera, llaman a la nevatilla en la Montaña.

Todavía manan en Cabezón y en Valdåliga los pozos de sal que vemos figurar en las cláusulas de innumerables instrumentos antiguos, herencias, donaciones, cambios, ventas y contratos de toda especie. Todavía manan, y explotados de inmemorial y simplicísima manera, llevan recogido su caudal a caer en hondas calderas puestas al fuego, donde vaporizada el agua, deja posar su cristalino sedimento.

Paredes desmoronadas, cercas rotas, piedras esparcidas son en Treceño testimonios vivos de población más grande, de que no es título usurpado el de villa que en los registros lleva cuando el viajero le da ingenuamente el de aldea. Las hiedras hallaron en estos parajes substancia provechosa y alimento; sus troncos gruesos y entretejidos dicen la antigüedad de las ruinas, y en pomposos tallos, esmaltados de corimbos negros, albergue y pasto de pájaros cantores, guarnecen la esbelta ojiva de un puente, cubren los blasones de muchos solares y envuelven el desbaratado almenaje de la torre fuerte alzada en medio del poblado a la vera del camino.

Esta torre tiene leyenda, la perpetua leyenda consagrada en toda tierra antigua a establecer los desafueros y violencias feudales y la vengativa osadía de los populares, y que, por tanto, más parece símbolo de remoto estado social que cuento de histórico y positivo acaecimiento.

Solariego o extraño, señor de estado o caudillo aventurero, vivía la torre un hombre acostumbrado a mandar y ser obedecido, a desear y conseguir sin más limitación ni freno que el insuperable de los posibles humanos. Puso los ojos en una zagala del lugar, casta y bella; no usaba dejar largo término entre poner los ojos y poner la mano en la prenda codiciada, fuese mujer, joya, heredad o almena enemiga, y por fuerza o por astucia hízose dueño de la doncella.

Herido quedó en lo mejor de su alma un mozo de las cercanías, rondador galán de la cautiva, y tan herido, que ya no tuvo vida, discurso, acción ni sentimiento sino para la incurable llaga y sus acerbos dolores. Puesta la mano sobre el lastimado pecho, descolorido y mudo, insensible y sordo a toda

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