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Por eso se acogen aquí los soldados de la redención desde el siglo VIII al siglo XIX; desde Pelayo hasta Porlier. Los vencidos y desbaratados en otras partes, los aterrados y fugitivos, al pisar este suelo sienten curado su espanto y renovado su esfuerzo; aquí descansan y alientan, se vendan las heridas, afilan las melladas armas, tornan a ser soldados, como si en este aire salubre y puro hubieran aspirado desconocida esencia de valor y denuedo indomable. Esta tierra de los fuertes es también la de los afables y sencillos; esta patria de los intrépidos cazadores de osos es la de los huéspedes obsequiosos, de los complacientes e infatigables guías.

Rápido va a ser nuestro paso por esta comarca, a lo cual nos ayudan los caminos blandos y suaves, y la costumbre local de hacer las jornadas a caballo, por fáciles y cortas que sean.

La carretera nos ha traído a Potes, capital de la Liébana, villa hospitalaria y triste, abrumada bajo el sublime panorama que a su Noroeste desplega la sierra de Andara o Andra, estribación meridional de las Peñas de Europa. Junto a su iglesia ojiva tiene otra greco-romana, limosna de piadosos y opulentos hijos, no cerrada ni ungida todavía, a pesar de los lustros que han pasado, e inician la ruina antes del término de la edificación; en lo más hondo de su solar, y encima de un castro, alza una fortísima torre, blasonada con el escudo de los Mendozas de la Vega, señores de Liébana; en una de sus entradas luce la fundación dominica de San Raimundo, vasta iglesia y monasterio pobre, obra del siglo XVII; y derrama su caserío de sólida cantería y heráldicos adornos sobre los cauces de dos arroyos que en el centro de la villa confluyen y se juntan.

De esa torre maciza, propia decoración de romancescos lugares, cuentan que fué premio de guerra y de victoria. He aquí cómo. En ella aposentaban y se fortalecían los Orejones de la Lama, familia que con el inmemorial derecho de la fuerza y de las armas ejercían formal y positiva dominación en Liébana (1).

(1) Pedro González Orejón fué confidente del rey Don Pedro I. (Véase crónica de este rey y de su padre Don Alfonso XI.)

»parte del monte movida de su asiento se derrumbó encima de *ellos» (1).

«Todavía ahora-añade el venerable prelado de Salaman>ca-, cuando las crecidas invernales del río socavan la ribe>ra, descubren sus armas y sus huesos.»

«Todavía ahora», en días de nuestros abuelos, se hallaron en el paraje que la tradición designa monedas de aquellos remotos tiempos, sepultadas por el aluvión un día, y luego por el aluvión descubiertas. Todavía en Mogrovejo, frontero a monte de Subiedes, donde aconteció esta postrera catástrofe del ejército musulmán, era pocos años ha la reliquia mejor de su iglesia el asta del pendón que uno de los de aquel apellido había tremolado, alférez de los cristianos, en aquellos combates supremos.

El torreón de Mogrovejo, su romancesca fisonomía, su estado presente trasladan el espíritu a los tiempos lejanos en que sirvió de abrigo a inquietos señores, y tuvo papel principal en las oscuras y mortales contiendas que forman la historia de los siglos medios.

Todavía gira en sus rudos engarces el angosto y macizo portón aserrado en el robusto tronco de un castaño, atran

...

(1) In verticem montis Ausevae ascenderunt, atque per proeruptum montis, qui vulgo appellatur Amosa, ad territorium Lebaniensium proecipites descenderunt. Sed nec ipsi Domini evaserunt vindictam; nam cum per verticem montis, qui situs est super ripam fluminis Veoe, justa praedium, quod dicitur Casegadia, sic evidenter judicio Domini actum est, ut ipsius montis pars se a fundamentis movens sexaginta triamilla chaldoeorum stupenter influmine projecerit...-Sebastiani Salmanticensis Episcopi chronicon.-Pelagius. Esta crónica se escribió en Asturias, in hac patria Asturiensium, en la segunda mitad del siglo Ix (883), cuando la tradición era fresca y viva. Es además el testimonio histórico que conocemos más cercano a los épicos sucesos que refiere.---Está impresa en el tomo XIII de la España Sagrada. El P. Flórez dice que el rey la envió al obispo y se dió a éste título de autor. España Sagrada.-Sobre esta crónica véase hoy "Crónica de Alfonso III", edición del P. García Villada. Madrid, 1918, y del mismo en Razón y Fe, 1918, "La batalla de Covadonga en la tradición y en la leyenda".-(N. del E.)

Entre Covadonga y Aliva hay un paso quebradísimo y difícil que se llama puerto de Amuesa.

cado por dentro con un grueso barrote de madera, sin otro aparato de llaves ni cerrojos; los escalones interiores, sólidamente cebados en la mampostería de los muros, trepan de piso en piso, y en el postrero de éstos, al cual sirve de techo la almenada azotea, yacen esparcidos miembros de armadura, petos, espaldares y morriones, comidos de moho, mellados del tiempo como por armas enemigas, derramados sobre el suelo, caídos sobre los lisos cantos del Deva, que forman el alféizar de los ajimeces.

¡Si supieras qué franca y agradable hospitalidad se recibe al pie de ese torreón bravío, y dentro de la misma cerca de su solar! ¡Si supieras que en aquella región remota, última estancia posible del hombre, vecina de las nieves perpetuas, te acogen, además del rostro risueño y la mano tendida, los primores y refinamientos de la más exquisita cultura!

Bajábamos de Mogrovejo con una tarde de otoño plácida y tibia; en los colores del paisaje dominaba el tono cárdeno y mate de la tierra, sombrio un tanto, mas no ingrato a los ojos, porque parece indicio de fertilidad y sustancia.

Más veloces que nosotros, bajando por las veredas, nos alcanzaron dos muchachos como de trece a quince años; saludaron, y mi guía les preguntó:

-¿Vais a Santo Toribio?

-Allá vamos-dijeron, y continuaron su carrera.

Pocos pasos habíamos andado, cuando otra pareja semejante nos cruzó el paso, y saludaron cortésmente.

-¿Adónde vais?-preguntó mi curioso compañero.

-A Santo Toribio-respondieron los chicos sin detenerse, y Pasando adelante.

Adelante íbamos nosotros cuando emparejamos con otro par de mozuelos, que también iban a Santo Toribio, y alzando los ojos vi que por diversas partes y senderos altos y bajos, de dos en dos, o de cuatro en cuatro, o de seis en seis, alegraban el paisaje con su caminar regocijado y vivo, número razonable de muchachos.

-¿Qué es esto?-pregunté a mi compañero.

-Esto es la vez de Santo Toribio. ¿Va, que no sabe usted lo que es la vez de Santo Toribio?

-Por mi fe, que lo ignoro.

-Pues es costumbre inmemorial, nacida de un voto antiguo o promesa de Liébana, enviar dos hombres de cada uno de sus lugares a hacer oración en la iglesia del Santo determinado día de la semana. Turnan por veces los valles, y hoy, por lo visto, es la vez de Val-de-baró, que es este que atravesamos.

Santo Toribio es efectivamente la gran devoción de Liébana. Es monasterio de antiquísima fundación: las crónicas benedictinas lo ponen en tiempo de su Santo Patriarca, principio de las religiones en Occidente (1). Pero si no trae orígenes tan remotos, ya dos siglos después, en los principios de la monarquía asturiana, le da nombre y gloriosa fama uno de sus monjes, Beato, saliendo en 785 a defender victoriosamente la pureza de la doctrina apostólica contra la herejía de Elipando, arzobispo de Toledo, y Félix, obispo de Urgel (2). En aquellos días no se llamaba Santo Toribio el monasterio, llamábase San Martín, advocación común de las primeras fundaciones benedictinas. Un Toribio le había fundado, sin embargo, varón eminente, que después de haber tenido oficios públicos en el Estado, desengañóse del mundo, y buscó lugar retirado donde entregarse a la oración, al estudio y a la penitencia.

Una cruz se destaca sobre el claro cielo, hincada en el filo de una peña. Allí-dicen-llegó el Santo, y perplejo ante la rigurosa escabrosidad de los lugares, lanzó bajo su báculo, determinando establecerse donde el báculo se detuviera en su caída.

Los últimos años del siglo x o los primeros del siglo XI alzaron sobre aquel solar primitivo la iglesia que hoy subsiste, aquella adonde iban a orar los mozalbetes del Val-de

(1) Yepes.--Crónica general de la Orden de San Benito, tomo I. A. C. 537. (2) Predicaban que Cristó, según la humana naturaleza, no es hijo natural de Dios, sino sólo adoptivo y en el nombre.-Véase Risco. Esp. Sagr., tomo XXXIV.

baró. Es una nave de sobria y bien proporcionada arquitectura, firme bajo el peso de sus años, y dispuesta a cobijar durante muchos otros las devotas generaciones lebaniegas. Uno de sus arcos cruceros arranca de dos impostas labradas: una representa la cabeza de un oso, otra la de un buey. Y la leyenda une ambas esculturas, como une otras semejantes en templos coetáneos del de Santo Toribio.

El buey paciente y manso, obrero robusto e infatigable, ayudaba a la construcción de la iglesia; acarreaba piedras, arrastraba troncos, porteaba tierra de la cava al terraplén, y con el pisón de su ancha pezuña apelmazaba el firme de los caminos; ni el domir go era para él de provecho, porque en tal de reposar como los hombres, tocábale bajar a la villa y subir con su provisión de víveres para ellos. Un día el oso, el rey de las espesuras de Liébana, el solariego de sus bosques y malezas, el que tiene en el país tradición e historia, tradición e historia parecidas a las de otros tiranos, de ferocidad y gula; que cuenta allí razas y generaciones señaladas y catálogo de individuos ilustres, con su nombre propio, grotesco a veces, a veces heroico, según la ocasión de su celebridad, la naturaleza de sus hazañas o la genialidad del cazador o montañés que le bautizara (1); el oso, en fin, o hambriento en demasía, o irritado de la presencia de un cuadrúpedo corpulento como él, y como él macizo, en lugares que tenía por suyos, y donde no

(1) Uno de los osos últimamente célebres en Liébana era conocido por Tasugo, habiéndole hecho famoso su valor, su fiereza y su astucia para burlar escopetas y sabuesos en una y otra batida, organizada por los más expertos y atrevidos cazadores del país. Habíase hecho punto de honra entre estos herederos de los gustos de don Favila buscar a la fiera y rendirla; tardaron años en conseguirlo, y durante ellos Tasugo fué el héroe y el espanto de las conversaciones del hogar, de los cuentos de los niños.

Hoy el más nombrado monteador en Liébana se llama Leonardo, hidalgo de buena casa, de costumbres austeras, de pocas palabras, velloso, fornido y recio, señalado en rostro, manos y espalda por las garras de alguno de sus enemigos, vencidos cuerpo a cuerpo y cuchillo en mano; su aposento, como otros muchos en la comarca, no tiene otros tapices que los ricos despojos de sus monterías.

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